viernes, 24 de febrero de 2012

El parque del barrio


Hace unos días que no hago otra cosa que pensar en ti.
Hasta hace poco no sabía ni que existías, pero mira por dónde, resulta que te has convertido en una celebridad en el barrio. Y por tan poco. Sólo ha hecho falta que se juntaran dos circunstancias: tu adicción a las drogas y que un niño se pinchara con una de esas de tus jeringas, unas que habías dejado abandonadas en aquel parque.
No me entiendas mal. No creas que te quiero hacer culpable de nada. Al fin y al cabo, al niño finalmente no le ha pasado nada. Tú eres una persona muy limpia y sana y seguro que no tienes ninguna enfermedad contagiosa. Sólo ha sido un susto para sus padres y la alarma que se ha creado en el barrio. Ya sabemos que la gente es muy exagerada.
No creas que quiero hacerte culpable de esto que ha sucedido. Ni muchísimo menos. Tengo bien claro que el único responsable es ese niño, por ponerse a tocar cosas de extraños, aunque estén cerca de la zona de juegos infantil. O mejor dicho, sus padres. Ellos sí que son los causantes de este injusto revuelo, por no haberle enseñado que las cosas del suelo y que no son suyas, no se cogen y además, por llevarlo a los columpios al salir del colegio. Ellos y no tú, son los que tienen la culpa de todo. Cuando se acaban las clases, se va a casa a estudiar. ¡Qué es eso de ir a jugar al parque...! Así pasa lo que pasa...

Por eso te escribo todo esto. Porque no hay derecho a que se te demonice por algo que en ningún caso es responsabilidad tuya. Al fin y al cabo, no eres más que un enfermo que necesita su dosis de heroína para ir tirando y ser una pieza fundamental en el entramado económico, laboral y social de esta ciudad. ¡Qué injusta es esta gente! ¡Qué sabrán ellos de problemas y enfermedades! Que levante la mano el que nunca se ha dejado olvidada una jeringa con su aguja puesta en cualquier sitio...
Yo sí que te comprendo, que seguro que tienes la cabeza ocupada con asuntos muy importantes y decisiones tan trascendentales y urgentes, que esas jeringas las dejaste en aquel parque, justo donde juegan los niños, producto de un descuido.
No te preocupes por nada, que después de la tormenta siempre viene la calma y no pasará mucho tiempo en el que las cosas vuelvan a su sitio y todos aquéllos que se preguntan quién puedes ser, se olvidarán de lo sucedido y de paso de ti. Pronto, antes de que te des cuenta, volverás a ser ese engendro egoísta, que no le importa a nadie. No temas, nada cambiará. Seguirás siendo ese malnacido, un desgraciado que arrastra sus adicciones y sus miserias, por los parques infantiles donde juegan los niños.


miércoles, 1 de febrero de 2012

Rugby












Cada uno tiene su San Benito. Hasta la ciudad de La Laguna tiene uno. El mío, hasta el día de ayer, era ser el hombre de los mil propósitos
Anoche, cuando llegué a casa, ya era el de los 999.
Desde hace tiempo había dicho que quería volver a jugar al rugby. Y claro, por tanto decirlo y no ir nunca, no se lo creía nadie. Hasta que uno de mis tantos propósitos se convirtió en realidad.

Hace muchos, muchos años que no tocaba un balón de rugby y como el típico padre frustrado que vuelca dichas insatisfacciones personales en su hijo, a pesar de tener sólo tres años y medio, este invierno había apuntado a mi hijo Guille en la escuela de rugby.
Tras ese primer día en que decides si te marchas o te quedas para siempre, con cierto temor le pregunté: Guille, ¿te ha gustado?
Me dijo que sí y añadió: ¿sabes una cosa, papi? El balón es como un melón.

No sé si continuará mucho más, lo dejará, o en cambio, poco a poco se irá impregnando del espíritu de equipo que inunda todo este deporte, y que se queda dentro de ti para siempre. 
Cada sábado por la mañana que lo llevaba hasta el campo de entrenamiento, sentía una gran envidia por ser él y tenía la tentación de agarrar de nuevo aquel melón y correr por el campo.
Así que como uno de los mil propósitos, prometí a Guille que yo también me apuntaría al rugby.
Y tachando un elemento más de mi lista particular de cosas por hacer, el otro día cogí mi camiseta de rugby, los pantalones, las medias y las botas, que llevaban esperando tiempos inmemoriales, como el arpa de Bécquer, dormidos en un ángulo oscuro, aguardando el día que decidiera volver.

Ha pasado mucho tiempo, pero tras dar varias carreras por el campo y hacer el calentamiento, en cuanto llegó el balón a mis manos, alargué instintivamente mis brazos y lo atrapé. El contacto con él y las sensaciones de correr aferrándolo a un costado, cerraron la brecha del tiempo que había transcurrido desde la última vez.

Ahora soy bastante mayor que aquel estudiante de Medicina que decidió apuntarse al equipo de la facultad, pero no por eso he olvidado los sentimientos que me recorrían por dentro, cuando jugué mi primer partido.
Allí estaba yo, con apenas unas semanas de aprendizaje, viendo frente a frente a aquellas enormes mulas que me podían destrozar. El enemigo era enorme. El del otro equipo que tenía enfrente me sacaba más de una cabeza por arriba y dos hombros por los lados.
Tragué saliva y pensé: ¿Quién me mandaría a hacer este deporte? Con lo tranquilo que es el tenis...
Mi compañero de equipo, testigo de mis pensamientos, me dijo:
- Son grandes, ¿verdad?
- - respondí con la cabeza ligeramente.
- Mejor - replicó él - así harán más ruido cuando caigan al suelo...

No pude por menos que sonreir. Y no volví a pasar más miedo nunca más.
Bueno, no es verdad del todo. Entonces y ahora, cuando llevo el melón en las manos y voy corriendo hacia la línea de marca y veo esos gordos inmensos que vienen a por mí, aprieto el ritmo, y pienso que para placarme van a tener que esforzarse mucho, porque yo corriendo, con miedo, no me atrapa nadie...

Y tras esta vuelta atrás, lleno de agujetas y un poco magullado, recibo la reparadora ducha de agua caliente sobre mi cuerpo.
Igual que sucedía entonces, mientras el calor me reconforta, cierro los ojos y sonrío feliz.
Ahora, en cambio, tras jugar al rugby, pienso en Guille. Estoy deseando que se haga mayor y poder acudir al campo a verlo jugar, pero sobre todo lo que sueño es con poder ser testigo de que es feliz y de que cuando juega al rugby, siente lo mismo que su padre.