jueves, 9 de junio de 2011

La Hiedra

Sergio y Cristina eran muy felices. Acababan de cumplir un año y medio juntos. Para ella era algo inaudito. Sus anteriores relaciones, comparadas con ésta habían sido infantiles. Ahora todo era bien diferente. Su amplia sonrisa, sus enormes ojos oscuros, no hacían más que brillar. Él lo era todo. Soñaba con estar toda la vida con él. Jamás había sentido nada igual por ningún otro. Tenía esa sensación que sólo puede entender quien alguna vez ha sentido lo mismo. Un sentimiento indescriptible, como si a Sergio lo hubiera conocido desde siempre. Que de alguna manera, o estaban destinados para estar siempre juntos, o que, quién sabe, tal vez ya compartieron una vida anterior.
Cuando me encontré con ambos, él estaba postrado en la cama de la habitación de Cristina. Ella lo mimaba y le pedía que no se moviera. Cristina se había asustado mucho al haberlo visto caer inconsciente al suelo.
Él decía encontrarse bien, tan sólo un poco mareado, a pesar de la palidez de su cara, acentuado por la intranquilidad de verse en esa situación, en casa de su novia y que hubiesen tenido que llamar al servicio de emergencias. Quizás, tampoco se sintiese cómodo por compartir la cama con cojines de Hello Kitty y muñecos de peluche rosa.
Sergio no quería ir al hospital para visitarse. Cristina, le acarició la cara, le apartó el flequillo de la frente y aun con voz dulce, le ordenó que debía ser trasladado a un centro médico para ver qué le había sucedido.
La madre de Cristina observaba la escena desde la puerta de la habitación, comprendiendo en silencio muchas cosas. Su hija ya no era ninguna niña. A pesar de tener todavía 16 años, ya era una auténtica mujer.
Sergio intentó oponerse una vez más, pero Cristina lo atajó y accedió sin rechistar. Me dirigí a él y le dije en voz alta: Sergio, prepárate, esto no ha hecho más que empezar...
Todos rieron y aproveché para redactar el informe.
Sobre la cabeza de Sergio, colgaba un cuadro realizado a partir de un montaje fotográfico de la pareja. Bajo las fotos, paralela a la parte inferior del marco, rezaba una frase hecha a mano con rotuladores de color: Amar es enamorarse cada día de la misma persona.
Mientras escribía el informe médico, iba levantando la vista y leyendo una y otra vez aquella frase y no pude evitar pensar en La Hiedra y si tal vez a Sergio y a Cristina les aguardaba el mismo futuro.

Una puerta de hierro forjado, separaba el pequeño patio de la acera de la calle. Empujé suavemente uno de sus barrotes y ya con toda su plenitud, pude observar libre de barreras, el camino de piedras, que conducía hasta la puerta principal. Flanqueando el sendero y trepando por las columnatas del porche, se erguía una hiedra que abrazaba la columna y se fijaba como una capa más, a la fachada de la mansión.
Aquella casa, glorioso vestigio vivo de esplendores pasados, era el hogar de un anciano médico, antigua personalidad de esa pequeña ciudad, cuyo nombre aún resonaba en la memoria de los más viejos, aunque para las demás generaciones que les sucedieron, no tenía ya significado alguno.
Testigo de que aquella casa albergaba una consulta médica en la planta principal, fijado a la pared, respetado por la hiedra, un letrero dorado, en el que rezaba orgulloso: José L. Bretón, Traumatólogo.
Los pisos superiores, como era costumbre en la época, eran ocupados por el galeno y su familia. Allí subimos, pertrechados con todos nuestros utensilios de emergencia, preparados para poder hacer frente a cualquier contingencia médica.

La puerta de la vivienda nos la abrió un anciano de unos ochenta años bien rebasados, próximos ya a los noventa. Inclinado de forma muy pronunciada hacia adelante, su andar era a base de pasitos cortos, ruidosos, casi sin levantar los pies, golpeando los talones en el suelo de granito desgastado del pasillo, que nos conducía hasta el dormitorio.
Durante el trayecto me fue explicando con términos médicos muy técnicos y precisos lo que le había sucedido a su mujer. Esto me hizo descubrir que me encontraba ante el mismísimo doctor Bretón.
La frialdad de la jerga médica y la pormenorizada descripción de una paciente con demencia senil, aquejada ahora de un edema agudo de pulmón, me transportaba al cambio de guardia de un hospital o al momento en que entregamos a un paciente en urgencias. Su edad, su andar y su pijama de rayas, me separaban de aquel escenario hospitalario imaginado. Pero una vez se vio desprovisto de la necesidad de traspasarme el enfermo, surgió el compañero, el marido, el amante.
Permaneció discretamente al fondo de la habitación, en silencio, mientras yo procedía a historiar y explorar a su esposa.
Sus ojos observaban vidriosos una escena vista mil veces, pero que cambia completamente cuando el protagonista pasa a ser alguien a quien amas.

Tal y como me dijo el Dr. Bretón , tanto él como su esposa tenían 87 años.
- ¡Qué curioso! - comenté - Son de la misma edad.
- Bueno, en realidad ella es unos meses mayor que yo - me precisó.
El Dr. Bretón, despojado ya de su imaginaria bata blanca, con el corazón expuesto ante el médico que tenía frente a él, me miró a los ojos y como implorando ayuda me dijo: Llevamos toda una vida juntos. Nos conocimos en la guardería y desde entonces no nos hemos separado...

Cuando salí de nuevo por el patio, camino de la calle, pasé junto a ella y volví para girarme. Sus hojas verdes y su tallo sinuoso, serpenteante y trepador, me recordó a sus dueños, que seguro alguna noche de verano, hace muchos años, bailaron aquella vieja canción de Los Panchos que decía:

Así me sentirás a ti unida cual la hiedra
Y así en cada aliento mío
contigo vivirá mi ilusión
Venturoso y feliz el mundo reirá
Y en tanto pueda hacerlo yo
A ti me ligaré y a ti consagraré mi vida

5 comentarios:

Almudena López dijo...

Ya me hiciste llorar, cacho........

Angela Martín dijo...

cabrito...

melkarr dijo...

Perdón, perdón, no lo haré más...

Naza Gómez dijo...

Me ha encantado, una vez mas!!!

Anónimo dijo...

Como siempre sabes llegar a lo mas profundo de las personas.
QUICU