Cada noche que estoy en casa, tras las duchas y las cenas, mis hijos Marta y Guille tienen una cita conmigo.
Acurrucado cada uno en su cama, bajo la penumbra de su habituación, iluminados por la tenue luz que aún llega desde el fondo de la casa, comenzamos nuestro viaje. Empieza nuestro cuento.
Desde hace unas semanas, vivimos la aventura de la familia Telerín: Mol, el padre, su mujer Lurdus y sus hijos Turu, Merte, Gallo y Cloro, que han naufragado en una isla desierta.
Turu y Merte son dos niñas avispadas, traviesas, que ayudan a sus padres a construir una casa, recogiendo ramas de palmera y piedras.
En una de sus escapadas, mientras jugaban, acabaron en otra bahía. Allí, escondidas, vieron unos piratas, que al parecer de tanto en tanto, visitaban la isla para buscar un tesoro, que había enterrado hacía mucho tiempo, el temible pirata Josef Amarov, pero hacía tanto de aquello, que era incapaz de recordar el lugar.
Las semanas siguientes, cuando me lo permitían las guardias, seguía contándoles a los niños, lo que le sucedía a Turu, Merte y su familia, y cómo tendían trampas a los temibles, pero tontos piratas, que siempre acababan huyendo de la isla, con el rabo entre las piernas.
Marta es una fiel seguidora de la historia. La disfruta con atención y recordando perfectamente dónde queda la trama en el capítulo anterior. Aunque ya empieza a perfilarse el fin de la aventura, ella me pide que todavía no la termine, y como pasa con los seriales de éxito, los guionistas van alargando indefinidamente los episodios.
Guille me mira atentamente, sonriendo. No sé si es capaz de captar todos los matices de los acontecimientos de esa familia ficticia, en esa isla desierta, por eso de vez en cuando le hago participar en el curso del argumento.
Anoche, la familia Telerín rechazó de nuevo un ataque de los piratas del temible Josef Amarov y acabaron siendo arrojados al agua. Llegados a ese punto, le pregunté a Guille:
- Guille: ¿Sabes lo que le pasó a los piratas que cayeron al agua?
- ¡Se los comieron los lobos! - me contestó.
Tras reponerme de la respuesta e intentar reconducir la historia, la familia Telerín empezó a construir una gran barca, que les devolvería a su casa.
- Para eso necesitarían madera. ¿Sabes de dónde se saca la madera, Guille? - le pregunto - De los árboles - me contesta.
- ...Ahora, además de la madera, hará falta tela para hacer unas velas - continúo - ¿Sabes para qué son las velas, Guille?
- Para el pastel - me dice muy contento por saberse la respuesta.
Con su ocurrencia, Marta y yo nos reímos, y tras darles un beso de buenas noches a los dos, finalizamos el capítulo del día.
Guille se despide de mí, haciéndome una última pregunta:
- Papi, cuando nos dormimos, ¿a dónde vamos?
Tras pensarlo un poco, le contesto: A una isla misteriosa, allí donde todas las cosas son bonitas...
2 comentarios:
¡Qué relato más entrañable! Yo en tu lugar, a la vista de las reacciones de Guille, no buscaría un final inmediato, añadiría capítulos y más capítulos y como en las telenovelas de éxito apostaría por una segunda temporada...
No está nada mal descubrir, a punto de llegar a la cuarentena (de edad), que, después de pegarse uno más de la mitad de su vida estudiando, para terminar ejerciendo una profesión distinta para la que se estuvo formando, tras emborronar un montón de folios con historias de ficción, muchas de ellas frustradas antes de ver la luz, de tener unos pocos romances interesantes y de haber sido feliz a ratitos (como casi todo el mundo), al final uno termine convertido en el corsario malvado que puebla de aventuras los sueños de unos niños tan afortunados y tan maravillosos. No está mal, no señor.
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