martes, 29 de marzo de 2011

Fotos

A veces puede ser una buena idea empezar de nuevo desde el principio. Volver a la escuela y repasar lo aprendido, recordar lo olvidado y afianzar los conocimientos para que terminen de enraizar debidamente.
Cumplir 40 años debe ser algo muy importante. Dos meses más tarde de haberlo hecho, todavía estoy abriendo regalos. El último fue hace un par de fines de semana. Mis cuñados me regalaron un curso de fotografía con un profesional que publica entre otros sitios, en National Geographic.

Y esto me ha dado la oportunidad de reaprender, de corregir esa terrible técnica que tenía, adquirida a base de continuos ensayos-errores, aun cuando eran más errores que aciertos. Ha sido un fin de semana muy provechoso, como aprender de nuevo a escribir. Ahora soy un mejor fotógrafo que antes de ir a aquel curso. Las fotos ya no me salen movidas, ni oscuras, ni demasiado claras.
Eso sí, sigo tardando una hora en ajustar los parámetros, (eso me dicen), lo que hace que todos mis modelos continúen desesperándose y acaben abandonando irremediablemente la escena.

Pero además, este fin de semana fotográfico me ha servido para reflexionar.
¿De dónde viene eso de mirar el pajarito? ¿Alguien ha visto una cámara con algo parecido a un pájaro, en alguna parte?
En casa tengo una pequeña colección de cámaras antiguas. La más vieja de ellas, debe ser de 1910. Por otro lado, todas las cámaras que conozco, absolutamente todas, incluida esa cámara centenaria, tienen un botoncito arriba que al apretarlo hacia abajo, hace la foto.
Por eso nunca he entendido porqué cuando pedimos a alguien que nos haga una foto en la calle, le decimos instintivamente dónde se tiene que apretar. ¡No hace falta! ¡De verdad que ya lo sabe! ¡Seguro que no es la primera cámara que ve en su vida! No es un aborigen que acaba de llegar a la civilización del hombre blanco...

Mientras ese buen samaritano nos hace el favor, posamos, de esa forma tan natural, delante del monumento que queremos inmortalizar. Así quedará guardada esa imagen para siempre, no en un álbum de fotos, sino en nuestro disco duro. Incluso, si el individuo es atrevido, nos animará a que digamos Cheese, Queso, Smile, Patata... o cualquier otra palabra que nos haga enseñar los dientes.
Luego, ese atento ciudadano, tras devolvernos la cámara, nos preguntará qué tal ha quedado...
Miramos a hurtadillas, casi de lado esa pequeña pantalla de nuestra moderna cámara. ¡Qué gran invento las cámaras digitales! Nos evitan esperar el resultado varios días, como antaño, hasta que se hace el revelado en el laboratorio.
Así, de inmediato, podemos comprobar cómo nos ha cortado el cuerpo por la mitad, el monumento no sale o hemos salido desenfocados, o con los ojos cerrados. Al instante, pienso: ¡Pues va a ser verdad que es un salvaje que acaba de llegar de la selva...!
Pero a pesar de su amable insistencia, no le diremos nada, le daremos las gracias y le haremos creer que es un fotógrafo excepcional y que ha quedado perfecta.
Cuando se ha marchado y está lo suficiente lejos como para no poderme escuchar, digo: La próxima vez me traigo un trípode, o mejor, ya las haré yo, aunque tarde una hora en hacerlas...

sábado, 12 de marzo de 2011

Los colores de la Fórmula 1

De vez en cuando nos toca hacer guardia de noche en el circuito. Y aunque a esas horas, tras el crepúsculo, no hay nadie dando vueltas en la pista, nuestra asistencia se justifica por la actividad de los mecánicos de los equipos de fórmula 1, que no conocen de jornadas diurnas o nocturnas y han de poner a punto las máquinas que tienen que rugir al día siguiente.
Son guardias tranquilas, por lo que una visita a nuestra clínica es afortunadamente, algo bastante extraordinario. Por eso me sorprendió ver a través de la mampara de cristal, una sombra humana que con pasos tambaleantes, rondaba los alrededores de nuestro centro médico.
Ya eran bien cumplidas las diez de la noche y de forma decidida salí al exterior, a ver de quién se trataba y cuál eran sus intenciones.
Entre la penumbra, respondiendo a mi ¿hola! apareció poco a poco la figura de un chico de no más de veinticinco años, que se me acercaba ayudándose de un bastón.
En seguida reconocí a aquel muchacho ciego, que en alguna otra visita de la fórmula 1 lo había visto rondando el paddock, pidiendo autógrafos a los corredores.
Cuando estaba a mi altura, me preguntó que cómo podía hacer para llamar a un taxi que le llevase a su hotel.
Tan tarde como era ya, estaba el circuito cerrado y aparte de los mecánicos de fórmula 1, sólo quedaban los empleados de seguridad y nosotros, por lo que le dije que me acompañara dentro de la clínica, que allí le pediríamos su coche.
Accedió a cogerse a mi brazo y lo llevé hasta el despacho, invitándolo a sentarse en una silla.
De la empresa de taxis nos informaron que tardarían unos diez minutos, por lo que mi nuevo interlocutor y yo, tendríamos un rato para charlar.

A pesar de su ceguera, de sus destelleantes ojos desbordaba locura por un mundo, el de la fórmula 1, sus equipos, sus pilotos, sus carreras... que yo podía ver, pero que sólo él podía sentir y disfrutar con esa intensidad.
No sé de dónde era, pero encontrarlo solo, en medio de un circuito, que es un espacio abierto tan grande, a esa hora, aquella noche, me conmovió.
No sé si pensar que ese chico es un valiente o un inconsciente. Perdido, en un país ajeno al suyo, en un lugar desconocido, rebosaba felicidad por haberse encontrado de nuevo con su pasión.
Me cuesta entender qué puede atraer de las carreras de coches a un pobre chico ciego, que no puede disfrutar de las mismas, de las salidas vertiginosas, de los adelantamientos, del baile sincronizado de las paradas en el pit-lane, del ondear de la bandera a cuadros. Tan sólo ruido y el olor del combustible que sale de los motores. Ruido y olor. Y en cambio, me elogiaba a Nico Rosberg, su piloto favorito y lo comparaba con los demás, que al parecer conocía a la perfección. Era capaz de nombrarme todas las carreras que habían tenido lugar en Montmeló como si las hubiese visto y los accidentes o salidas de pista que se habían producido y que después habíamos atendido allí, en nuestra clínica.

Hablábamos y hablábamos y él sonreía. Con esa sonrisa de un niño feliz, que sin poder apreciar todo eso de lo que me cuenta, disfruta como he visto a pocos.
Y me hizo sentir bien. Porque esto me hace creer que las adversidades se pueden hacer pequeñas, con voluntad y tenacidad. Pero también me ha hecho sentirme culpable por poder ver todo lo que me rodea, apreciar los colores del mundo y no sentirme un afortunado por tenerlo todo y no darme cuenta.

lunes, 7 de marzo de 2011

Carnavales


Hoy es lunes de carnaval. Y habrá una parte de los que se acercan a este rincón y me leen, que dirán: "Y a mí ¿qué?"
Y en cambio, otros que pensarán: "Pues claro que es lunes de carnaval... ¡Qué cosas tiene!"
Todo dependerá de qué orilla es el lector que me esté leyendo. Y es que soy alguien que viene de una tierra carnavalera, y a la vez casi un recién llegado a un lugar, donde los carnavales no son más que una anécdota exótica de otros enclaves lejanos.
Por eso desde que vivo en Barcelona, me cuesta entender que cuando llegan estas fechas de febrero, la calle no se llene de color, ruido, música, disfraces, confeti, serpentinas, murgas, antifaces, mascaritas, comparsas, cabalgatas...
Aquí en Barcelona, los carnavales son fundamentalmente una fiesta de disfraces para niños. Es muy raro encontrarse un adulto vestido de forma estrafalaria, con careta, o con la cara pintada. Es por tanto, una fiesta propia de guarderías, colegios y demás centros infantiles.

En Carnavales, en Tenerife, existe una regla no escrita en esta época del año. Si no te disfrazas, no salgas a la calle. Corres el riesgo de encontrarte fuera de lugar, como alguien vestido con bufanda y abrigo en una playa nudista.
Esta Ley del Carnaval, me ha perseguido toda la vida y originó mi primer trauma infantil. Guiados por esta máxima incuestionable, mis padres un aciago día de carnaval, me disfrazaron de Cantinflas contra mi voluntad, ya que yo prefería hacerlo de indio. Me pusieron muy mono, perfectamente caracterizado, con el pantalón allá abajo, como llevan ahora los jovencitos (yo era un adelantado en la moda), dos zapatos marca La Tórtola de diferente color (versión nacional de las Converse All-Star), una camisa blanca de botones que me dejaba el ombligo al aire, un gorrito de color rojo ladeado y un bigotillo pintado. Todo el conjunto habría emocionado al mismísimo Mario Moreno.
Aquel episodio fue uno de los más amargos de mi vida. Lloré desconsoladamente toda la tarde, hasta que volví a casa y me quitaron aquel atuendo ridículo. Ahí descubrí que los carnavales no tenían ningún encanto para mí.
Al año siguiente y al otro, todavía intentaron mis padres que participase en la fiesta nacional. Ultrajando mi amor propio, me incrustaron contra mi voluntad, sendos trajes de caniche y de pingüino, paseando nuestra ignominia por cabalgatas y todos los concursos de disfraces que se pudiesen celebrar por la capital tinerfeña.
Recuerdo con horror aquellas pinturas que te cubrían toda la cara, que te producían un prurito insaciable con el calor del sol. Encima, no te dejaban que te rascases, para evitar que se borrasen. La única medida de gracia era que te soplaban un poco, para aliviar el picor, lo que no lo lograba, convertiéndose todo en una tortura insufrible.
El año de pingüino fue el último. Mis padres claudicaron y yo a partir de entonces, tras prometerme no volver a disfrazarme nunca más, me aparté discretamente de la fiesta nacional canaria.

En mis años universitarios, en esa época de promoción personal, en la que has de hacer todo lo posible por ligar, para no quedarte fuera del mercado, me vi obligado a salir de carnavales más de una ocasión. Pero ¿cómo no incumplir mi promesa y a la vez no romper la Ley del Carnaval?
La inteligente solución fue salir a la calle vestido con una bata de médico. Lo que para mí no era un disfraz, de cara a los demás sí que lo era...
Así pude capear el temporal carnavalero, al borde mismo de la Ley, aunque este astuto plan eliminaba a mis compañeras de facultad como posibles conquistas, ya que al reconocerme, me miraban como si fuese un completo trastornado.

Pero desde hace unos años, vivo en Barcelona y aquí ya no tengo que preocuparme más de esa Ley del Carnaval, porque sólo se disfrazan los niños. No tengo que pensar nunca más cómo esquivar cada año el pintarme la cara, ponerme un traje absurdo y salir a la calle.
A cambio de esto, en mi trabajo se han preocupado de ponernos un uniforme muy elegante, consistente en una camisa con la textura y apariencia de una camiseta de equipo de fútbol, de color amarillo fluorescente con cuello y puños naranjas. A juego, contamos con un forro polar de la misma intensidad de amarillo azufre en la mitad superior, y la parte inferior de color naranja fosforito (como los rotuladores de marcar apuntes). El conjunto se remata con un pantalón gris con reflectantes y unas botas que podrían formar parte del atrezzo de los payasos de la tele.
Así que los carnavales en esta tierra mía de adopción, han pasado a tener otro sentido. Ahora, más allá de los días de febrero, es como si los hubiesen extendido a todo el año. Visto lo visto, la verdad es que casi prefiero el disfraz de Cantinflas.

martes, 1 de marzo de 2011

El padre de la novia

Hay cosas para las que uno nunca está preparado, pero que sabes que más tarde o más temprano, llegarán. Lo que no me imaginaba es que llegarían tan pronto.
Ha sucedido esta noche. Cenaban los niños. Guille lo hacía muy lentamente, más de lo acostumbrado, así que cogí el cubierto y empecé a darle de comer.
Enfrente estaba su hermana, que a sus cuatro años y medio ya no necesita de ayuda paternal para terminar su cena.
Entre cucharada y cucharada, Marta nos observa y como quien espera ese momento, buscando ese instante idóneo, que no existe, deja caer la fatídica noticia:

- Papi: Me voy a casar - me dice mirando a otro lado, casi como de casualidad.
- ¿Con quién? - pregunto inocentemente, esperando esa respuesta que todo padre de hija ansía escuchar: Ese "contigo, papi...", que es más un sueño de padre, que realidad.
- Con Adolfo - me contesta.
- Adolfo ¿qué más? - pregunto, como si el apellido de ese tal Adolfo fuese a cambiar las terribles circunstancias.
- Adolfo Martínez - se apresura a contestar.
Y sin pedírselo, comienza a darme explicaciones:
- Papi, me caso con él porque me quiere mucho - me dice muy convencida- es un niño muy bueno.
- Pero Marta - titubeo- ¿Cómo sabes que te quiere? - le pregunto, intentando sembrar la duda en esa pareja. - Hoy en la capilla, me cogió la mano.- Me dice - Mira, porque hoy en el recreo, en vez de ir a jugar al fútbol con los niños, quiso quedarse conmigo...

Ese chico sí que está enamorado, pensé.

Así que Adolfo Martínez ha entrado en nuestras vidas. Y aquí lo está esperando el padre de Marta Carrillo, con los brazos abiertos, deseando que venga a buscar a su hija, para salir por ahí los fines de semana.
Ha llegado el momento que estaba esperando desde hace mucho tiempo. Estoy ansioso por que llegue ese día. El día para cumplirme venganza.
Hace muchos años tuve una novia. Pensaba erróneamente que como su padre era físico y yo un apasionado de la astronomía, junto a que compartíamos nuestra aversión por los carnavales, acabaríamos congeniando, pero me equivoqué. En cuanto supo de mi relación con su hija, descubrí que me detestaba. Le prohibió terminantemente que nos viéramos, castigándola en su casa durante seis semanas, a ver si se acababa olvidando de mí. Aquella experiencia me sirvió para aprender que aunque te lo propongas, nunca vas a conseguir caerle bien a todo el mundo.

Pero el caso más sonado, fue el del padre de otra joven, al que llamaré Holaquehayquetal. No sólo para conservar su anonimato, sino porque ésa era la única conversación que tenía conmigo, mientras esperaba en el salón de su casa a que su hija se acabase de arreglar. Esta espera, a menudo era larguísima.
Yo tenía la recomendación de que no me hiciese el gracioso y que sólo contestase si me preguntaban algo. Así me encontraba que tras el "qué tal," no existía más que un interminable silencio.

No diría que estos ejemplos me hayan marcado de tal manera que me considere una persona traumatizada, pero tanto el Físico como Holaquehayquetal, me han enseñado que no hay nada más importante para un padre, que una hija. Como para ponérselo fácil al primer niñato que venga a buscarla a casa...
Así que, Adolfo, prepárate, que te estoy esperando...