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domingo, 8 de marzo de 2015

La corbata







Mi padre me contaba que de niño iba al colegio con corbata. Como todos los demás niños de aquellos años. Por supuesto, cuando se hizo mayor y fue a la Universidad, todos los jóvenes de aquel entonces llevaban esta prenda. Anudarse una corbata al cuello era tan obvio como ponerse pantalones y camisa antes de salir a la calle. Por eso le extrañó tanto y probablemente lo vería ya no solo como que los tiempos estaban cambiando, sino como una auténtica decadencia, el día en el que me llegó a mí el momento de ir a la Facultad.

- ¡Qué vergüenza! - me decía - Con esa barba de tres días, un estudiante de Medicina... No me digas que no te afeitas cada día porque te pica la cara...
- Pues sí, me pica... - pensaba yo en silencio, ya que me habían dejado sin excusa - y además se lleva así...
- Yo no entiendo las cosas de ahora. En mi época todos íbamos con corbata y si alguno se le ocurría aparecer por clase sin corbata, no le dejaban ni entrar...
 
Evidentemente eran otros tiempos. Pocas ocasiones tenía el joven de mi época de ponerse corbata, salvo alguna boda o la magnífica oportunidad que para un canario se le ofrece cada año, con los famosos carnavales. Lástima que yo no he sido nunca nada carnavalero.
 
Pero a pesar de que para mi generación ya no era un complemento de obligado vestir, seguramente por ese motivo, mi habitual carácter rebelde no tenía un pensamiento de rechazo hacia la corbata, sino todo lo contrario: En realidad, una cierta atracción.
Cuando cumplí los veinte años sentí la necesidad de en algún momento ponérmela y aproveché alguna salida de fin de semana para combinarla con mis vaqueros y chaquetas de tergal, tal y como se llevaba entonces.
 
Aprendí a hacer el nudo de la corbata gracias a Salvador, un gran amigo de mi padre, que cada sábado venía a casa con su mujer a cenar. Él me enseñó dos variantes (ahora sé tres, gracias a mi amigo Jordi Font) y consiguió que cada vez que me anudo una corbata le recuerde y me pregunte en qué constelación de ese inmenso cielo al que se marchó, estará...
 
Y salvo esas pequeñas excepciones de vez en cuando, en las que me atreví a largarme una corbata, y de esta manera dar un poco la nota con respecto al resto de amigos y gente de mi edad, pocas oportunidades tuve para repetir prenda, de una forma más o menos habitual. 
- Tal vez cuando acabe la carrera y sea médico - pensé, pero cuando pude empezar a ejercer, me vistieron de colores chillones, con reflectantes en los pantalones, un polo blanco de puños y cuello azules y un chaleco de color amarillo huevo, o como se dice despectivamente en mi isla, de color amarillo canarión.
 
Eso no impedía que cada vez que tenía ocasión, me fuera comprando alguna corbata, acumulándose en mi armario, soñando que llegara algún momento en el que se convirtiesen en una prenda diaria. Pero a pesar de mis deseos, la corbata ha sido siempre la gran ausente en mi vida.
 
La corbata es como la vida misma. Elegir adecuadamente una es a veces algo arriesgado, porque luego hay que colocarla sobre una camisa y un traje y conjuntarlo todo para que quede perfecto, sin estridencias. Decía que las corbatas son como la vida misma: Hay una fina línea que separa la elegancia o la modernidad, de la horterada. Si no, hagan la prueba y analicen esas corbatas que van circulando por la calle y se cruzan en nuestro camino. Describen perfectamente la personalidad del pedazo de carne que tiene atenazada la corbata.
Por mi trabajo de médico de emergencias he ido cambiando varias veces de uniforme. He tenido pantalones grises, pantalones blancos, azules eléctricos, otros azules marinos, pantalones con cuatro bolsillos, con cinco bolsillos, con velcro, sin velcro, camisa de botones, polos de algodón de color blanco, de color rojo, polos que parecían camisetas de fútbol de colr amarillo o incluso naranja, por no dejar de mencionar los inolvidables chalecos y chaquetones amarillo Gáldar, amarillo Arguineguín e incluso unos de color amarillo Maspalomas.
 
Todo esto, pero de corbata nada.
 
A lo mejor uno por sistema quiere lo que no tiene, puede ser... pero la verdad es que siempre he escuchado con asombro a trabajadores de corbata diaria diciendo:
- ¡No sabes el coñazo que es llevar corbata! ¡Todo el día con la corbata apretándote el cuello...! ¡A quién se le ocurriría inventar la corbata! ¡Estoy deseando que lleguen las vacaciones sólo para no tenérmela que poner...!
Les oigo y sin querer lo comparo con esa otra blasfemia que también escucho de vez en cuando:
- Mmmm. ¡El chocolate es el mejor sustituto del sexo!
 
Y para continuar hablando de placeres, pocos hay tan gratos como cuando terminas de anudarte la corbata y queda perfecta a la primera. Es un acontecimiento casi mágico. Siempre que me sucede tengo unas ganas irrefrenables de marcar con rotulador indeleble el punto en el que comencé a pasar un extremo bajo el otro,para que la ocasión se repita.
 
Desde siempre he soñado con tener un trabajo que me obligue a ir en corbata cada día. Y si he de confesar algún tipo de fetichismo, mi sueño erótico por excelencia es una variante de ese aquí te pillo aquí te mato con el que todos los hombres soñamos con encontrarnos para cuando llegamos a casa. Pero en mi particular versión, justo al flanquear la puerta, te agarran de un tirón de la corbata, obligándote a acercarte a ella, besar sus labios y atrapado por esa correa, así estar a su completa merced.

Igual que nunca dudé que el amor de mi vida algún día iba a llegar, aunque ignoraba cuándo, ni quién sería, cuando apareció  la reconocí de inmediato. Con la misma certeza, de alguna manera sabía que mis días de corbata estaban por venir.
Pienso que la vida son ciclos más o menos largos. El mío parece que comienza a cerrarse. Hace apenas más de un mes que he cambiado de trabajo. Llevo buscando algo así desde hace tres años, tal vez más. Cada día me levanto muy feliz porque por fin puedo vestir mi colección de corbatas que esperaban ansiosas que alguien las retorciera y luciese con orgullo.
Aquí estoy, cada mañana, dejando a los niños en el colegio y marchando al nuevo trabajo muy contento con mi nueva vida. Y mis corbatas.
Las paseo muy feliz todo el día, hasta que llego a casa. A ver si un día de éstos me encuentro con la sorpresa de que los niños no están y entonces sí que espero poder cerrar el círculo completo. Y cuando eso suceda podré decir a todos algo que pienso desde hace muchos años:
Que donde esté una corbata, que se quite el chocolate.

viernes, 23 de abril de 2010

Cebollas


Hoy voy a proponer un pequeño ejercicio de imaginación. Invito a todos los que me leen a que me acompañen. La única que tiene permiso para no seguirme es Lou, que este ejercicio se lo he hecho ¿veinte? ¿treinta? ¿cincuenta veces?
Pues bien, empecemos. Imagina que te levantas una mañana en casa. Todo el mundo ya está en pie y te pones a desayunar con toda la familia. Ves cómo tus hijos se toman la leche con cebolla en polvo disuelta, se relamen y les quedan restos de cebolla en las comisuras de la boca, pasando rápidamente la lengua y sonriendo de satisfacción. No contentos con esta dosis de tubérculos, van mojando en la leche unas madalenas blanditas, recubiertas de cebolla y con trocitos de cebolla cruda dentro. ¡Y les encanta...!
Tú apuras tu caliente café con leche y te levantas. -¡Venga!, ¡venga!, ¡Que se hace tarde! - les dices-. Y como cada mañana, sales corriendo a la calle, a empezar el nuevo día.
Por el camino tu hija se queda rezagada viendo el escaparate de una tienda cuyo cartel dice: CEBOLLAS. Las hay de todos los tipos y colores. Bolitas de cebolla rellenas de cebolla, prensadas al 70%, al 40%, con leche, con frutas, con almendras, con frutos secos, incluso las hay light y hasta para diabéticos...
Dejas a los niños en el colegio, les das un beso y les entregas su mochila con la merienda dentro. Por el resquicio de una cremallera entreabierta ves unos dónuts recubiertos de cebolla, que su madre les había puesto. Ella sabe que les encantan...
Son las cinco: la hora de recogerlos al cole. La mayor va a un cumpleaños de un amiguito de clase. No te lo han dicho, pero ya te imaginas de qué será la tarta que comerá tu hija. Aprovechando esos canguros improvisados, te vas a merendar con tu mujer. Tiene un antojo: le apetece tomarse unos churros con cebollas.
Te das cuenta que vives en un mundo donde todos son distintos que tú. Te cuesta entender que gusten las cebollas crudas a todos, lo que no entra en tu cabeza es que además despierte esa pasión desmedida...
Esto te pasa desde que tienes el primer recuerdo de pequeño, cuando escupiste la primera cebolla que te pusieron en la boca, y la segunda... y la tercera...
Cuando ya te has vuelto mayor como para hablar de sexo sin enrojecerte con los demás, incluso oyes decir a un sacrílego, que la cebolla es el mejor sustitutivo del sexo...
Parece que vives en un universo distinto, donde te acostumbras a no entender nada. Incluso alguna vez he pensado crear un club de gente distinta, como yo. Seguro que alguno más habrá por ahí, escondido, como un asustado miembro de la Resistencia, esperando cada día poder salir de su escondite cuando llegue su esperado contacto y le diga la contraseña convenida: ¿A tí tampoco te gusta el chocolate?