martes, 12 de marzo de 2013

Marcos

 
Llegamos desde el cielo como siempre. Aquella vez a un pequeño pueblo del Maresme. Teníamos la esperanza de no llegar. Pero no me entiendas mal. Es que a los que nos dedicamos a las Emergencias, no nos gustan los niños y los bebés, mucho menos.
 
En aquel ambulatorio ya te conocían bastante bien. Eres uno más de la familia. Por desgracia y por tus dolencias que te has traído hasta este mundo, es rara la semana que no les visitas. Hoy te has puesto un poco peor. Por eso se han alarmado y nos han llamado.
 
Tu médico me va contando cómo te encuentras y el atenderla me hace perder mi atención en ti. El enfermero, en cambio, te ha visto, se ha dado cuenta de todo y por eso pregunta:
- Es Down, ¿verdad?
Contestaron todos afirmativamente con gran rapidez y cuando te miro, no me cuesta nada reconocer tus rasgos,  que se aprecian a pesar de tus escasos ocho meses.
Me dicen que ya no lloras con los pinchazos y que eres todo un valiente y sabiendo esto, continuamos con el tratamiento que ya había comenzado.
Parece que la cosa no es tan grave como pintaba en un principio, pero aún así, optamos por llevarte en helicóptero hacia ese gran hospital de Barcelona que tanto conoces.
 
Te cojo en brazos y te deposito con sumo cuidado en nuestra camilla. Tus labios ya están sonrosados y la tos, esa tos que siempre ha estado contigo, parecía remitir un poco.
Tu madre se despide de ti. Te da muchos besos y se marcha pronto, seguro que para que no la veas llorar.
Nos vamos de allí rápidamente. Me voy colocando en mi asiento y voy leyendo tu historia en los informes médicos. De cómo burlaste triples screenings y ecografías y apareciste de sorpresa, con tu enfermedad, en el momento del parto.
 
Nos acomodamos. Nos atamos el cinturón y antes de que el ruido dentro de la máquina se haga ensordecedor, te digo:
- Marcos, ¿alguna vez has volado en helicóptero?
 
No me contestas, pero en cambio me miras fijamente, mientras te acaricio la cabecita con delicadeza.
Acerco mi dedo índice a tu manita y rápidamente me lo agarras con fuerza.
Mientras, con mi pulgar, voy rozando la piel de tu mano y puedo sentir su suavidad. La suavidad de la piel de un bebé.
Tú no me sueltas en todo el viaje. Siento como si tú fueses quien me acompañase todo el camino, como si me ayudases a cruzar la calle.
 
No paras de mirarme con esos ojos rasgados. Continúo acariciándote y eso te hace entreabrir los párpados. No lo puedo asegurar, pero a través del plástico de la mascarilla de oxígeno que cubre casi toda tu cara, me ha parecido ver que sonreías...