Algo sucedió en 1984.
Mis padres me regalaron mi primer ordenador. Me debatía entre invertir mis ahorros de 10000 ptas en una bicicleta de carreras o un ordenador. Fue una de mis primeras decisiones importantes en la vida. Mis padres me financiaron la diferencia. Con la excusa de que serviría para mejorar mi inglés, se dejaron convencer. El Spectrum, tan mágico entonces y tan obsoleto hoy día, pasó a ocupar mis tardes de viernes y fines de semana. Cada juego tardaba diez minutos en cargarse, pero no importaba. La espera siempre merecía la pena. En casa se reunían vecinos, primos, que contemplaban maravillados el inicio de una nueva era. Se habían acabado los juegos de palitos de Atari y los juegos reunidos Geyper. Aparecía una pequeña máquina de color negro con unos gráficos limitados a los que le añadíamos nuestra imaginación infinita.
Su memoria era tan precaria, que tenía la misma capacidad que la que ocupa la imagen que ilustra estas palabras (48k). Si lograbas una puntuación elevada, te dejaba introducir tu nombre. Sólo siete dígitos para encumbrarte en el lábil y fugaz Salón de la Fama, que volvía a borrarse cuando tenías que apagarlo, recoger todo y guardarlo hasta el fin de semana siguiente, en su caja.
Ahí surgió mi nombre cibernético, casi de casualidad, y en merecido homenaje, cuando apareció el PC, internet y los correos electrónicos, ya sabía cuál iba a ser mi nombre.
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