domingo, 20 de octubre de 2013

Olor

 
Creo que el libro que me he leído en menos tiempo, ha sido El perfume. Patrick Sürkind, su autor, me condujo por "el evanescente mundo de los olores", durante un día y medio, hasta que sin saltarme una sola línea, alcancé su inesperado final.
Es un libro que siempre recomiendo, aunque no recuerdo a nadie a quien se lo haya dicho que haya experimentado la misma grata y placentera sensación que me produjo a mí.
Desde que pasé por sus páginas, confieso que pienso en los olores de otra manera. Creo que son como mensajes de nuestro entorno que precibimos casi sin darnos cuenta. No son sólo agradables o lo contrario.
A mí me pasa y supongo que a todos también, que hay olores que nos transportan a otros lugares, a otras épocas, a otras personas. ¿Acaso no asociamos un perfume determinado con quienes los llevaron?
Mi infancia es una cabeza peinada a lo Nicholas, el niño pequeño de la serie Con ocho basta, embebida en el agua de colonia César Imperator.
Cuando pude más adelante decidir por mí mismo, cambié de estilo en la ropa y por supuesto, de perfume. Mis primeros años de universidad fueron amenizados con Boston Man y Massimo Dutti.
Ahora soy un señor maduro que se mezcla con los tonos cítricos de Aqua di Gio.
Pertenezco a esa generación que creció con los anuncios de la tele en los que salía esa chica nueva en la oficina que se llamaba Farala, o mi favorita, aquella guapísima rubia que se vestía y luego se ponía Eau Jeune. Por no hablar del clásico entre los clásicos de la pubertad olorosa: Jacq's.
Mi corazón estuvo impregnado de mujeres que llevaban perfume. Ellas fueron Poisson de DiorCarolina HerreraLou Lou de Cacharel, Ô de Lancôme, Aire de Loewe u Eau de Rochas.
 
Cerca de casa hay un bar donde solíamos desayunar al dejar a los niños en el colegio, que el olor me recuerda a la casa de mis abuelos en La Palma. Tengo ganas de llevar a alguien de mi familia allí, a ver si siente lo mismo cuando cruce el umbral.
 
Si me vendaran los ojos, me metieran en un avión y cuando abrieran la puerta una vez en tierra, creo que sería capaz de saber sólo por el olor, si habría aterrizado en Barcelona, en Madrid, en Tenerife, tanto en el aeropuerto de Los Rodeos, como en el de Tenerife Sur.
Por no hablar de la piel de Lou, cuyo aroma distinguría sin dudarlo entre miles.
 
Pero no todo tiene por qué ser olores agradables y placenteros. Precisamente, pensando en todo lo contrario, no creo que pueda haber olores tan fuertes y desagradables como la sangre. Debido a mi trabajo, en alguna ocasión me he encontrado gran cantidad de ella desparramada por el suelo. En lugares cerrados tiene una intensidad que se te queda alojada hasta en la garganta.
Siguiendo en esta línea, he oído hablar mucho de la variante olorosa conocida como "El Culo de vieja", pero que no sabría explicar exactamente a qué se refiere y cómo describirlo, aunque me puedo hacer una idea, dado el gran número de residencias de la tercera edad a las que tengo que acudir cuando estoy de guardia.
No se queda atrás el adolescente deportista y olvidadizo que se entrega en las canchas deportivas sin haberse puesto desodorante, enseñándonos el significado de la expresión "huele a Tigre", con esos aferrados matices como a cebolla de perro caliente. Nada que ver con la ausencia reiterada de aseo en el ser humano, a la que llamamos cariñosamente como "Recoche".
 
No hace muchas semanas, oí la historia que me contaba un compañero de trabajo, que es un calco a lo que una vez le sucedió a mi padre cuando yo era niño. Tanto él como mi padre, tuvieron un terrible accidente. Hicieron la compra del mes en el supermercado, cargaron todo en el maletero y cuando agarraron las bolsas para ir a casa, no advirtieron que se había escabullido de una de ellas, un paquete de mantequilla.
Nadie lo vio y allí se quedó la mantequilla, derritiéndose por el sol, rezumando grasa durante días, mezclándose íntimamente con la tapicería.
Mi compañero acabó claudicando y aunque su coche era bastante nuevo, tras llevarlo a mil túneles de lavado, acabó malvendiéndolo, para alejar de su pituitaria aquel olor nauseabundo. En nuestra casa, en cambio, el aroma de aquella mantequilla nos acompañaría muchos años de mi infancia.
 
Toda esta historia de los olores y las tapicerías de los coches, me ha venido a la memoria gracias a mi hija Clara. No lo he mencionado antes, pero creo que a nadie se le escapa otro olor incómodo como es el de los vómitos. Ayer se me mareó nuevamente en el coche y tal como ha hecho las otras ocasiones, casi cuando el trayecto estaba a punto de finalizar.
Del viaje quedó una invisible pátina sobre el respaldo de mi asiento, que deja un bouquet que a pesar de un lavado especial a mano en un túnel de limpieza, esta mañana al venir a la guardia, parece que aún quiere continuar acompañándome.
Volveré a frotar con intensidad, con alcohol, jabón de marsella o friegaplatos. Lo que haga falta. Espero no tener que acabar vendiendo el coche...
 
He hablado de olores y he evitado hacer cualquier tipo de mención a las ventosidades. En este campo, que cada uno se ubique en las distintas modalidades: trompeta, tambor, procesión de Semana Santa, o la del globo deshinchándose, entre otras...
No he querido explayarme en este tema porque he encontrado una noticia en la que por fin la Ciencia ha dado con el remedio que la Humanidad pedía a gritos desde hacía siglos:
Un laboratorio de Brasil, desarrolla un fármaco en forma de cápsulas, que neutraliza el olor de las flatulencias. Gran noticia que nos librará de más de una situación incómoda y embarazosa. Con este medicamento, tenemos salvada la mitad de los muebles. Lo siguiente será conseguir que sean completamente insonoras.

viernes, 4 de octubre de 2013

La Historia Clínica



 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
La historia clínica se podría decir que es la herramienta más útil de la que dispone el médico. Viene a ser lo que el interrogatorio para el policía, la manguera para el bombero o las cartas de navegación para el piloto.
De la conversación atenta con el paciente y saber conducir la entrevista, prácticamente tienes una orientación definitiva del mal que le pueda aquejar, sin casi haberlo explorado y sin haber pedido ninguna prueba complementaria. Por eso merece la pena sentarse junto a la cabecera de la cama de nuestros enfermitos y escuchar qué es lo que les preocupa. 
 
Ayer estuve de guardia en la ambulancia y en una de las múltiples emergencias que interrumpieron nuestro descanso, tuve la oportunidad de ir a atender a una señora bien entrada en los ochenta años, que al parecer se quejaba de dolor torácico. O al menos eso fue el motivo de la alerta.
 
La paciente, a la que podemos llamar Doña Felisa, nos esperaba en la residencia, sentada en una silla de ruedas.
Tras presentarnos, normalmente suelo empezar el interrogatorio casi de la misma manera:
- Bueno, Doña Felisa, cuénteme. ¿Qué le ha pasado?
Y a partir de ahí voy tirando del hilo.
No tardó en contestarme, con un acento prfundo del sur, difícil de entender hasta por sus mismos paisanos.
- Mire usté, dotol - me dijo - yo de sempre me encuentro mu malamente del remo.
- ¿El remo? - preguntó el enfermero, mirándome extrañado mientras iba poniéndole el manguito para tomarle la tensión y los electrodos para hacerle un electrocardiograma.
- La pierna, supongo - le contesté yo.
 
Le fui preguntando cómo era el dolor, cuándo le había empezado, en fin, lo de siempre...
Ella continuó hablando sin parar, mascullando palabras que eran difíciles de entender...
Me pareció que decía que el dolor empezaba en la pierna y le cogía para arriba, continuaba hasta el cuello y que al tragar fuerte, le molestaba más...
En medio de aquel batiburrillo, dijo algo como:
Parece que despido el dolor. ¿Alguien ha avisado a mi hija?
- ¿Qué dice? ¿Que despide olor? - me dice el enfermero.
- Creo que viene a querer decir que se le está yendo.
 
El pobre enfermero impasible, como es propio de él, aunque quizás cansado de intentar entenderla, le preguntó:
- Pero Doña Felisa, ¿De dónde es usted?
- Yo soy de Jaén, pero llevo 45 años en Cataluña. ¿Alguien ha avisado a mi hija?
 
Nos interrumpió la auxiliar de la residencia, que le aseguró que su hija ya estaba avisada y no tardaría en llegar.
Continuamos con nustras pruebas, que tal y como esperaba, salieron completamente normales. En mis manos tenía un informe médico de otros ingresos, donde aparecía un historial de varias visitas a urgencias por trastornos ansioso-depresivos.
Al cabo de muy poco tiempo llegó su hija.
- Perdone que haya tardado un poco en llegar.
- No se preocupe - le contesté.
- Mire usté, dotol - dijo la hija - es que yo tengo el fémur, la rótula y la cadera puesta.
- Es una suerte - pensé yo - venir hasta aquí sin ellos, habría sido un problema.
- Es que mi madre es mu nerviosa.
- Sí, ya me he dado cuenta. No se preocupe, todas la pruebas que le hemos hecho a Doña Felisa han salido bien.
- ¿Sabe usté una cosa, dotol? Es que el otro día se enteró que una amiga suya se puso mu malita. Mire usté. Es que mi madre es hipocardiaca.
- Eso es. Me lo ha quitado usted de la boca.
 
Y con su diagnóstico hecho y habiendo descartado que tuviese cualquier otro problema, le di el alta médica y Doña Felisa se quedó tranquila, en su residencia, acompañada por su hija.
Verlas allí me hizo recordar a una señora, que al saber que su vecino de rellano había muerto de forma inesperada, me dijo consternada, sacudiendo la cabeza:
¡No semos naiden!
 
 

domingo, 29 de septiembre de 2013

Cien años

 
Como cada año, cuando llega el día de San Miguel, el 29 de septiembre, me vuelve a suceder lo mismo. Siempre aparece algún despistado bienintencionado que me felicita por mi santo. Yo lo agradezco educadamente, aunque a estas alturas, ya no explico que aunque me llaman Mel, mi nombre es José Miguel. Ni José Manuel, ni Miguel Ángel, ni Melitón, ni Melquiades. Esto de mi nombre, es un tema clásico. Tanto, que en alguna ocasión ya he hablado del tema.
 
Siempre he oído decir que este debate acerca de mi nombre comenzó incluso antes de que yo naciera. Al parecer, tenía ya unas horas de vida y mis padres todavía no habían decidido qué nombre ponerme. Me han contado una historia, aunque a mi edad tal vez descubra que nada de esto sucedió así. Suele pasar. Ya me sucedió con el hurto del famoso silbido familiar. En cualquier caso, me la seguiré creyendo y la volveré a contar por si alguien, que no creo, aún no lo sabe.
 
Me imagino que habrían sido unos meses de debate. Podía haberme llamado David, Carlos, o vete a saber qué otro nombre... Pero llegó aquel sábado de enero en que hice mi aparición y aún no había nada decidido. Bueno, nada, no... Al parecer había un cierto consenso en que mi primer nombre sería José, en homenaje bilateral a ambos abuelos, que coincidían en eso. Ahora sólo quedaría decidir el segundo nombre. Porque en aquella época se ponían dos nombres. Esto es de gran importancia por si el recién nacido orienta su vida como actor de telenovelas. Un buen nombre artístico abre muchas puertas.
 
Después del trabajo de parto, mi madre estaba descansando en la habitación, dormida. Junto a ella y a mí, se encontraban mi padre y su suegra, es decir, mi abuela Isabel.
Pronto surgiría el tema:
- ¿Ya saben cómo se va a llamar el niño? - preguntó mi abuela.
- Creemos que José - contestó mi padre - pero aún no lo hemos decidido del todo.
- ¿Qué tal José Miguel? - añadió ella - José por sus dos abuelos y Miguel por mí, que nací el día de San Miguel.
 
A mi padre le gustó el nombre y cuando mi madre se despertó le dijo que ya sabían cómo me iba a llamar. A ella le gustó y José Miguel me quedé año y medio, hasta que mi prima Marlis decidió que era muy largo, y me rebautizó definitivamente como Mel.
 
Desde ese día, de alguna manera tengo un vínculo indirecto con ese Santo, que es mío, pero que no lo es. Y con mi abuela, cuyo recuerdo siempre aparece cuando llega su día.
Hoy, para mi asombro, he caído en la cuenta que abuela Isabel hubiera podido haber cumplido cien años. Cien años justos, que son los que van desde aquel lejano 1913.
 
Durante toda su vida fue una mujer muy bella, con esos enormes e inigualables ojos verdes, que siempre hicieron pensar que en alguna época tuvo que haber sido actriz de Hollywood. A mí me recordaba mucho a Ida Lupino, aunque menos guapa que mi abuela.
De haber nacido en otra época, podía haber sido estrella del bel-canto, pero cuando empezó a despuntar desde muy joven y Tenerife se le quedaba pequeño para desarrollar su carrera artística. Se topó con que Madrid estaba muy lejos y tuvo que renunciar a ser cantante de ópera, aunque nunca abandonó su pasión por la ópera, que disfrutaba a todas horas.
 
Tuve la suerte de poder vivir con ella muchos años y haber llegado a una edad en la que pude entender su finísimo humor, cargado de ironía, que si hubiera sido muy niño me hubiera perdido. Su inteligencia, sus ocurrencias, se han perdido para siempre y sólo quedan en nuestros recuerdos.
Por eso, mi hija Marta es Marta Isabel, como pequeño recuerdo a ella.
 
Como pasa siempre con la gente que quieres, una vez que se van, su ausencia de todos estos años me deja muchas cuestiones sin respuesta que me hubiese gustado preguntar. Me sentaría con ella para que me hablase de ese abuelo que nunca conocí, de lo duras que han sido las cosas en algún momento de su vida, de sus alegrías, de sus frustraciones, de las cosas que le hacen sentirse triste. De sus sueños. De las cosas que le dan felicidad...  
 
Cada 29 de septiembre, en ese ficticio santo mío, me acuerdo que hoy estaríamos celebrando su cumpleaños, riéndonos con ella, todos los primos juntos. Pero ahora no está por aquí. Se fue arriba, donde se canta la ópera como auténticos ángeles.
Alguien me dijo que cuando apareció por la puerta, le dieron la bienvenida cantándole el va pensiero. Seguro que le encantó.
No tengo ninguna duda que así fue, porque esa música de Verdi, es lo más parecido que puede haber a estar en el Cielo.
 
 

lunes, 3 de junio de 2013

Papá se va a trabajar













Hemos pasado un fin de semana estupendo. No está nada mal, sábado y domingo seguidos, todos juntos. Son pocos los que son así, pero cuando vienen los disfrutamos, ¿verdad?
 
Esta tarde de domingo nos hemos puesto a ver La Guerra de las Galaxias, pero como ese señor de negro te daba tanto miedo, hemos cambiado por Los Goonies, aunque a mitad de la película te has marchado a jugar con las muñecas. En cambio a Marta y Guille les ha encantado, aunque ha habido momentos que se han escandalizado cuando han oído decir esas palabras tan feas como "mierda" o "gilipuertas" a lo largo de la película. Han prometido que esas palabras no las dirán nunca y con ese compromiso, hemos continuado hasta el final.
 
Casi cuando me iba, te he dicho que me marchaba a trabajar.
Me preguntaste por qué.
- Porque tengo que ir a trabajar - no hay mucho más razonamiento en esto. Hay que ir.
Te me agarraste a mí y empezaste a llorar. Me impedías levantarme del sofá y me preguntabas una y otra vez el motivo de mi marcha. No entendías nada. Llorabas y llorabas y entre sollozos me decías que no querías que me fuese a trabajar, que me quedase contigo en casa.
 
- ¡No te vayas! ¡No te vayas! - me seguías diciendo - Quédate conmigo.
- Claro que me quiero quedar, pero me tengo que ir, Clara, tengo que trabajar. Volveré el martes, te lo prometo y entonces celebramos tu cumpleaños...
Sigues llorando, empujándome hacia el sofá. No me puedo levantar.
Intento distraerte con otras cosas, pero no hay manera.
- Explícaselo a mamá esto que me estás diciendo - Y así me soltaste y te fuiste a dar con ella, que sabiamente te distrajo y te cambió la conversación y de esta manera, parece que tu disgusto se apaciguó un poco. Me despedí de todos y por fin, ya que estabas más tranquila, me pude marchar.
 
Hace unas semanas, alguien oyó a tu hermana Marta decirle a una compañera de clase:
- Mi padre va a hablar con su jefe para que nunca más se vaya de casa a trabajar por las noches...
Parece que ese día aún no ha llegado...

Ahora que estoy sin ti, te prometo que mañana saldré deprisa de la guardia. Te prometo que te llevaré al colegio a hombros, como tanto te gusta, para que puedas ver las cosas desde bien arriba. Te prometo que mañana duermo en casa y que antes de que te vayas a dormir me meteré en la cama contigo. Te prometo que te contaré un cuento de esos inventados que te gustan tanto. Será la historia de la princesa de un país maravilloso con nubes de colores, que vive en un palacio rodeado de jardines con tulipanes. Una princesa que se llama Clara.


miércoles, 1 de mayo de 2013

Siete



 
 
 
 


viernes, 26 de abril de 2013

Prioridades

Cuando eras pequeño, no era extraño que alguien te hiciera la famosa pregunta:
- ¿A quién quieres más? ¿A Mamá o a Papá?
 
Esto te obligaba o a ser diplomático, entre otras cosas porque probablemente alguno de ellos estaba presente, o en cambio a aprender desde muy chico a establecer un orden de preferencias.
 
La vida te iba brindando nuevas oportunidades de escoger y dar prioridades. Y pronto te enfrentabas a nuevos dilemas, como el clásico de cualquier tarde de verano que te obligaba a escoger entre piscina y polo, o si querías fanta de naranja o limón.
 
Sea como sea, a medida que crecemos, tenemos que decidirnos a la hora de tomar decisiones mucho más importantes que un refresco y para eso es fundamental hacer una lista de prioridades. Darle relevancia a las cosas que realmente son importantes y de las que no prescindiríamos hasta el final. Es fundamental desde bien pequeño el saber darle el valor a las cosas. Tener claro qué es superfluo y cuáles son aquellas cosas que te harán ser feliz y que deberías poner en primer lugar.
 
Anoche estaba en en el baño de casa, duchando a Guille. Íbamos hablando mientras le iba enjabonando con la esponja. Dentro de nada, de hecho, el mes que viene,  cumple cinco años, así que las conversaciones con él, comienzan a ser acerca de temas trascendentales. Con esa gran capacidad de aprender y ansia de saber, podrías estar horas hablando con él, aunque tal vez alguien se pueda desesperar un poco, ya que a modo de coletilla, cada frase que te diga, va a terminar con ¿A que sí?
Bueno, no siempre. A veces termina con: ¿A que no?
 
El caso es que mientras estábamos en la bañera, haciendo un repaso a lo que había hecho en el colegio y tras confesarme que era un chupón jugando al fútbol porque no le pasaba el balón a casi nadie, de repente, como el que recuerda algo de gran importancia, me miró fijamente y me dijo:
 
- Papi: No te olvides de lavarme el pito. El pito es lo más importante de todo ¿A que sí?
- Bueno, importante, importante... - le contesté entre la duda y la admiración por ser tan claridivente con tan corta edad.
 
- Es verdad - dijo corrigiéndose él mismo - Lo más importante en el cuerpo es el corazón. Pero luego, ¡es el pito! ¿A que sí?

martes, 12 de marzo de 2013

Marcos

 
Llegamos desde el cielo como siempre. Aquella vez a un pequeño pueblo del Maresme. Teníamos la esperanza de no llegar. Pero no me entiendas mal. Es que a los que nos dedicamos a las Emergencias, no nos gustan los niños y los bebés, mucho menos.
 
En aquel ambulatorio ya te conocían bastante bien. Eres uno más de la familia. Por desgracia y por tus dolencias que te has traído hasta este mundo, es rara la semana que no les visitas. Hoy te has puesto un poco peor. Por eso se han alarmado y nos han llamado.
 
Tu médico me va contando cómo te encuentras y el atenderla me hace perder mi atención en ti. El enfermero, en cambio, te ha visto, se ha dado cuenta de todo y por eso pregunta:
- Es Down, ¿verdad?
Contestaron todos afirmativamente con gran rapidez y cuando te miro, no me cuesta nada reconocer tus rasgos,  que se aprecian a pesar de tus escasos ocho meses.
Me dicen que ya no lloras con los pinchazos y que eres todo un valiente y sabiendo esto, continuamos con el tratamiento que ya había comenzado.
Parece que la cosa no es tan grave como pintaba en un principio, pero aún así, optamos por llevarte en helicóptero hacia ese gran hospital de Barcelona que tanto conoces.
 
Te cojo en brazos y te deposito con sumo cuidado en nuestra camilla. Tus labios ya están sonrosados y la tos, esa tos que siempre ha estado contigo, parecía remitir un poco.
Tu madre se despide de ti. Te da muchos besos y se marcha pronto, seguro que para que no la veas llorar.
Nos vamos de allí rápidamente. Me voy colocando en mi asiento y voy leyendo tu historia en los informes médicos. De cómo burlaste triples screenings y ecografías y apareciste de sorpresa, con tu enfermedad, en el momento del parto.
 
Nos acomodamos. Nos atamos el cinturón y antes de que el ruido dentro de la máquina se haga ensordecedor, te digo:
- Marcos, ¿alguna vez has volado en helicóptero?
 
No me contestas, pero en cambio me miras fijamente, mientras te acaricio la cabecita con delicadeza.
Acerco mi dedo índice a tu manita y rápidamente me lo agarras con fuerza.
Mientras, con mi pulgar, voy rozando la piel de tu mano y puedo sentir su suavidad. La suavidad de la piel de un bebé.
Tú no me sueltas en todo el viaje. Siento como si tú fueses quien me acompañase todo el camino, como si me ayudases a cruzar la calle.
 
No paras de mirarme con esos ojos rasgados. Continúo acariciándote y eso te hace entreabrir los párpados. No lo puedo asegurar, pero a través del plástico de la mascarilla de oxígeno que cubre casi toda tu cara, me ha parecido ver que sonreías...