sábado, 17 de julio de 2010

El niño del parque


















Una de las mayores satisfacciones que tiene mi trabajo y que lo hace único, es poder deslizarte por unas pequeñas rendijas y descubrir esos mundos que viven cerca del tuyo y que ni imaginas que existen. Puedes entrar de improviso en la casa más humilde, en plena ciudad, y con el plato de sopa aún humeante sobre la mesa, compartir un pequeño instante con las personas más desfavorecidas. Puedes llegar a ser la última visión, incluso la última palabra de un desconocido antes de fallecer y a veces, pocas, incluso su salvación.

Pronto descubres lo frágiles que somos y por eso cuanto antes, nos rodeamos de una coraza casi inexpugnable que nos evita implicarnos demasiado. Vemos el sufrimiento cada día, pero no queremos que nos traspase y cale entre nosotros. Pero este escudo a veces es poroso y cuando penetra, lo hace hasta el fondo de nuestra alma.
Hoy me ha tocado ser testigo de esta invasión. Simplemente cuento lo que me han contado, pero yo, que también siento, aunque no lo he vivido, también me he emocionado. 

A media mañana, Anna me ha contado su historia. "Muchas veces pienso que debería escribir las cosas que me pasan" - me dijo - "Así no se me olvidarán". 
Cuando alguien te dice eso, quiere decir que seguramente nunca llegarán a hacerlo. "Yo lo haré por ti" - pensé. Y empecé a escuchar atentamente su relato:

Junto a mi casa hay un pequeño parque, unos jardines, en realidad, donde suelo llevar a mis perras a corretear cuando ya ha atardecido.
Aquel día era como cualquier otro, hasta que apareció él.
Era un niño de unos once o doce años, muy delgado. Con un abrigo de una talla mucho mayor que la que le correspondía. Las mangas sobresalían y casi no se le podían ver esas manos huesudas. Venía acompañado de una chica, demasiado joven para ser su madre y demasiado mayor para ser su hermana. Lo estuve observando y tras un momento, supe que era una cuidadora.
Una de mis perras se acercó a él y para mi sorpresa, sin decirle una sola palabra, sólo con un pequeño gesto de su mano, dejó de ladrar y se sentó frente a él. La otra, de un salto se acurrucó en sus brazos. Jamás le había visto hacer algo así con un desconocido. Enseguida me di cuenta de que era una persona especial, de que tenía un don. Así empezó nuestra relación.
Un flechazo, una historia de amor entre Emilio y yo.
Nos sentamos a hablar y sus ojos saltones y brillantes no paraban de moverse, mientras me iba contando su historia.
Emilio tenía en realidad dieciséis años. Efectivamente estaba en una casa de acogida. Su padre hacía varios años que había muerto y su madre, a la que le habían retirado la custodia de él y de sus hermanos, estaba en tratamiento de deshabituación alcohólica. Parecía necesitar justificar su pequeño tamaño y no tardó en decirme que a los tres años tuvo una leucemia, de la que curó totalmente, pero que la quimioterapia le dejó terribles secuelas, como un retraso en el crecimiento y unas lesiones incurables en su pequeño corazón.

La vida de Emilio no ha sido nada fácil, deambulando de un lugar a otro. No hacía mucho, él y uno de sus hermanos tuvieron la suerte de poder ser acogidos por una familia. Todo se vino abajo el día en que su hermano, merecidamente, se llevó un bofetón de su padre adoptivo. Tras una denuncia, y posterior retirada de la custodia, tuvieron que volver a esa especie de orfanato, que creía haber abandonado para siempre.
Llegamos a intimar muchísimo, y aunque cueste creerlo, nunca he llegado a conocer y a querer a nadie con tanta intensidad en tan poco tiempo. Le dije que nada me haría más feliz que poder acogerlo y llevarlo a casa, pero un trabajo como el mío estando tantas guardias fuera de casa, me impedirían poder estar juntos el tiempo que se merecía.
Nuestro maravilloso encuentro no duró más de una hora. Se tenía que marchar. Nos despedimos y prometimos volver a vernos al día siguiente. Nos abrazamos largamente y vi cómo se iba entre lágrimas. Creo que hacía mucho tiempo que nadie le demostraba cariño.
Ésa fue la última vez que vi a Emilio. Lo estuve esperando día tras día, pero no volvió a pasar por aquel parque.
Pienso que la vida está jalonada de caminos que algunos llaman casualidades y yo llamo destino.

Hacía más de un año de aquella tarde en el parque, cuando estando de guardia, me toca trasladar a un paciente de diecisiete años con la ambulancia.
Aunque estaba muy demacrado y aquel brillo de ojos ya se había apagado, supe enseguida que nos habíamos vuelto a encontrar. Él se acordaba de mí y de nuestra entrañable conversación. Su voz no era ya tan alegre y cantarina. Cada palabra necesitaba de un gran esfuerzo, pues le costaba respirar. Estaba ya muy débil, su corazón se iba apagando poco a poco. Su última oportunidad sería un trasplante.

Esta tarde llevamos un paciente al hospital y hemos aprovechado para subir a la planta de Cardiología y preguntar por Emilio. Una enfermera nos dio la noticia con voz triste.
El niño del parque se fue el martes por la mañana, con su sonrisa, soñando con otro mundo, con otra vida, con una familia y poder por fin, ser feliz.  

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