miércoles, 18 de mayo de 2011

Cuento para niños


Había una vez dos hermanos que se llamaban Marta y Guille. Marta tenía ya cinco años. Ese día era el cumpleaños de su hermano, que cumplía tres.
Todos estaban en casa, a punto de apagar las velas del pastel, cuando se oyó el sonido del timbre de la puerta.
Marta y Guille se apresuraron en ir a abrir y tras girar la puerta, apareció un paquete enorme que franqueaba toda la entrada. Los niños comenzaron a desenvolverlo con gran excitación, apartando todos los trozos de envoltorio como podían. Poco a poco, entre jirones de papel, fue apareciendo la figura alargada de un gran cohete, que presentaba por delante una escotilla que se abría a modo de pasarela, hacia el exterior.

No se lo pensaron dos veces y Marta, seguida de Guille, entraron dentro. De improviso, se oyó un ¡clac! y la pared comenzó a iluminarse con luces de colores.

Antes de que pudiesen darse cuenta de nada, el suelo comenzó a rugir, empezando a tambalearse toda la nave espacial, de forma enérgica.
Tras unos minutos de ruido ensordecedor, de nuevo el silencio.
Guille le preguntó a su hermana:
- Marta, ¿estamos volando?
- No lo sé - contestó ella con sinceridad.
No había acabado de decir esto, cuando ambos notaron un golpe seco, que casi les hace perder el equilibrio. Y sin esperarlo, se abrió de nuevo la trampilla.
Marta y Guille, desde el quicio de la puerta, contemplaron asombrados que acababan de aterrizar en una playa. Bajaron la rampa y decidieron explorar la costa. Siguieron caminando por la arena, pero a medida que se iban alejando del cohete, les pareció escuchar voces que venían de una cala próxima.
Marta se llevó los dedos a los labios, haciéndole señas a Guille, para que no hiciese ruido. Enseguida llegaron a unas rocas, que les servirían de escondite. Desde allí, ya se podían escuchar las voces de unos piratas, que estaban bebiendo y riendo, mientras excavaban en la arena, para enterrar un gran cofre de madera, lleno de tesoros.
Los marinos entonaban canciones de corsarios y brindaban con ron por su capitán, el temible pirata Josef Amarov. Cantaban la famosa canción Oh, Capitán, mi Capitán.
Aquélla parecía ser gente muy peligrosa, por lo que era muy importante que no fuesen descubiertos. Marta se agachó y recogió unas piedras con las que defenderse, por si las pudiese necesitar. En cambio, el pobre Guille, tan pequeño, se tropezó, haciendo un gran estruendo y llamando la atención de los malvados corsarios, que acudieron corriendo hacia donde estaban los niños.
Cuando estaban muy cerca, Marta se puso en pie y lanzó todas las piedras con gran puntería, dejando inconscientes a todos los piratas.
Marta aprovechó para abrir el cofre y un resplandor enorme de su interior, casi le deja deslumbrada. Alargó su manita y de todo aquello, tan sólo cogió una gran corona de oro macizo. Guille se agachó donde estaba un pirata y le arrebató un sable que tenía entre sus manos. De repente, Marta le dio un tirón del brazo, diciéndole:
- Guille, vámonos corriendo, que se están despertando...
Agarró la mano de su hermano y corrieron rápidamente hacia el cohete. A lo lejos, los piratas se iban levantando y señalando a los niños, corrieron tras ellos.

El cohete los esperaba con la pasarela abierta, los niños entraron rápidamente y de forma mágica, ésta se cerró bruscamente, rugiendo de nuevo y encendiendo todas las luces que parpadeaban intensamente.
Y de nuevo la nave espacial se puso en el aire. Pasaron unos pocos minutos y notaron ese golpe seco otra vez. Se apagaron las luces del panel y lentamente se volvió a abrir la puerta. El paisaje de la playa había desaparecido. Ahora se encontraban en una inmensa pradera.
Marta y Guille bajaron rápidamente. Dejaron el cohete y comenzaron a andar por toda la llanura. Así estuvieron caminando cerca de una hora, hasta que pudieron divisar a lo lejos una escalera de cuerda. La siguieron con los ojos y vieron que ascendía hasta las nubes, donde se erguía un castillo de color blanco, que se confundía con las nubes. Guiados por la curiosidad, ambos hermanos decidieron trepar por la escala.
Guille fue el primero en alcanzar la cima y una vez allí, comenzó a caminar por ese suelo blanco, formado por la nube, que parecía un algodón de azúcar. Al fondo, se podía ver el puente levadizo de un inmenso castillo de color marfil. Y hacia él se dirigieron.
Cuando estaban cruzando la mitad del puente, desde dentro del castillo, apareció la imponente figura de un dragón gigantesco, que echaba fuego por la boca.
Guille blandió el sable que había arrebatado a los piratas y girándolo en el aire, se enfrentó al dragón, como si fuese San Jordi, diciéndole con voz firme:
- ¡Lucha, cobarde!
El dragón dio un paso al frente y sin sentirse amenazado por la presencia del niño, le arrojó un chorro de fuego desde su nariz, que le impulsó su sable lejos de su alcance.
Guille sintió que el dragón se iba acercando y que ya no podía defenderse. Cuando casi notaba el calor del fuego del dragón, su hermana Marta le lanzó la corona de oro macizo a la cabeza, cayendo desmayado el dragón gigante hacia un lado.
Guille empezó a temblar, asustado, con escalofríos de miedo.
Su hermana lo cogió de nuevo y se lo llevó hacia las escaleras. No era cuestión de darle una segunda oportunidad al terrible dragón.
Bajaron apresuradamente hasta llegar al suelo firme, pero todavía les quedaba un buen trecho hasta donde habían dejado el cohete.
Marta y Guille miraron instintivamente hacia la nube y vieron como el dragón salía de ella y bajaba planeando hacia ellos.
- Ahora sí que no llegaremos al cohete. Está muy lejos - dijo Marta.
- ¡No, mira allí! - le señaló su hermano.
No muy lejos había dos coches de carreras, aparcados uno al lado del otro. Sin pensárselo más, se subieron y arrancaron velozmente hacia el cohete, sin que el dragón, a pesar de emitir fuego con más fuerza, pudiera alcanzar los vehículos.
La nave ya estaba preparada para partir. Los niños entraron en ella y como sucedió en la isla de los piratas, se cerró la puerta, se puso de nuevo en marcha y se fue volando.
De nuevo, se produjo el golpe seco de las otras veces y la portezuela se volvió a abrir.
Esta vez, apareció ante ellos la puerta de casa. Salieron corriendo, traspasaron el umbral y echaron a correr, hacia el fondo de la casa, desde donde provenían las voces de Mamá y Papá, que llamaban a Guille, para que fuese a apagar las velas de su pastel de cumpleaños.

 
Los niños comenzaron a aplaudir.
- ¡Más, más! ¡Otro cuento! - chillaban, enfervorizados.
Guille se sentía muy feliz por haber sido protagonista de la historia y durante aquel día, de toda su clase. Pero sobre todo, estaba muy orgulloso de su padre, como cuentacuentos y de su hermana Marta, que había hecho de ayudante, haciendo los efectos sonoros que realzaban las escenas de acción. Se levantó, se dirigió a su padre, le tiró de la camisa para que se agachara y tras abrazarlo y darle un enorme beso, le dijo:
- Papi, lo has hecho súper-súper bien. Te quiero mucho.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Wow Mel!Mi hija mayor empieza el cole en septiembre y siempre me imagino el momento en que me pidan ir a hablar a la clase (aqui en UK lo hacen mucho) ... y no se como lo hare! Recibir un TE QUIERO y un abrazo seguro significa que lo hiciste muy bien!!!

José Amaro dijo...

Después de leer la historia de esta historia, a mí también me dan ganas de aplaudir y, sobre todo, de expresar el deseo de que ojalá haya más padres como tú. De haber sido así, nos hubiésemos ahorrado a hijos como Alfredo Adriana Castello Perez Rubalcaba, que son muchísimo peores que el fiero pirata José Amarov.

José Amaro dijo...

Mi aplauso emocionado para el cuentacuentos y para sus hijos. Ojalá haya más progenitores como él y más familias entrañables y tiernas como la suya. Un abrazo, un beso y una flor.

José Amaro dijo...

P.D.: Los electroduendes de la informática me han jugado una pésima pasada y han colado el nombre de una estupenda alumna de mi instituto en el primero de los comentarios remitidos. Que quede constancia del error, para que nadie asocie a esta chica con el actual ministro del Interior. ¡Dios me libre!

melkarr dijo...

Anónimo: Tuve una gran ayudante, mi hija Marta, que iba haciendo todos los ruidos. Parece muy fácil una vez has acabado, pero ¡qué nervios se pasa!

José Amaro: El mérito es de mis hijos, que se van volviendo muy exigentes y eso me hace esforzarme. Cada noche me piden un cuento y como dicen ellos: "Leído no, inventado..."