martes, 22 de noviembre de 2016

Me dicen



















Me dicen que hace tiempo que no escribo nada.
Me dicen que es una pena, porque todo el mundo esperaba con ansia esas líneas, que como éstas de ahora, llenaban mis vacíos espacios en blanco con frases e ideas ocurrentes.
Me dicen que como muchas otras cosas, me llevo por irrefrenables impulsos, por pasiones efímeras, que como los Nexus 6, brillan con gran intensidad pero durante poco tiempo.
Me dicen que qué ha sido de aquellas historias que contaba, explicando lo que pasaba en mi vida, de mis días de vuelo, de mis pacientes, de mis niños, del amor de mi vida...
Me dicen que parece que me he ido, pero de verdad que no me he marchado nunca. Aquí he estado, viendo cómo la vida pasa, cómo mi pelo se vuelve más gris y esos niños que vi nacer, cada vez van brotando más, separándose y alejándose más y más del suelo.
Me dicen que tú también te vas haciendo mayor y que cada vez estás más guapa. Si lo dicen, será verdad. Me muero de ganas de verte y poder comprobar yo mismo, que eso que me dicen, es cierto.

lunes, 21 de noviembre de 2016

Tres Mundos



















Desde hace muchos años, el gran Escher ha ejercido un gran efecto hipnótico en mí. Aunque no soy nada original, lo sé. Sus obras son muy conocidas y han mantenido absortos a muchos ojos y mentes curiosas durante décadas.
Escher es un gran tramposo. Mucho de su éxito y posterior inmortalidad de su obra es debido a que logra confundir tus ojos cada vez que te asomas a él. Escher, además, es un mago genial con el que a pesar de saberte engañado, siempre disfrutas con que te haga el truco una y otra vez.
Hoy he vuelto a encontrarme con Maurits Cornelis Escher, pero esta vez casi de casualidad, cuando iba buscando en la web una imagen que ilustrase este post. Mi búsqueda se basaba en el título de este post, cuando sorpresivamente surgió ese Tres Mundos de Escher. Aunque tenga una idea de lo que voy a escribir, siempre actúo de la misma manera. Busco la imagen, la pego y bajo ella, comienzo a escribir. Nunca imagino sin una imagen, ni escribo ningún escrito sin tener una ilustración que me inspire. Y como decía, buscando, apareció los Tres Mundos de Escher, me cautivó, me dejé engañar de nuevo y su cuadro me pareció que encajaba muy bien en la historia que quería contar hoy.

Vivimos en un mundo, en el primero, o al menos creemos que lo hacemos, y que no hay ningún otro en donde estamos, pero en realidad existen muchos otros mundos más, coexistiendo con el nuestro. Y no siempre los demás mundos son necesariamente mejores que el que conocemos, ni tenemos que desplazarnos muchos kilómetros para encontrarnos con ellos. De eso sé mucho gracias a mi trabajo. Hay gente que vive muy bien, gente que sobrevive y otros que al verlos no sabes siquiera cómo es posible que vivan.

Cada vez que entras de guardia es una auténtica lotería. O como diría aquel gran filósofo del siglo XX llamado Forrest Gump: "(...)Es como una caja de bombones. Nunca sabes lo que te va a tocar..."  Y como suele ser habitual, depende en gran medida de los compañeros temerosos de la Central, que son los que harán que tu guardia se convierta en un trayecto de placer o en un infierno de cansancio, sueño y destrozo mental, que acabas arrastrando varios días.

Hoy estoy de nuevo guardia y esto me hace recordar lo que me sucedió hace unos meses, tal día como hoy. Aquel día la tranquilidad de una jornada sin sobresaltos se vio interrumpida a esas horas en las que el cuerpo te pide descansar y dormir un poco: de madrugada.
Me enviaban para que trasladase a un paciente de 13 años, de nombre y apellidos impronunciables, que tenía una pericarditis aguda. Estaba en un pequeño hospital y había que trasladarlo a otro mayor y por lógica, más preparado. Hasta ahí bien. Sin embargo, tengo que apuntar que una pericarditis no necesita un hospital de primer orden, porque el tratamiento de la pericarditis es a base de antiinflamatorios tipo aspirina y reposo. Nada más. Por tanto, ese traslado urgente con esos medios, como es una UCI móvil, a esa hora, no tenía a mi modo de ver ningún sentido urgente.
Infructuosamente intenté hacerle ver a nuestra central de coordinación todo esto, pero fue imposible. Y a pesar de mis explicaciones médicas, casi siempre el temor o el por si acaso, se impone al razonamiento lógico o científico. Tenía difícil el convencerlos con mis argumentos, y tal y como suelen acabar estas cosas, su criterio jerárquico se impuso al mío y me vi obligado a aceptar lo que ordena el que siempre tiene la última palabra. 

El consuelo del que en estas discusiones siempre tiene las de perder, es que al menos, pensé, sería un traslado fácil, que no traería ninguna complicación. Así que mi particular acto de rebeldía fue coger mi Ipad y llevármelo conmigo, para a falta de ejercer como médico de emergencias, entretener mi viaje con algún tipo de lectura. Si se iba a tratar de un viaje de acompañamiento, no de una asistencia a un paciente crítico, al menos aprovecharía el tiempo para leer algún libro. Así que para allá que nos fuimos, muy a mi pesar, a hacer 45 Km de ida y otros tantos de vuelta, a las dos de la mañana.

Llegamos a nuestro hospital de origen. Tras las habituales presentaciones, nos encontramos con la típica acogida feliz del personal. No es para menos. Gracias a la diligencia del sistema de emergencias, se han librado de un paciente al que hubieran tenido que estar atendiendo durante toda la noche. Ya no queda margen de acción. Por desgracia, por el paso de los años, parece que nos hemos convertido en meros transportistas y nuestra opinión acerca de la conveniencia del traslado o no de nuestros pacientes, ha quedado enterrada en la noche de los tiempos y oculta en la oscuridad de la gruta de los absurdos protocolos.

Así que cuando estás en esa situación, lo mejor es no discutir, no intentar hacer razonar a nadie y no perder más el tiempo. El tiempo corre en nuestra contra. Cuanto antes acabes, antes podrás irte a la cama. Lo importante es mañana. Poder estar fresco y no estar dando cabezadas por todas partes. Así de sencillo.
Entramos en el cubículo de urgencias y allí estaba nuestro paciente. Era nuestro niño de 13 años, de piel de un color ébano intenso, que nos miraba con ojos bien abiertos, probablemente asustado por ver lo que se había organizado por culpa suya.
Mi enfado nunca lo traslado a mis pacientes. Al fin y al cabo ellos no tiene la culpa de nada. Les trato con cariño, con respeto y procuro darles lo mejor de mí. Al fin y al cabo suelen ser unos privilegiados. Tienen una UCI móvil cuando con una ambulancia normal hubiera sido hasta un exceso.

Le explico a la familia de nuestro pequeño paciente que vamos a Barcelona y cómo llegar a nuestro destino. Que no nos sigan, que nosotros podemos saltarnos semáforos, pero ellos no, etc, etc. 
Mi pequeño paciente se despide de todos aquellos familiares, y tras los besos, empujamos nuestra camilla y nos vamos camino a Barcelona.

Voy hablando con él y noto en su voz temblorosa un niño con miedo, que no sabe a dónde vamos y qué va a ser de él.
-No me va a pasar nada, ¿verdad?- me pregunta.
-No, vamos a Barcelona a hacerte unas pruebas que aquí en este hospital no se pueden hacer- le miento, sobretodo por no tener que explicarle que a veces la Sanidad es un continuo balones fuera donde nadie se atreve a decidir y espera que sean otros quienes lo hagan.

Veo que con esto no le doy ninguna tranquilidad. Él me mira con sus profundos ojos oscuros y sigue transmitiéndome miedo por lo desconocido.
De repente me acuerdo de mi Ipad, de mi hijo Guille y de cuánto le gusta pasar sus dedos por la pantalla y le pregunto:

-¿Quieres jugar un poco?
Él se queda sorprendido. Le doy al botoncito y su iluminación le hace abrir aún más sus ojos y además su boca.
-Mira, te voy a poner un juego que le me encanta a mi hijo.
Él coge el Ipad y enseguida se hace con el juego. Su cara cambia y sonríe. 
-Gracias- me dice, y me hace sentir que he acertado y que tendrá un viaje tranquilo y distraído. 

En seguida pilla el truco del juego, va haciendo una y otra partida y aquel rostro de preocupación ha desaparecido por completo.

Casi estábamos en Barcelona, cuando se dirigió de nuevo a mí:
-Señor, ¿le importa que le devuelva su Ipad?
-No, ¿por qué?
-Me duelen un poco los brazos. Estoy cansado. Muchas gracias.
-No te preocupes. Tienes razón. Después de un rato pesa un poco y estás un poco débil.
Le retiré el Ipad y pocos minutos después, estaríamos llegando a nuestro destino.
Entramos en el hospital sin ninguna incidencia.
Al cabo de un rato volvíamos a nuestra base.
Estábamos callados. Casi siempre así a esa hora. Nos puede el cansancio y estamos deseando poder llegar a la base y descansar algo, que la guardia acabe cuanto antes y marcharnos de una vez a casa.
Yo aprovecho ese viaje de vuelta para pensar.

Tenemos la suerte de tener una Medicina de primer orden mundial. Somos unos privilegiados sin saberlo. Esto nos distingue de muchos otros países como los de este pobrecito niño africano que me tocó trasladar aquella noche. Nuestra Sanidad es mejor, pero la base, el sustrato a quien tratamos es exactamente la misma.
Los pacientes, sus enfermedades, sus sufrimientos, sus miedos, son absolutamente universales. Los niños son niños y son exactamente iguales en todas partes, vengan de donde vengan, da igual su raza, su país o el caprichoso destino, que les ha hecho vivir en cualquiera de los Tres Mundos.