jueves, 16 de septiembre de 2010

¿Quién es quién?

Hoy se cumplen 120 años del nacimiento de Agatha Christie, la prolífica reina del misterio. Esa rebuscada señora que me acompañó en mi adolescencia y que entretuvo tanto mis veranos...
Sus truculentos relatos nunca dejaban resquicio que me permitiera dar con el escurridizo asesino escondido. Y aunque lo intentaba con suma dedicación, libro tras libro, nunca lograba acertar.
Unos años más tarde, me ha tocado como profesión hacer de detective. Distinguir las pistas buenas de las malas y emitir un veredicto, que en mi profesión llaman diagnóstico.
La adorable anciana inglesa me ha recordado una investigación que tuve en mis primeros años de ejercicio de la profesión, tan necesitados de balizas y faros, que iluminasen mi proceloso camino, lleno de espesa bruma.

Y como pequeño y ridículo homenaje a Agatha Christie, lo contaré a modo de relato corto de intriga:

El joven y apuesto médico fue llamado para atender a una paciente, igualmente joven, que aquejada de un trastorno psiquiátrico, necesitaba de una valoración médica que la obligase a ser trasladada contra su voluntad.
En principio todo hacía pensar que se trataría de una atención rutinaria más, que no entrañaría mayor dificultad para el bisoño galeno.
Al llegar al domicilio de la paciente, fueron atendidos por la madre de ella, que les indicó que se encontraba en su cuarto y que había tenido un nuevo brote psicótico. La madre le explicó al médico que había llamado al servicio de emergencias, porque ya estaba cansada de los brotes de su hija, cada vez más frecuentes. Además, le advirtió que no se dejara seducir, pues su hija emplearía mil triquiñuelas para evitar ser trasladada a un centro hospitalario.
Tras intercambiar unas amables palabras con la señora, procedió a la habitación de la joven, para corroborar y completar toda la información.

Abrió la puerta y la volvió a cerrar tras él. Allí se encontraba una chica regordeta, de unos veinte años, con la cabeza ligeramente cabizbaja y con cara de malhumor.

- Hola - le dijo el atractivo muchacho - ¿Qué te pasa?
Se tomó un momento, tragó saliva y le preguntó: ¿Qué es lo que te ha dicho mi madre?
- Nada. Lo que me importa es lo que me cuentes tú - le respondió de una forma muy hábil, impropia de alguien con su experiencia.
- Está loca. Te has dado cuenta, ¿no? Pero es muy lista. Quiere hacerles creer que la loca soy yo. Ya lo ha hecho otras veces. Si les he llamado esta noche, es porque ya está en un estado en el que necesita que la vea el psiquiatra.

Esta joven le había acabado de confundir, con ese discurso coherente y a su juicio nada manipulador. Exactamente igual que el de su madre. Ante la ausencia de informes en aquella casa, no era capaz de dirimir quién era la que decía la verdad y quién no. Quién necesitaba un psiquiatra y quién mentía.
El inteligente joven debía tomar una determinación rápida y acertada. Y tras unos breves momentos de reflexión, tomó una decisión:
A la joven le dijo: Ya sé cómo vamos a hacer para poder llevar a tu madre al hospital. Tenemos que engañarla, porque no irá por su propia voluntad. Vamos a fingir que tú eres la enferma, como dice ella. Te vienes con nosotros en la ambulancia y ella nos acompañará también, sentada delante.
Aceptó a regañadientes y el ocurrente licenciado salió un instante a hablar con la madre.
- Señora - le dijo - he convencido a su hija para que se venga al hospital. Pero sería conveniente que usted viniese también, para que le explique al médico lo que ha estado pasando, si no, ya sabe que lo puede engatusar...
A la mujer le pareció bien y se avino a marchar con su hija.
Cuando se cruzaron por el pasillo, madre e hija no se dirigieron la palabra y rápidamente bajaron a la calle y fueron ubicadas la madre junto al conductor y la hija atrás, en la camilla.
El conductor miró con recelo al médico, probablemente pensando: ¿Y si me ha sentado una loca a mi lado y durante el camino se tira en marcha o le da un volantazo a la ambulancia?
La preocupación del médico era cómo explicar en el hospital que no sabía a quién llevaba. Una tendría que entrar en urgencias y la otra quedarse en la sala de espera. Pero ¿cuál?

A pesar de tener un ojo clínico envidiable, aquella noche ese médico tan inteligente, no fue capaz de decidir quién era la paciente y quién era la cuerda. Tal vez debía dejar de estudiar tanta Medicina y repasar los libros de Ágatha Christie, por si en la estantería, olvidado, se encontraba El misterio de la psicópata escondida.

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