miércoles, 26 de mayo de 2010

El juego del despiste

Llevo varios días sin escribir. Mi anodina vida no me ha aportado nada que sea digno de mención. Probablemente esté pasando por una de esas crisis de inspiración que tanto temen los escritores. Picasso, famoso pintor malagueño del s.XX, decía que "la inspiración existe, pero tiene que encontrarte trabajando". Y haciendo caso a ese desconocido artista, me he puesto manos a la obra, a ver si se me ilumina el espíritu.
Ya he dicho en otras ocasiones, que fagocitaría anécdotas de otros cuando me viese obligado a escribir y creo que ese comodín, después de esta sequía tan intensa que me alimenta, ya le toca el turno de ser arrojado sobre el tapiz.
He pensado que no hay nada más socorrido y recurrente, que hablar de despistes. Son simpáticos, te dan mucha cancha, tus lectores se ríen y en los comentarios agradecidos, te dicen que escribes de maravilla. ¡No se puede pedir más!
Para evitar susceptibilidades, empezaré conmigo mismo.
Desde muy niño, hasta cerca de los treinta años, fui siempre a cortarme el pelo con el mismo peluquero. Recuerdo que me asombraba ver con qué destreza manejaba aquellas tijeras y esa especie de máquina de tricotar que te recortaba el pelo del cuello. Era un auténtico artista, que te pelaba con su mano izquierda a una velocidad asombrosa en un mundo ideado para diestros. Por ese afán de superación, siempre he admirado a los zurdos. Tengo a Lou, mi hija Tiri y tres primos zurdos. Son una minoría fantástica, de una inteligencia superior a los demás, basada en la continua superación de dificultades y barreras. Lástima que Evaristo, el peluquero, no era zurdo. Un mito se derrumbó el día que descubrí que siempre lo miraba a través del espejo de la barbería.
En una ocasión mi hermana María, vio cómo se escapaba de su boca su aparato de ortodoncia y tras intentar retenerlo, primero con su lengua y luego con las manos, acabó estrellándose contra el suelo desde un séptimo piso. El aparato se le desprendió cuando desde la ventana se burlaba de los albañiles que trabajaban en el edificio de enfrente. Pero eso fue un descuido, más que un despiste.
Para despiste de verdad, el de aquel entrañable buen hombre, cuya identidad no recuerdo, que tras probarse unos pantalones en el Corte Inglés, ya camino de casa, se encontró con que las llaves del coche se le habían quedado en aquellos pantalones que ahora estaban entremezclados por la planta de caballeros. Aquel día el Corte Inglés cerró más tarde, pues tuvieron que registrar cada uno de los pantalones de esa sección, para recuperar las llaves de su coche. Ese coche y su dueño, volvieron a ser protagonistas de otro despiste, cuando al llegar a un hotel rural, hizo descargar un equipaje de su automóvil, para al cabo de un rato, su mujer darse cuenta de que lo que habían sacado y llevado a la habitación, era la bolsa de las herramientas del coche.
Hace un tiempo, no por gusto, sino porque no había más billetes, tuve que comprar un pasaje de clase business para ir de Madrid a Tenerife. Llevaba ya unas horas en el aeropuerto y estaba con ganas de sentarme de una vez en mi cómodo asiento y disfrutar de una buena lectura y de las atenciones de la primera clase.
Cuando por fin llaman mi vuelo, entro apresuradamente en el avión, pongo mi equipaje de mano en el altillo y cuál es mi sorpresa, que mi asiento está ocupado por un señor con corbata, que me dice que ese lugar es suyo. Miro y remiro una y otra vez el resguardo de mi billete y leo: 3A. Ése es mi asiento.
Se lo enseño a ese hombre, que de forma ya más grosera, me dice que no piensa levantarse, que el asiento es suyo. Como soy persona poco amante de conflictos, decido esperar de pie a que entre todo el mundo y a sabiendas de tener toda la razón, decido no caer en una discusión que además creo que tengo ganada de antemano. Aprieto con fuerza mi billete y voy moviendo las piernas de forma impaciente, esperando que acabe de entrar el pasaje y que coloquen a ese imbécil encorbatado en el sitio que le corresponde.
No pasa mucho tiempo, cuando se me acerca la sobrecargo, acompañada de una azafata de tierra.
- ¿Señor Carrillo? - me pregunta.
- Sí, le contesto. - Tengo un problema con mi asiento, este señor está ocupando mi lugar...- le digo enseñando mi billete.
Pero no pude terminar mi frase.
- Disculpe, sí, tiene usted razón, ése es su asiento, pero su vuelo sale dentro de dos horas.
Cogí rápidamente mis cosas. Miré furtivamante al señor de la corbata, que estaba cubierto por un periódico, probablemente riendo de satisfacción tras él. Eso me evitó un bochorno mayor. Mientras el sonrojo se apoderaba de mí, con pasos rápidos me apresuré en abandonar el avión equivocado, esperando en vano que nadie más se hubiese dado cuenta.

1 comentarios:

Rafa Bethencourt dijo...

Yo una vez, en plena epoca del pavo, justo cuando la timidez es dueño y señor de todos tus actos y pensamientos, sufri uno de los despistes mas enbarazosos de mi vida. Haciendo caso a mi madre, despues de un largo dia en la playa haciendo de las mias con mis hermanos, y justo antes de marcharnos, me meto en el agua con la intencion de quitarme la arenilla cabrona que se queda en la entrepierna del bañador....cosa que las madres odian sobretodo cuando llegas a casa y de deshaces de ella en la esquina del baño!!!
Asi pues, una vez dentro del agua y bien tapado, hago lo que se me enseño. Fuera bañador y a sacudir y frotar para que no quede la mas minima pista de un dia de playa....pero nunca imagine que la corriente maritima, esa misma con la que disfrutas cada minuto de playa surfeando y agitandote entre las aguas, fuese a atrapar como un agujero negro mi prenda de vestir!!!
....el resto, tras casi una hora buscando el bañador entre las aguas mientras lloraba sobre mojado, incluido paseillo con marea baja hasta la maravillosa toalla, lo dejare para vuestra imaginacion!!