Robert L. Stevenson fue un gran escritor de novelas, e imagino que un prodigioso cuentacuentos. De sus obras destacan
La flecha negra,
El caso de Dr. Jekyll y Mr. Hyde y su celebérrima
La isla del Tesoro. Cuentan que este relato lo fue escribiendo para contárselo cada noche a su hijastro y entusiasmado con el resultado que iba teniendo, decidió publicarlo. Los últimos años de su vida, emigró a los mares del sur con su familia, en concreto a Samoa. Sus afortunados vecinos pudieron disfrutar de sus historias contadas, mientras eran mecidos por el arrullar de las olas en la costa. Entre ellos era conocido como
Tusitala, el hombre que cuenta historias.
Tras una jornada con una noche infernal, el cuerpo y sobretodo la mente, no encuentran paz ni inspiración con que rellenar unas pequeñas líneas. A falta de anécdotas propias dignas de ser relatadas, en algún momento del día, he recordado una historia, que me contaron una vez, que juro que fue cierta y que como hubiese hecho Long John Silver con un tesoro pirata, me la apropio, la hago mía y de aquí en adelante, a partir de la próxima vez que la cuente, diré que me sucedió a mí.
Todo comienza una mañana de domingo en casa de Maite, enfermera, uno de esos pocos fines de semana que tiene la dicha de poder disfrutar con su familia, como haría cualquier ciudadano decente o como hacen los jefes médicos. Maite, vive en una preciosa casa adosada, con su marido, su hijo precioso, un jardincito muy mono, y un perro que completa el conjunto de familia ideal. Esta bucólica situación, a menudo se ve amenazada por las discusiones con los vecinos, a causa de las incursiones en la casa de al lado de Troy, el perro pastor de Maite, que como buen perro, odia a muerte a Zapirón, el gato de los vecinos.
Aquel domingo de primavera, Troy apareció en casa, triunfante, con el trofeo entre sus dientes. Maite casi da un grito de horror. El perro traía el cadáver de Zapirón, completamente manchado de barro y sangre, consecuencia lógica de una feroz batalla en la que Troy había salido triunfante.
Maite quiso morirse. No sabía qué hacer y ni qué decirles a los vecinos de al lado, que como es lógico, adoraban a aquel gato de angora presumido.
Maite tenía que pensar algo y deprisa.
- A pesar de todo, - pensó Maite, - la suerte está de mi parte. Los vecinos se han marchado todo el día fuera, a esquiar a la montaña y tengo toda la tarde para hacer algo.
Las ideas surgieron a borbotones en la cabeza de Maite. Sintiéndose como una asesina, una femme fatale de novela negra de los 40, se hizo con un cómplice, su marido y se dedicó a borrar las huellas del crimen.
Tras limpiar minuciosamente la boca de Troy, cogió el cuerpo inerte del pobre gato y se lo llevó a la bañera. Allí, recordando como cuando hace unos años bañaba a su hijo, se esmeró lavando el cadáver, arrancando cualquier vestigio de sangre, tierra o cualquier suciedad. Para ello empleó a fondo el gel más perfumado que encontró en la bañera.
Para renacer el esplendor marchito de la belleza de Zapirón, nada más adecuado que usar el secador de pelo durante un buen rato, hasta que el felino quedó tan glamuroso como un pompón.
Ya sólo restaba la última parte. Maite entreabrió la puerta de casa. No había nadie por los alrededores ese domingo por la tarde. Salió sigilosamente y se dirigió al porche de entrada de la casa de al lado. Maite, lo niega ahora, pero creo que en aquellos momentos disfrutaba con la consecución de un crimen perfecto. Depositó a Zapirón en el último escalón de la entrada, y lo colocó acurrucado, tal y como solía estar él, a todas horas, cuando tenía vida en su interior.
Cuando llegasen los vecinos se encontrarían a su gato muerto, pensarían que probablemente por causas naturales. Jamás sospecharían que se había tratado de un asesinato.
Una hora más tarde suena el timbre de casa. Maite va a abrir, debe ser Borja, su hijo, que vuelve a casa y que nuevamente se ha olvidado las llaves.
Cuando Maite abre la puerta, se encuentra con su vecina. Está pálida, desencajada, sus ojos expresan el ataque de pánico que se ha apoderado de ella, el corazón casi se le puede escuchar desde el otro lado del recibidor, su voz balbucea y apenas es capaz de articular palabra.
- ¿Qué ha pasado? - pregunta Maite.
- No te lo vas a creer - contesta la vecina. -Ayer murió Zapirón, nuestro gato y lo enterramos en el jardín. Cuando hemos vuelto hoy de esquiar, nos lo hemos encontrado en la escalera de la entrada de casa...