martes, 18 de mayo de 2010

Misterios de familia (parte 1)

He oído muchas veces que cada uno es de su padre y de su madre. Verdad incuestionable, que lo que viene a querer decir es que uno es en gran medida lo que sus padres le han aportado. Lo bueno y lo malo.
Desde que naces, sufres una especie de abducción alienígena del útero materno y te colocan en un lugar que no has escogido, lleno de peculiaridades llamado Familia.
Me voy a tomar la libertad de hablar un poco de la mía, aunque la voz autorizada sería la de mi hermana María, estudiosa de la Genealogía desde hace mucho tiempo, conocedora de detalles de nuestros antepasados, que probablemente ni ellos mismos sabían.
Desde que llegué a este mundo supe que la familia de mi madre había sido muy acomodada. Se dedicaban al negocio de la harina, fundado por mi bisabuelo y habían vivido en muy buena situación económica. Al fin y al cabo, todo el mundo necesita la harina.
Toda mi vida hemos tenido que comprar pan, harina, pasta... por lo que es fácil deducir que el negocio no llegamos a herederarlo los bisnietos. Lo que nos quedó es una gran clase. Tal vez por eso, fascinada precisamente por la clase, mi madre se hizo profesora de Inglés.
Esta parte materna es la que me ha aportado el glamour que desbordo por todos lados. ¿Quiere un poco de glamour, que me sobra? Pero ni pizca de comparación con el que tenía mi abuela Isabel, que en otro país hubiese sido una diva del cine con esos preciosos ojos verdes que tenía. Ella simplemente fue el primer Casi de mi familia. Fue casi diva de la ópera. Con todo esto, no es de extrañar que desde pequeño me propusiera recuperar el esplendor perdido. De hecho, en la casa en la que vivo, en mi mismo rellano (la palabra rellano no debería existir en la vida de un caballero), tal y como reza su buzón, viven una tal Margó y su compañera de piso Rosmeri. Visto el resultado, es obvio que no lo conseguí. Quien más cerca ha estado de ser un magnate del negocio harinero es un primo mío que es representante de futbolistas, pero no me consta que haya igualado al bisabuelo Pelegrín.
La familia de mi padre tiene una gran tradición marina, encabezada por mi abuelo José Amaro, que fue práctico del puerto de la Palma. Este fuerte arraigo profesional con la mar, caló hondo en mi padre, que estudió Perito industrial y acabó trabajando en la compañía Telefónica. Me prometió un día que cuando fuese mayor me explicaría exactamente en qué consistía su trabajo en aquella oficina, pero el caso es que ya hace años que se jubiló y sigo sin saberlo.
Tanto de uno como de otro, a pesar de ser tan distintos, he aprendido la importancia que tiene la familia. De sus consejos y sobretodo de sus errores y tropiezos he sacado las mejores enseñanzas de mi vida. No se los he dicho nunca, pero me siento muy orgulloso de ser hijo de ellos y que cada uno a su manera, sean los abuelos de mis hijos.
De los tuyos heredas no sólo el apellido, te llevas también contigo, en tu mochila, cosas que ni sospechabas que tenías dentro. En nuestro caso, una serie de dichos familiares que me propongo continuar transmitiendo a la siguiente generación, como son:
- La cama la llaman Rosa y el que la duerme la goza. Se les dice a los niños y les recuerda que ya es hora de irse a acostar. Nos la decía mi abuela Chucha, por lo que al recordar mi infancia en su casa de La Palma, he querido citarla la primera.
- La cuchara que coges, con esa comes. Que vendría a querer decir más o menos, que cada uno tiene lo que busca. Una especie de "Quien siembra vientos, recoge tempestades" o "De aquellos polvos vienen estos lodos", versión genuinamente Carrillo.
- En cada casa hay un retrete. Clásico entre los clásicos de los Carrillo, que refleja de una manera escatológica la presencia de una oveja negra en cada familia.
Pero si hay algo que nos define es ese famoso silbido, combinación de un tono largo, seguido de dos cortos, que reconocería en cualquier parte del mundo y que me ha acompañado toda mi vida. Toda una existencia con la convicción de que era un invento de mi padre, o de su hermano Nane, o incluso de alguno de sus amigos de pandilla. Treinta y tantos años sumido en un engaño, hasta que fortuitamente llegó el fatídico día en que descubrí la verdad...

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