jueves, 29 de julio de 2010

Mi primer gran amigo




















Siempre que vuelvo a Tenerife, me embriaga una melancolía, que curiosamente dejo atrás cuando ya me embarco en el avión, de vuelta a casa. Lo siento, me entra esa ñoñería. Esa morriña inversa, absurda, que en Barcelona no se presenta nunca. Esto me origina viajes en el tiempo y ausencias. Aquí, las risas de mis niñas, por fin juntas, me despiertan a la realidad y aterrizan mis pies siempre levitantes, al suelo del momento presente.
Pero ellos me piden marchar de nuevo, elevarse otra vez y recordar, como si fuese hoy, cuando tenía cinco años y toda una vida por escribir, por delante...

Creo que soy un niño feliz. Al menos no sé lo que es no serlo, por tanto, si se quiere decir que soy feliz, lo acepto, aunque prefiero pensar que soy normal.
Ya hace tiempo que los carteles de la calle y los libros, son más que dibujos y caracteres que me son ajenos. Eso sí que me hace feliz, porque soy capaz de leerlos sin parar y entenderlo.
En el colegio estoy en el curso de la señorita Tere, a la que adoro, a pesar de que el otro día me hizo sonrojar, al mencionar en público lo bonitos que eran mis ojos azules. Me dieron ganas de esconderme bajo mi mesa. Ella es muy buena conmigo. Por mi cumpleaños me regaló un paquete de pastillas de goma con forma de ositos, que no había visto nunca y que no sabía ni que existían...
Mis amigos de clase son unos fanáticos del fútbol. Recogemos papel de platina de los bocadillos de todos y hacemos una pelota, que a base de patadas, casi logra llegar en condiciones aceptables, al final del recreo. Otras veces jugamos a los espadachines, peleándonos contra la clase de al lado. Artal es el jefe de nuestro ejército de mosqueteros y puedo decir con orgullo que soy su mejor amigo. Yo hago de segundo jefe y de médico, curando a todos los heridos de nuestro bando, que caen en el campo de batalla.
De hecho, Artal es el único amigo de verdad que me queda en el colegio.
Hasta no hace mucho tenía un amigo especial. Quedábamos en cada recreo en el mismo lugar. Era mayor que yo y pacientemente escuchaba mis desahogos, mis tristezas y mis melancolías. No faltaba a ninguna de nuestras citas. Me encantaba saber que siempre estaba ahí, esperándome, puntual, queriéndome, con su amistad sincera y desinteresada. Dándome los mejores consejos, el cobijo y el apoyo que necesito.
Era una amistad de verdad, pura, y secreta, porque no necesitaba de nadie más.
Hace unos días que salí corriendo al patio a buscarlo. Necesitaba contarle muchas cosas. Volví a nuestro habitual lugar de encuentro. Pero ya no estaba allí. Alguno se lo había llevado. Alguien que pensaría que molestaba.
Tuve que contener mi llanto el resto del día, hasta por fin, llegar a casa, donde no pude aguantar más y rompí a llorar.
Mi padre al verme desconsolado me preguntó:
-¿Qué pasa, Mel? ¿Por qué lloras?
- Es mi amigo - dije entre sollozos - mi amigo el árbol, con quien siempre hablo. Ya no está. Hoy lo han arrancado...



1 comentarios:

José Amaro Carrillo dijo...

Un texto magnífico al que no le falta ni le sobra nada. Lo tiene todo: emoción contenida, poesía y sinceridad. Enhorabuena y gracias por ofrecernos un regalo tan tierno y conmovedor.