viernes, 29 de julio de 2011

Producto nacional bruto













Desde que nos hemos instalado aquí, en el sur, pronto hemos adquirido nuevos hábitos que nos mantienen entretenidos cada día.
Con esta idea, cada mañana, puntualmente acudimos al vecino pueblo de Cancelada, que en realidad es un barrio de Estepona, en plena Costa del Sol. Allí, tras desayunar un café con leche caliente, acompañado de unos churros, cogemos nuestra lista de la compra y nos dirigimos hacia el Mercadona.

Hoy al visitar el supermercado, viendo el público asistente, me trasladé sin querer a otro país, muy diferente del mío. Si no fuese por los letreros, diría que estaba en un Tesco o en un Sainsbury's, homólogos del Pryca o Mercadona en las islas británicas. Mis colegas de compras, de un color rosado intenso, que daba grima verlos, hablaban ese inglés que en ningún sitio te enseñan. Algo parecido debe suceder con el andaluz más profundo o el castellano de Vic, que a buen seguro no se imparte en el Instituto Cervantes.

Siempre me ha llamado la atención de estos guiris, que cuando ellas van a comprar al súper, lo hacen vestidas con bikini y pareo, como si junto a donde se dejan los carritos hubiese una piscina, o ¿es que no les da tiempo de cambiarse? Pero bueno, ¿no van a ir a su casa a dejar la compra? Pues colocas las cositas y te pones el traje de baño, que la playa no la cierran...
Ellos, en cambio, van ataviados con esas características chancletas, acompañadas de los inseparables calcetines blancos a juego, que dan un porte tan elegante.
Tanto británico por doquier, me ha hecho confundirme y por un instante pensé que estaba en un comercio en Brighton o en Southend.
Convencido estaba, cuando lo vi aparecer entre el pasillo de los artículos de droguería y los embutidos. Se fue asomando poco a poco. Lo primero que me llamó la atención fue una verruga con forma de garbanzo, asida tan sólo por un hilo de carne, del que colgaba a esa axila desnuda que se motraba al exterior.

El individuo, embutido en una camiseta de tirantes azul, de aquéllas que con vergüenza casi no se atrevieron a ponerse los jugadores de baloncesto de los años cincuenta, dejaban los sobacos, los hombros, pecho y parte de la espalda a la intemperie. Y digo estas partes anatómicas, que no la piel, que intuyo morena, porque estaba totalmente cubierta por una densa y tupida capa de pelo, que ya no me dejaba resquicio a duda alguna: El contemplar a este espécimen español en extinción, me orientó de nuevo en tiempo y en espacio, más que el hecho de haber estado media hora antes, tomándome unos churros.

viernes, 22 de julio de 2011

Las vacaciones


Hay cosas que uno por más que quiera, no puede evitar y es que más tarde o más temprano, este día aparece. Y muy a pesar mío, lo bueno se ha acabado.
Ha llegado el momento de dejar todos esos agradables momentos. Esas guardias que siempre sabes cuándo empiezan, pero nunca sabes si acabarán cuando toca, después de 24 horas. Esas maravillosas ojeras que te quedan después de salir de allí. Por no hablar de lo reconfortante que es cuando en vez de ir a casa, coges el coche y vas a otro sitio, a continuar con tu elogiosa labor. Esas carreras para llegar a tiempo. Los favores que tienes que pedir para que te lleguen antes, o te esperen en el segundo sitio. Por no hablar de los nervios que se pasan por no poder cambiar una guardia, ya que te toca estar en dos sitios a la vez el mismo día. ¡Eso es vida!

A partir de ahora y durante todas estas semanas, echaré de menos el tener que engullir la comida deprisa, por miedo a que me levanten apresuradamente y salir corriendo con la sirena aullando sobre mi cabeza y el estómago a medio llenar, sólo con el primer plato dentro. Esto de comer reposadamente, degustando los platos, poder acompañarlos de un vinito o elegir algo que no sea el menú del día, estoy convencido que no puede ser bueno.

No sé qué va a ser de mí, ahora que puedo dormir de un tirón toda la noche, sin el temor al ir a la cama de que te levanten de improviso. Recorrer la ciudad a toda velocida en pos de algún accidente de tráfico del que no se tiene ninguna información, o ir a visitar cualquier casa destartalada de pisos pegajosos y aseo esporádico de sus inquilinos. Ahora me esperan unas noches de cenas al borde del mar, espetos de sardinas, pescadito frito, vino blanco fresco...
Es un infierno que no deseo a nadie, ni al peor de mis enemigos.

Con lo feliz que era yo con esos maravillosos pacientes que le duelen todo, que no son capaces de explicarte lo que les pasa y tú no haces más que darle vueltas a la cabeza a ver qué es lo que les sucede...
Ahora que me toca vivir este sinvivir, es cuando me doy cuenta realmente que no hay mejores instantes que los que preceden a un paciente de esos, cuya caprichosa anatomía te impiden poderlos intubar. ¡Qué increíbles son aquéllos otros que se van chocando poco a poco, a pesar de las bombas de perfusión y sueros a chorro que les dejes caer!
¡No hay derecho! ¡Hacerme esto a mí! ¡Esto es intolerable!
Estoy cargando el coche con una mala leche...
A ver qué hago yo con las raquetas de tenis, con la toalla, el bañador... Con lo bien que estoy con ese uniforme amarillo y naranja, que al cabo de un rato de un día caluroso, tienes las rodillas empapadas y la camisa se impregna de ese característico olor a sudor... ¡Dónde vamos a comparar!

Y por si fuera poco, encima, para desgracia mía, me veré obligado a ponerme en una hamaca, abrir un libro y estar leyendo sus páginas todo este verano. Sólo de pensar que a lo mejor me gusta la trama y me engancho, me entra un repelús...
En fin, justo ahora que esto no ha hecho sino empezar, lógicamente, estoy deseando que acabe y volver a mi deseada y maravillosa rutina de cada día. Estoy desangelado. No encuentro consuelo con nada. Menos mal que no hay mal que cien años dure...

domingo, 17 de julio de 2011

Primeros pasos
















Un buen día, no hace demasiado tiempo, cuando decidimos irnos a vivir juntos, apareció Lou en nuestra casa con una lámina enmarcada. En una época maravillosa que yo llamo los momentos de paredes blancas, en los que con tanta ilusión, las parejas decoran por vez primera su nuevo hogar. Todo el proceso termina con la fase conocida como el fin de los portalámparas, cuando llegan los últimos inquilinos que tanto se hacen de rogar: las lámparas.

La pared blanca de nuestro dormitorio pronto sirvió de abrigo, abrazándose para siempre, con aquella colorida reproducción de un pintor holandés, cuyo nombre por más que lo intento, no logro recordar. No sé si era Van Basten o Van Gaal. Bueno, es igual, en cualquier caso, tampoco es importante...
En una ocasión, el cuadro de verdad visitó el MNAC de Barcelona, y un soleado domingo, pudimos ver de cerca con nuestros ojos, la fuerza y energía de los brochazos de aquel genial pintor de los Países Bajos.
Aquel artista pelirrojo se inspiró en el futuro nacimiento del hijo de su hermano. Cuando lo pintó, se imaginaba el tierno momento en la que un padre abandona la pala y su trabajo en la huerta, para recibir con sus brazos a su hijo, que empieza a andar sus primeros pasos.

Ese cuadro nos ha acompañado desde entonces. Si bien cuando llegó no era la imagen fija de nada que nos hubiese sucedido a los dos todavía, no dejaba de ser una entrañable escena que ocupaba un lugar predominante en nuestra habitación.
No tardó mucho en convertirse en una realidad. Tres años más tarde apareció Marta en nuestras vidas. Casi no nos da tiempo de reproducir la pintura, porque precoz en tantas cosas, gateó bien poco y en menos de quince días desde comenzó a andar, ya correteaba a su manera por toda la casa, desordenando todos los DVDs y libros que tenía su padre, meticulosamente clasificados alfabéticamente. Cuando desistí de ordenarlos, ella se cansó de cogerlos. Y así se quedaron.
Marta ya hace tiempo que sabe montar en bicicleta y en cuanto a los libros, ya ha dado sus primeros pasos como lectora. Ha descubierto la magia de leer. Le encanta coger un libro de cuentos y descubrir palabras que se van deslizando bajo su dedo.

Luego apareció el personajillo de la casa. Aunque vivíamos en otro piso, el cuadro se mudó con nosotros y como si fuese un manual de instrucciones, fue testigo de los primeros pasos de Guille. Él sí que ha prolongado su particular forma de caminar. De bebé, lo hacía poniendo la mano sobre el hombro y se equilibraba de esa peculiar forma.
El correr es otra cosa, lo hace con los talones hacia atrás y hacia afuera, eso sí, a una velocidad vertiginosa.
El otro día fuimos a buscarlo a la guardería. Aunque no tenemos ningún cuadro que lo ilustre, aquella tarde de viernes Guille dio un paso importante. Era la última vez que iba a una guardería. A un hombretón de tres años como él, le aguardan nuevos horizontes, nuevos territorios que descubrir, un patio dispuesto a ser escenario de imaginarias aventuras y de persecuciones sin fin. Cuando vuelva de las vacaciones, estrenará una nueva etapa. El siguiente paso para Guille, será ir al colegio.

Pero como suele suceder en las familias numerosas, la ropa, los zapatos y los juguetes del mayor, lo van heredando los hermanos que vienen detrás.
La semana pasada estuve en Tenerife. Sólo fueron cuatro días, pero a la vuelta me esperaba una sorpresa: Clara ya sabía caminar.
Lo hace sonriendo, feliz de haber descubierto que el mundo, de repente, se ha hecho más pequeño. El pasillo de casa es su pasarela, pavoneándose de lado a lado, saludando como diva del pret-a-porter, diciendo: ¡Hola, hola, hola...!

Cuando llegue a casa, me ponga el pijama y me meta en la cama, nos miraremos de nuevo cara a cara, la pintura de ese holandés y yo, y con su permiso, su cuadro lo sentiré más mío, más nuestro. Y desearé que se haga de día, para volver a arrojar mi pala, dejar de nuevo a un lado la carretilla y ver orgulloso como mis hijos van dando sus primeros pasos en sus vidas.

martes, 12 de julio de 2011

Viajar en avión


Ya he perdido la cuenta de las veces que he cogido un avión. Han sido tantas, que podría decir que lo he hecho mil veces y no me equivocaría en gran número. Mil es una buena cifra, así que creo que empezaré de nuevo.

He viajado en avión mil veces y a pesar de que conozco mucha gente que tiene pánico a volar, la verdad es que nunca me ha sucedido nada que me haga tener miedo a volverlo a hacer. Si he de ser sincero, es uno de los lugares en los que me encuentro más cómodo. Un magnífico sitio donde leer tranquilamente, disfrutar del paisaje o escribir.
No así piensa mi familia política, el clan de los Gómez, célebres por su aversión a conducir y el pánico irracional a los aviones.
Como buena Gómez, Lou ha heredado estas dos grandes pasiones de su familia, incrementando incluso el patrimonio familiar, en este aspecto.
Subirse en ese aparato es una tortura inenarrable, que requiere una precisa concentración, llevar uñas largas para disponer de ellas en el viaje y una tableta de valerianas en el bolso.
No es sólo las turbulencias, que he de decir que son bastantes incómodas, porque no te dejan leer con tranquilidad, hay más.

El típico viaje al terror de Lou, tiene tres etapas fijas, que nunca fallan:
La primera es justo en el momento en que toca embarcar, mejor dicho, dos minutos más tarde de que comienza el embarque, cuando casi nos toca pasar. Ahí es cuando se relaja su vejiga y debe imperiosamente ir al baño, lo que muchas veces me ha dejado esperando por ella, junto a la azafata de tierra, mi trolley y los dos billetes de embarque en la mano, como un novio abandonado en el altar.
El despegue es la segunda fase, donde es capaz de mostrar unas muecas de dolor y pánico, que nunca había visto antes, agarrándose con firmeza al asiento de delante, con la cara tan desencajada, que muchas veces me llegan a asustar incluso a mí.
Hay otro instante que todavía le intranquiliza más. No tiene tanto registro dramático, pero le desconcierta mucho. Es aquél que precede al despegue, en el que la megafonía dice: "...en caso de despresurización de la cabina...", que atendiendo a cómo gesticula, no creo que pueda haber frase en este mundo que le infunda un mayor terror.

Para mí, en cambio, el volar es un momento placentero. Creo que soy un afortunado por haber vivido en una época donde la aviación ha avanzado de esta manera y volar sea rutinario y seguro, lejos de aquella etapa de pioneros, en la que volar era una aventura, e incluso una temeridad.
Como únicos percances que he podido tener, si se le pueden llamar así, fueron en una ocasión en las que en el momento de aterrizar, el avión hizo motor y al aire. Esto quiere decir, que abortó el aterrizaje, incrementó la potencia de los motores, dio una vuelta y volvió para aterrizar. No fue por un fallo de mi avión, sino porque otra aeronave no había abandonado la pista del todo y para evitar riesgos, mi piloto prefirió darle tiempo. Es un procedimiento rutinario, que si te gusta la aviación, es hasta divertido. Lástima que estaba tan cansado, tras haber salido de guardia y haber cogido ese vuelo, que medio adormilado, me perdí la maniobra.
El otro percance fue durante un aterrizaje, en el que se venció el cierre del compartimento de las mascarillas de oxígeno del techo y salieron tres mascarillas, que se quedaron colgando mientras rodábamos por la pista. Y eso ha sido todo.
Me encantaría poder contar más sucesos, pero no hay más. Bueno, sí, en realidad hay uno que me sucedió el otro día, cuando fui con mis hijos Marta y Guille, la semana pasada, de viaje a Tenerife.

El ir con niños a cuestas te ralentiza tu existencia. Además de tirar de la maleta y andar a sus pasos, has de atravesar tres veces por el arco de seguridad. Esto hace que se tenga que dilatar el tiempo y llegar con mucha antelación a un sitio tan grande y variopinto como es el aeropuerto, que además genera preguntas de tus hijos, cada minuto.

Los niños no entienden de esperas, ni de retrasos, así que hay que desarrollar toda tu inventiva para tenerlos entretenidos y que no se aburran.
Por suerte, aquella mañana nuestro vuelo sólo tenía un retraso de una hora, así que después de estar dando vueltas y jugar en unos columpios haciendo tiempo, me situé en la cola de embarque, esperando que nos llamaran, acompañado de Marta y Guille.
Desde donde estábamos, se podía ver ya nuestro avión, conectado por el pasillo. Ya había salido todo el mundo, lo que indicaba que nuestro embarque sería inminente.
- Enseguida entramos y estaremos todos sentados - pensé.
Mis pensamientos fueron interrumpidos por Guille, que dijo:
- Papi, tengo pis...
Me acordé de Lou y sus urgencias pre-vuelo, reencarnadas en su hijo.
Pero tratándose de Guille, era un aviso de urgencia que requería una intervención inmediata. Esto me hizo abandonar la cola rápidamente, en dirección a los servicios más próximos.
Afortunadamente llegué a tiempo, antes de que ocurriese una catástrofe.
Aliviado, aproveché para hacer lo mismo. Mejor ahora, que no después, en mitad del vuelo, dejando a los niños solos en los asientos. Así que empecé, como he hecho casi toda la vida. La novedad esta vez era un niño de tres años, junto a mí, que me miraba absorto.
- Papi: ¿me dejas tocar el hilito? - me preguntó, alargando la mano.
- ¡Noooo! - contesto, redirigiendo la trayectoria.
- Pues déjame tocarte el pito - me replica.
- ¡No, Guille!, ¡No!
Cierro el grifo y nos vamos corriendo de nuevo a la cola de embarque, justo a tiempo.
Estoy deseando estar todos de una vez sentaditos, en nuestro sitio, cosa que no tardamos en hacer. Por fin, ya estamos allí. Ya sólo faltan tres horas de vuelo hasta nuestro destino.
Acomodo a los niños en sus asientos. Guille en la ventana, para que esté distraido y Marta en medio. Les ato el cinturón y me pongo de pie para guardar las cosas en el compartimento de arriba.
Mientras lo voy colocando, oigo la voz alarmada de Marta:
- ¡Papá, Papá! ¡Mira lo que ha hecho Guille!

Me agacho y soy testigo de una escena que jamás había visto en mis casi mil viajes.
Guille tiene en una mano, el marco de la ventanilla del avión y el cristal en la otra. No sé ni cómo ha podido arrancar eso de su sitio. Me mira con cara inocente, como queriendo decir: Fue sin querer...
En ese instante no puedo dejar de pensar en Lou y cuál habría sido su cara al ver la ventana rota, mientras esperaba que sonase la fatídica frase: "...en caso de despresurización de la cabina..."



viernes, 8 de julio de 2011

Preguntas y respuestas














No hay nada más reconfortante que el tener hijos y no sólo es por el cariño que te dan, ni por ver en ellos reflejados a aquel niño que éramos y que quedó en la cuneta de algún camino perdido que hemos olvidado. Es por eso, pero no sólo por eso. Esas pequeñas criaturas te proporcionan inspiración, historietas para contar, que para un mediocre escritor como el que escribe, vendría a ser como el árnica que alivia las heridas.

Mi hija Marta es el motor de la diversión en casa. Como mujer que es y por añadidura, inteligente. Suele ser la que tiene la iniciativa de proponer los juegos con los que se van a entretener ella y su hermano. Ya desde la guardería, nos dijeron que la niña tenía esa capacidad sibilina de convencer a los demás, para acabar finalmente, saliéndose con sus propósitos. Desde pequeña ya se vio que era una mujer.
Esto viene al caso, porque desde hace un tiempo ha inventado un nuevo entretenimiento.
Cuando tras un día en el que nos hemos pasado unas cuantas horas intentando cansarlos (y el que es padre, sabe a lo que me refiero), toca, por fin, volver a casa.
Verlos correr, patinar o montar en bicicleta, agota. No es sólo por el espectáculo, se debe a la vigilancia permanente que me obligo a hacer, por si tienen un accidente. Es un defecto heredado de mi abuelo José Amaro y de mi padre, afortunadamente para mi sistema nervioso, en una dosis mucho menor. Esto me ha traído el ser considerado un pachorrón, una persona descuidada, relajada, que no ve el peligro. Un huevón, en definitiva.  Pero la verdad es que casi estoy yo más agotado que ellos y aunque sin ser tan exagerado como mis ancestros, de alguna manera me entrego a los menesteres de la vigilancia. Esto hace que tras la salida, arda en deseos de llegar al hogar, dulce hogar.
Pero antes de ver cumplidos mis anhelos, por si aún no fuese suficiente, se ha de pasar por un ritual: El nuevo juego de Marta.

Yo, por si acaso, intento franquear la puerta de la calle antes que ellos, pero siempre se las ingenian para adelantarse y bloquear la entrada a sus padres.
Una vez apostados en el umbral del portal, comienza el juego de la contraseña.
Para poder pasar, sólo hay que adivinar la palabra secreta, el Ábrete Sésamo que nos permita de una vez por todas, dar por finalizado el paseo familiar.
Hasta ahora había conseguido que con una palabra pudiésemos entrar, a modo de bono familiar, tanto Lourdes como yo. Al fin y al cabo una sola llave abre una puerta y pueden pasar todos tras un único giro en la cerradura.
Pero parece que la jornada de Puertas Abiertas había tocado a su fin.
Marta había decidido que una palabra, una persona.
Tan solo confiaba en que fuese fácil la adivinanza y que fuese similar para ambos.
- Tú primero, Mami - dijo aquella niña, que con sus brazos en jarra y cara altiva. Mientras ponía su mano bajo la barbilla, a modo de reflexión, su hermano, cual cancerbero celoso de su labor, custodiaba la puerta, moviendo su cabeza a ambos lados, no dejando acercarse a nadie.
- Es una palabra que empieza por... "te" - comenzó a decir a su madre, a la vez que miraba hacia el borde de la puerta. 
- ¡Telefonillo automático!  - contestó su madre, muy inspirada aquella tarde.
- Muy bien, muy bien, vamos para adentro... - dije, muy alegremente, deseando subir ya, cuando me detuvieron los dos infantes, impidiendo mi avance.
- No, Papi, ahora te toca a ti - me dice Marta.
- Te toca a ti - repitió Guille.
Sucede esto y Lou se abre paso, libremente, con una mirada de satisfacción, que venía a querer decirme: Te espero arriba. Ya subirás...

- Venga, Marta, dime la palabra - le digo, invitándole a comenzar.
- Mmmm... es fácil - me sonríe.
- Bien - pienso - no tardaremos en subir. Una niña de cinco años no tiene un extenso vocabulario, que digamos...
- Es un animal - me dice escuetamente.
- ¿Alguna pista? - le pido.
- Puede volar... ¡ah! y tiene las patas grandes - me añade a modo de ayuda.
- ¡Ya está! ¡Una cigüeña! ¡Nos vamos para arriba!
- ¡No! - me contesta deteniéndome.
- ¡Un flamenco! - digo, extrañándome de que sepa de qué se trata...
- ¡No, Papi, no! - me replica tajantemente.
- Marta - le digo casi implorando - ¡Dame otra pista! ¿Por qué letra empieza?
- Bueno, Papi - accede esa moderna representación del mito de Edipo y la Esfinge - empieza por "Ini..."
- ¿Ini..? - no entiendo nada.
- Sí, Papi, es fácil.
- No sé, Marta, me rindo, no sé...
- Hasta donde yo sé, la iguana no vuela y no tiene las patas largas - pienso abatido.Marta me mira con cara de incredulidad. No sé si accederá a mis súplicas. Guille no se mueve de la puerta, como si le fuese la vida custodiar aquel fortín.
- ¡Piénsalo, Papi! - me dice dándome una segunda oportunidad.
- ¡No lo sé, de verdad, Marta! ¡Dímelo tú! ¡Hoy no se me ocurre nada...!

- Papi... - su tono suena a decepción - Mira que es fácil...
- Sí, dime...
- Papi, es el... ¡Inicornio!

Claro, claro, ¡en qué estaría pensando...! Menos mal que tengo una hija comprensiva y benévola, si no, todavía estaría en la puerta de la calle, intentando adivinar el santo y seña, que me permitiese entrar en mi propia casa.