Ésa es una de las cosas que hacen que mi trabajo sea especial. Nunca un día es igual que otro y nunca sabes dónde puedes acabar. Al fin y al cabo es como la vida misma. Nunca sabes dónde va a terminar.
Fue hace unos domingos, en plena celebración de la misa del Domingo de Ramos. Allí, en mitad del templo, le sorprendió la muerte.
Comenzamos a hacer las maniobras de reanimación: aire y masaje, oxígeno y compresiones, un salvavidas, atado con un cabo, que pocas veces, muy pocas, agarran con fuerza, para que podamos arrastrarlos de nuevo hacia la seguridad del bote de salvamento.
De las cristaleras de aquella iglesia emanaba una luz intensa, de un día brillante, que parecían iluminar aquella escena, que infructuosamente acabábamos por dejar marchar. Después de un buen rato, sin respuesta, claudicamos y nos dimos por vencidos.
Llegados a aquí, tras decidir concluir las maniobras, la tapamos y la trasladamos a la sacristía.
Poco después me dirigí a una amiga suya para informarle de la noticia. Tras haber estado presenciando nuestra actuación, no hice sino confirmar lo que acababa de ver con sus propios ojos: su amiga había muerto.
Su gesto se torció un instante. Pude ver su dolor. Pero enseguida cambió su semblante. ¡Qué suerte ha tenido! - me dijo - Ya quisiera yo que me pasara a mí. Morir aquí y en un día tan precioso como éste...
Un par de días más tarde, esta vez fue el helicóptero el que me llevó a otro lugar bien distinto, pero en circunstancias parecidas.
En las pistas de tenis de un club, caía al suelo de tierra, un hombre de avanzada edad, fulminado. Su compañero de partido, su cuñado, se temía lo peor. Y así fue.
Aterrizamos muy cerca y nos dirigimos a gran velocidad al encuentro con nuestro paciente.
En las polvorientas pistas rojas de arcilla, desplegamos todo el arsenal del que dispone la Medicina moderna. Abrimos nuestro maletín, conectamos nuestro monitor y continuamos con las maniobras que ya estaban haciendo nuestros compañeros de la ambulancia. Allí estuvimos un buen rato, pero la vida, o la marcha de ella, sigue siendo un enemigo muy difícil de vencer.
Como sucede con demasiada frecuencia, sobre aquella pista de tierra batida, o sobre cualquier otra superficie, damos el todo por el todo. Nos esforzamos entrenando previamente, no queremos ser sorprendidos a contrapié. Nuestra intención es que si llega el momento, estar a la altura de lo que se nos va a exigir. Intentamos que nuestro hacer, nuestro juego, no tenga ningún error no forzado, poniéndo énfasis en lograr acertar con cada de uno de nuestros golpes.
Nadie puede reprocharnos nuestro esfuerzo, ni nuestra dedicación, para obtener los mejores resultados.
Y como inevitablemente sucede, tanto en el deporte como en la vida, cuando el rival es más fuerte, casi siempre nos acababa ganando la partida.