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domingo, 29 de septiembre de 2013

Cien años

 
Como cada año, cuando llega el día de San Miguel, el 29 de septiembre, me vuelve a suceder lo mismo. Siempre aparece algún despistado bienintencionado que me felicita por mi santo. Yo lo agradezco educadamente, aunque a estas alturas, ya no explico que aunque me llaman Mel, mi nombre es José Miguel. Ni José Manuel, ni Miguel Ángel, ni Melitón, ni Melquiades. Esto de mi nombre, es un tema clásico. Tanto, que en alguna ocasión ya he hablado del tema.
 
Siempre he oído decir que este debate acerca de mi nombre comenzó incluso antes de que yo naciera. Al parecer, tenía ya unas horas de vida y mis padres todavía no habían decidido qué nombre ponerme. Me han contado una historia, aunque a mi edad tal vez descubra que nada de esto sucedió así. Suele pasar. Ya me sucedió con el hurto del famoso silbido familiar. En cualquier caso, me la seguiré creyendo y la volveré a contar por si alguien, que no creo, aún no lo sabe.
 
Me imagino que habrían sido unos meses de debate. Podía haberme llamado David, Carlos, o vete a saber qué otro nombre... Pero llegó aquel sábado de enero en que hice mi aparición y aún no había nada decidido. Bueno, nada, no... Al parecer había un cierto consenso en que mi primer nombre sería José, en homenaje bilateral a ambos abuelos, que coincidían en eso. Ahora sólo quedaría decidir el segundo nombre. Porque en aquella época se ponían dos nombres. Esto es de gran importancia por si el recién nacido orienta su vida como actor de telenovelas. Un buen nombre artístico abre muchas puertas.
 
Después del trabajo de parto, mi madre estaba descansando en la habitación, dormida. Junto a ella y a mí, se encontraban mi padre y su suegra, es decir, mi abuela Isabel.
Pronto surgiría el tema:
- ¿Ya saben cómo se va a llamar el niño? - preguntó mi abuela.
- Creemos que José - contestó mi padre - pero aún no lo hemos decidido del todo.
- ¿Qué tal José Miguel? - añadió ella - José por sus dos abuelos y Miguel por mí, que nací el día de San Miguel.
 
A mi padre le gustó el nombre y cuando mi madre se despertó le dijo que ya sabían cómo me iba a llamar. A ella le gustó y José Miguel me quedé año y medio, hasta que mi prima Marlis decidió que era muy largo, y me rebautizó definitivamente como Mel.
 
Desde ese día, de alguna manera tengo un vínculo indirecto con ese Santo, que es mío, pero que no lo es. Y con mi abuela, cuyo recuerdo siempre aparece cuando llega su día.
Hoy, para mi asombro, he caído en la cuenta que abuela Isabel hubiera podido haber cumplido cien años. Cien años justos, que son los que van desde aquel lejano 1913.
 
Durante toda su vida fue una mujer muy bella, con esos enormes e inigualables ojos verdes, que siempre hicieron pensar que en alguna época tuvo que haber sido actriz de Hollywood. A mí me recordaba mucho a Ida Lupino, aunque menos guapa que mi abuela.
De haber nacido en otra época, podía haber sido estrella del bel-canto, pero cuando empezó a despuntar desde muy joven y Tenerife se le quedaba pequeño para desarrollar su carrera artística. Se topó con que Madrid estaba muy lejos y tuvo que renunciar a ser cantante de ópera, aunque nunca abandonó su pasión por la ópera, que disfrutaba a todas horas.
 
Tuve la suerte de poder vivir con ella muchos años y haber llegado a una edad en la que pude entender su finísimo humor, cargado de ironía, que si hubiera sido muy niño me hubiera perdido. Su inteligencia, sus ocurrencias, se han perdido para siempre y sólo quedan en nuestros recuerdos.
Por eso, mi hija Marta es Marta Isabel, como pequeño recuerdo a ella.
 
Como pasa siempre con la gente que quieres, una vez que se van, su ausencia de todos estos años me deja muchas cuestiones sin respuesta que me hubiese gustado preguntar. Me sentaría con ella para que me hablase de ese abuelo que nunca conocí, de lo duras que han sido las cosas en algún momento de su vida, de sus alegrías, de sus frustraciones, de las cosas que le hacen sentirse triste. De sus sueños. De las cosas que le dan felicidad...  
 
Cada 29 de septiembre, en ese ficticio santo mío, me acuerdo que hoy estaríamos celebrando su cumpleaños, riéndonos con ella, todos los primos juntos. Pero ahora no está por aquí. Se fue arriba, donde se canta la ópera como auténticos ángeles.
Alguien me dijo que cuando apareció por la puerta, le dieron la bienvenida cantándole el va pensiero. Seguro que le encantó.
No tengo ninguna duda que así fue, porque esa música de Verdi, es lo más parecido que puede haber a estar en el Cielo.
 
 

viernes, 15 de abril de 2011

El astronauta




















Un amante de la astronáutica como yo, no podía perder la ocasión de escribir algo, ahora que en estos días se conmemora el medio siglo del viaje al espacio del primer astronauta de la Historia.
Desde bien pequeño, conozco la figura de Yuri Gagarin, su viaje y de todos los que vendrían después de él y que tuvieron la suerte de ver la Tierra desde el espacio.
Pero por si en algún momento se me pudiese escapar de la memoria, de tanto en tanto mi hermana María, me recuerda que cuando era muy pequeño, tenía un pijama con la imagen de Yuri Gagarin y su cohete. Ella sitúa el origen de toda mi pasión por el espacio, en aquel momento, aunque yo más bien pienso que es producto de la coincidencia. El pijama no tuvo nada que ver.
Esta noche volvimos a hablar por teléfono y en nuestra intrascendente conversación volvió a salir irremediablemente el tema del pijama. Algo inevitable, porque estos días se ha nombrado mucho en los medios de comunicación, la efeméride de la gesta del cosmonauta ruso. Por eso,  Yuri Gagarin ha aparecido en nuestra charla. Bueno, en realidad hemos hablado de dos Yuri Gagarins.
Uno de ellos, como es obvio, es aquél que apareció en mi pijama y el otro, que María descubrió por casualidad, es Yurigagarin Hernández Díaz. Gran losa, que unos padres apasionados por el espacio, decidieron un buen día regalarle para toda su vida.

Los nombres han de ser escogidos con mucho cuidado. Yo, a pesar de mi extensa prole, la única concesión que me he tomado, fue hace años, que guiado por ese fervor musical, en honor a Phil Collins, llamé Phil a mi primer y añorado perro, un precioso pastor alemán.

Mi hermana María, además de ser webmaster, exquisita cocinera amateur, madre de mis únicos sobrinos Alberto y Álvaro, entre tantas y tantas cosas (que me reprochará haber olvidado), además, es una consumada genealóloga. Esto le confiere una cierta autoridad a la hora de hablar de anécdotas familiares, parentescos, descendencia y sobre todo, nombres.
En nuestra charla, conducidos por el caso de ese desgraciado hijo de unos astronautas frustrados, me habló de Venezuela.
Ese país, tan cercano como siempre ha sido para los canarios, según ella, es la patria de los nombres curiosos. Allí cada uno bautiza a su hijo como bien le entra en gana. Así me comentó la tortuosa y miserable vida que tuvo que arrastrar la pobre Jaquelinkenedi Vargas, por culpa de sus padres. Es la versión chévere de ese Kevincostner de Jesús, del que todo el mundo habla, pero que en realidad nadie ha visto, ni ha sido compañero suyo, ni ha coincidido en ninguna parte con él y por tanto, eso me hace pensar que su existencia es más una leyenda urbana, como lo son el conocido diente de rata del restaurante chino, o la célebre autoestopista de la curva peligrosa.

Hablaba de Venezuela, porque al parecer allí es bastante frecuente el encontrarte con alguien que se llame Usmáil. Al principio pensé que sería un nombre de origen árabe, ya que me recordaba vagamente a Ismael, o algo así. Nada más lejos de la realidad. A aquellos padres les llegó la inspiración al observar los aviones correo americanos y su carga. Todo rotulado de una forma muy clara, bien visible, donde podía leerse perfectamente: U.S.Mail.

De todo esto hay que sacar una enseñanza para el futuro cercano. Si todo sigue así, no deberíamos extrañarnos si dentro de unos años, conocemos a algún Messi García, una Ladygagá Rodríguez, un Davibisbal Fernández, a Belenesteban Gómez, o incluso a una Leirepajín López.

Y todavía hay quien dice que estoy en el aire...

lunes, 22 de marzo de 2010

Mi nombre

Algo sucedió en 1984. Mis padres me regalaron mi primer ordenador. Me debatía entre invertir mis ahorros de 10000 ptas en una bicicleta de carreras o un ordenador. Fue una de mis primeras decisiones importantes en la vida. Mis padres me financiaron la diferencia. Con la excusa de que serviría para mejorar mi inglés, se dejaron convencer. El Spectrum, tan mágico entonces y tan obsoleto hoy día, pasó a ocupar mis tardes de viernes y fines de semana. Cada juego tardaba diez minutos en cargarse, pero no importaba. La espera siempre merecía la pena. En casa se reunían vecinos, primos, que contemplaban maravillados el inicio de una nueva era. Se habían acabado los juegos de palitos de Atari y los juegos reunidos Geyper. Aparecía una pequeña máquina de color negro con unos gráficos limitados a los que le añadíamos nuestra imaginación infinita. Su memoria era tan precaria, que tenía la misma capacidad que la que ocupa la imagen que ilustra estas palabras (48k). Si lograbas una puntuación elevada, te dejaba introducir tu nombre. Sólo siete dígitos para encumbrarte en el lábil y fugaz Salón de la Fama, que volvía a borrarse cuando tenías que apagarlo, recoger todo y guardarlo hasta el fin de semana siguiente, en su caja. Ahí surgió mi nombre cibernético, casi de casualidad, y en merecido homenaje, cuando apareció el PC, internet y los correos electrónicos, ya sabía cuál iba a ser mi nombre.