jueves, 23 de abril de 2020

Memories of Green



















Hoy es un día importante.
Hoy además es el día del libro y prometo que no lo he hecho coincidir. Pura casualidad. Escribo cuando puedo y cuando me apetece. Por este orden. Por eso he tardado mucho más de lo que a bien seguro se merece el resultado. Pero no es cuestión de criticar a un nuevo hijo literario. No me debería tocar a mí juzgarlo. Hoy, después de casi cuatro años, ha sido el día en el que he terminado Memories of Green, mi último libro.

Es un día especial, alegre y triste al mismo tiempo.
Escribir las tres letras de FIN es el telón a un esfuerzo de mucho tiempo, de soñar despierto y de dormir cada noche con mis personajes, sus problemas, sus miedos, sus aventuras, cuyo destino solo está en mí, en mi cabeza, en la imaginación. Pero también es el momento del adiós del autor, la triste despedida de unas criaturas que formaban parte de ti y que ahora de forma generosa, das a los demás, a sabiendas de que no volverán nunca más. Sus vidas, sus ambientes y escenarios que una vez imaginé, ya no serán de nuevo como los había concebido. A partir de ahora pertenecerán a cada uno que se atreva adentrarse en la historia. Entonces revivirán todo en su cabeza y se producirá una maravillosa e inevitable transformación, volviéndose todo de manera diferente a como yo lo imaginé.

Quien se atreva a leerlo, vivirá en su imaginación la llegada de los seres de Nueva Generación, que en un gran avance de la Tecnología, ya poseen la capacidad de tener sentimientos. Al ir pasando los capítulos, seguro se preguntará entonces por qué son distintos de los humanos, si tienen sentimientos como nosotros  Se planteará si  tenemos derecho a emplearlos para las tareas peligrosas que no queremos para nosotros. ¿Debemos por tanto limitar sus sentimientos? ¿Podemos enamorarnos de ellos? ¿Pueden llegar a odiarnos? ¿A querernos? ¿A tenernos envidia? ¿A querer matarnos?
Descubrirá que son seres inteligentes, que no dejan rastros de ADN, ni tienen huellas dactilares, o cometen errores. Llegará a la conclusión de que esto les convierte en potenciales criminales perfectos. ¿Debemos por eso tenerles miedo, precisamente porque ahora nuestros robots son más humanos?

Al pasar las páginas de Memories of Green descubrirá un mundo sin esperanza, donde ha surgido una nueva raza de seres mejores que nosotros y pensará, al igual que lo hice yo, que si hubieran llegado antes, a lo mejor los bosques no habrían desaparecido y el verde no estaría solo en nuestros recuerdos.

lunes, 6 de abril de 2020

El valor de un abrazo












Aquí estoy, sentado en mi ordenador, empezando una guardia más en la ambulancia. De la misma manera que lo hice cientos y miles de veces desde hace tanto y tanto tiempo. Parece que el tiempo no ha pasado, ahora que he vuelto. La ambulancia es la misma, sus colores, los uniformes, el material, pero muchas cosas ya no son como las dejé hace dos años.

Ahí fuera tenemos un enemigo que espera atacarnos. Nos tiene desconcertados. Es muy peligroso, porque se oculta para sorprendernos. Pero es astuto. Quiere hacernos pensar que está escondido, pero a lo mejor resulta que en realidad está presente, acechando por todas partes. 
Son momentos difíciles y por eso todo el mundo sabe lo complicado que es esta guerra. Quizás por eso ahora nos tratan como héroes. Por hacer las mismas cosas que siempre hemos hecho. Nos aplauden cada día a las ocho de la tarde, nos felicitan a todas horas por la calle y nos desean lo mejor.
Soy un privilegiado por estar viviendo estos tiempos de crisis. Me hace sentirme muy orgulloso de mi profesión, me emocionan esos gestos, aunque no creo que ahora nos lo merezcamos más que antes.

Todo es felicidad, pero no lo es.
Nos quitamos el traje de superhéroe y volvemos a ser el tímido Clark Kent, oculto tras sus gafas de pasta negra. Sin uniforme somos ciudadanos normales. Hacemos lo mismo que ellos. Vivimos recluidos. Aislados por dentro y por fuera.

Tengo un amigo que siempre rebosa optimismo. Es el autor de las frases improvisadas más bonitas y reconfortantes. Este amigo está en otra nave espacial como la mía, separado del resto. En otra isla, a la que hace semanas que no van barcos. Es uno de esos amigos, de los pocos, que está cuando no lo llamas, porque siempre sabe cuándo es el momento en el que le necesitas. 
Es alguien a quien quieres, hasta cuando tiene momentos insoportables, porque es auténtico y no hay nada más valioso que ser así. Único. 
Tengo un amigo que ama los abrazos. Los abrazos que ahora no tiene y que tanto le gusta dar.

Bajo esta reclusión no puedo más que acordarme de ellos y echarlos de menos.
Como la gente que nos aplaude, ahora que no están sus abrazos y no puedo notar la presión de su pecho, es cuando me doy cuenta de lo importante que eran y de todas las veces que no les di el valor que realmente tenían.

Vendrán otra vez los buenos tiempos, los encuentros con la familia, los amigos, las tertulias, los partidos de pádel, las cañas en una terraza a la luz del radiante sol y las cenas improvisadas bajo la luz de la luna. Todo volverá a la normalidad, como si nada hubiera pasado, pero muchas cosas ya no serán iguales.

Ahora que se ve la luz, somos conscientes que hemos estado a punto de perderlo todo. Podemos decir que hemos salido ganando, porque sabemos el valor de las cosas. Porque gracias a todo esto, ya no somos los mismos. 
En cuanto se pueda, saldremos del cautiverio y nos encontraremos. Recuperaremos el tiempo perdido, todos aquellos buenos momentos que nos ha robado ese virus.
Nos abrazaremos de nuevo con fuerza, sintiendo nuestra amistad y celebraremos que somos más fuertes que antes y que nadie, ni nada, puede con nosotros.



domingo, 22 de marzo de 2020

El astronauta














Cuando era pequeño y me preguntaban qué quería ser de mayor, muchas veces decía que quería ser médico, cuando en realidad quería ser astronauta y otras veces decía que astronauta, cuando lo que de verdad quería era ayudar a los demás y librarles de enfermedades y sufrimiento. 
Ahora que soy un poco mayor cuando ya nadie me lo pregunta, tengo la gran suerte de poder ejercitar ambas disciplinas, con lo que unos años más tarde, sin esperarlo, he conseguido cerrar el círculo.

Hace nueve días que empezó esta misión. Aquí estoy recluido en la Estación Espacial. No es muy grande, pero tiene todo lo que necesita una tripulación como la nuestra para sobrevivir, protegidos del peligroso mundo exterior.
Ser astronauta no es nada fácil. Esto de estar encerrado entre ocho paredes puede llegar a ser muy duro. Por suerte, nuestro Centro de Control de Misión nos ha establecido una serie de rutinas que hacen que nos sintamos como si estuviésemos en la Tierra, disfrutando de  nuestra vida normal. La tripulación actual que ocupa la Estación, la componemos cinco astronautas, todos parecidos, pero todos distintos. Lou es la comandante de la misión, que nos va marcando el ritmo y asignando los quehaceres diarios. Ella se encarga con mano férrea de repartirnos las tareas, que vamos alternando cada día para que no sea tan monótono y así mantener alto el ánimo de la tropa. Los otros astronautas, Guille, Marta, Clara y yo, obedecemos sin rechistar sus indicaciones. Hay quien lo lleva mejor, como Marta y yo y otros no tanto. Creo que Guille es a quien más difícil se le hace, pero aunque a veces pueda parecer un poco indisciplinado, en el fondo es un buen astronauta, consciente de la importante misión que estamos llevando a cabo y del valor que tiene todo lo que estamos haciendo aquí. Marta aprovecha su tiempo para estudiarse todos los manuales de funcionamiento de la Estación. Acabará sabiendo más que los propios ingenieros que la construyeron. Clara alivia su tensión haciendo gimnasia y colgándose de cualquier barra para hacer flexiones. Espero que no acabe fisurando la nave. No tenemos muchos repuestos.

Pero no todo es reclusión permanente en una Estación. Aunque Lou pasa la mayoría del tiempo aquí, se suele vestir el traje EVA para hacer algún paseo espacial y de esta manera asegurar el correcto ensamblaje de los transbordadores que nos traen víveres y combustible de forma periódica. Sus salidas son cortas, porque es a mí a quien le toca hacer los paseos espaciales más arriesgados y prolongados, sometiéndome al peligro de una posible catástrofe si un día el traje se descose y pierde su protección.

Lo singular de esta misión es que no nos han dicho con claridad lo que va a durar. Eso nos pone un poco nerviosos, pero para eso nos han entrenado. Para ser capaces de estar aquí todo lo que sea necesario. Los otros cuatro tienen la gran ventaja de que han sido scouts. Somos un gran equipo.

Un buen astronauta tiene la cabeza ocupada y nunca piensa que esto es un encierro. Al contrario, lo considera una gran oportunidad para darle el valor real a las cosas que nos esperan cuando entremos de nuevo en la atmósfera y toquemos tierra.

Entre aspiradora, lavadora, paño, comida, Pilates, ejercicios físicos, lectura y sesiones de Stranger Things, siempre hay un momento de descanso para la tripulación de la Estación. Es el momento en el que nos asomamos a la ventana y observamos a nuestro querido planeta Tierra. Ahí están, como parte de nuestros recuerdos todas las cosas que ahora echamos tanto de menos: un encuentro con los amigos, unas bravas sentados en una terraza, la brisa del mar en un chiringuito, jugar al pádel, sentir la espuma salada lamiéndonos los tobillos,  poder tocar a nuestros padres, a nuestros hermanos, nuestros sobrinos. Correr hasta extenuarnos por la Diagonal, durante kilómetros y kilómetros, ir a ver a las niñas jugar al baloncesto y chillar como energúmenos para que tiren a canasta, o portarnos como caballeros, aplaudiendo al contrario en los partidos de rugby... Dar una mano, abrazarnos, acariciarnos, en definitiva, querernos sin desconfiar de nadie. Todas esas cosas que antes eran deliciosamente cotidianas, pero que aquí, en una órbita a 400 Km de distancia, se han vuelto extraordinarias y difícil de creer que pronto puedan volver a ser una realidad.

Soy médico y soy astronauta, pero por encima de todo soy una persona afortunada. Como tantos y tantos astronautas como yo, que ahora tienen la oportunidad de poder ver el valor real de las cosas. 

Dicen que los astronautas cuando vuelven a la Tierra sufren muchos cambios en su cuerpo, que son incluso más altos. A nosotros nos sucederá igual. Cuando llegue el día en el que podamos abandonar la Estación, hacer la reentrada en la atmósfera y aterricemos suavemente en la Tierra, ya no seremos los mismos que antes de encerrarnos en la Estación Espacial Internacional. Seremos otras personas, mucho mejores, más generosos, cariñosos y felices, orgullosos de haber superado esta época difícil, disfrutando y valorando como nunca lo habíamos hecho, de la preciosa e increíble vida que nos ha tocado vivir.

viernes, 17 de enero de 2020

Mi otra familia















Tengo delante de mí una cerveza de una marca desconocida. Una cerveza del país. De aquí.
Yo soy el de fuera.
Como lo era hace tantos años, con un sentimiento de ¿Por qué mis padres me han hecho esto? y que se transformó en ¡Qué suerte tengo porque mis padres me hayan mandado aquí!

Al fin y al cabo, la adolescencia no es más que una contradicción de un montón de cosas. Eres hombre, pero quieres ser niño, pero ers un niño que quiere hacerse un hombre pronto. Odias, amas, te quejas, te alegras, crees que te lo mereces todo, pero el mundo no vale la pena porque es injusto.

Mi primer gran viaje, al que no me preguntaron siquiera si quería ir, pero que se volvería inolvidable. Aquel verano de 1984 salí por vez primera de mis islas a pasar cuatro semanas con una familia inglesa completamente desconocida. La verdad es que el plan no pintaba demasiado apetecible, teniendo en cuenta que tenía trece años y que mis conocimientos de inglés no eran muy amplios como para tener conversaciones muy profundas y extensas.

Mis miedos desaparecieron desde la primera noche. Sentí que me trataban y me cuidaban como uno más de la familia. Tanto fue así, que sin duda repetiría el verano siguiente sin dudarlo. Unas cuantas felicitaciones de Navidad y todo quedo allí.

Hace años que perdimos el contacto, pero siempre siguieron en ese lugar tan especial del cerebro donde se guardan los recuerdos más bonitos.
Sin duda, me he vuelto mayor y con todo seguridad, nostálgico. Un buen día inicié la búsqueda, esperando que todos estuvieran bien y sin saber muy bien qué iba a hacer continuación.
Solo encontré a la niña de la foto, a Laura, que ahora tiene alrededor de cuarenta años.

Ella fue la que me puso en contacto con Pam, su madre, que tan bien se portó conmigo a quien mucho le debo haber aprendido su idioma y haber aprendido a amar su país.
Mañana lo completaremos y cerraremos ese círculo que lleva abierto demasiado tiempo.
Ahora ya no soy yo, es mi hija Marta la que tiene trece años, como tenía aquel niño que lloró la primera noche que se vio solo en un país desconocido y que no dejó de sonreír el resto del tiempo que estuvo con aquella familia maravillosa.

Mañana me levanto, hago la salida del hotel y tomo un tren que me llevará a mi querido pueblo de Ware, bañado por el río Lea, lleno de preciosas barquichuelas y rodeado de prados verdes.
Llevo soñando mucho tiempo con volverlos a ver. Tocar su puerta y ver sus caras de nuevo.
Seguro que como yo, se alegran de que su hijo haya vuelto.