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martes, 14 de enero de 2014

El Otro




Victoria abrió la ventana y una luz anaranjada del sol del atardecer invadió todo el salón de su apartamento. No era el sol de verdad, aunque ya casi nadie lo echaba de menos. Hacía muchas décadas que había quedado oculto por el denso smog y el eterno invierno nuclear que envolvía todo, pero el holograma que se intercalaba entre los dos paneles del vidrio de su ventana, hacían creer que penetraban rayos infrarrojos, dando una falsa calidez y un calor que harían olvidar al propio Sol. 
Se dirigió al centro de la habitación y con cierta melancolía, perdió su mirada en un jarrón con flores transgénicas, con colores vivos, de una intensidad imposible. 
 
Casi a la vez se oyó un chasquido electrónico que hizo que Victoria descendiera de su limbo y dirigiera su vista a la entrada. Daniel cerró la puerta y entró con paso lento, no tan alegre como solía hacer cuando le tocaba volver a casa, después de pasar tanto tiempo fuera. Aunque esto había mejorado últimamente. Desde que había cambiado de compañía, por fin pasaba más tiempo con Victoria. Atrás quedaban las épocas en las que hacía de copiloto en una pequeña y herrumbrienta nave de carga, que operaba en el cinturón de asteroides, transportando minerales, componentes electrónicos, o lo que fuese a las colonias exteriores. Desde hacía unos pocos años había prosperado. Ahora era el comandante de una flamante aeronave de última generación que trasladaba como pasajeros a grandes ejecutivos, deportistas o millonarios, deseosos de viajar con rumbo a lujosas estaciones espaciales. Los anillos de Saturno, se habían convertido en su rutina y habían dejado de ser un destino exótico y lejano, reservado a unos pocos privilegiados. Moviéndose con destreza entre las divisiones de Cassini, estaba tan familiarizado con las rutas estelares de Saturno, que ya apenas tenía que consultar las cartas de navegación para orientarse.
Daniel lanzó sobre la mesa la tarjeta táctil con la que se abría la cerradura de su casa, que comenzó a girar sobre sí misma. Se despojó de su cazadora de vuelo y de su gorra, dejando ambas sobre la mesa, junto al jarrón de flores imposibles.
Se acercó hasta Victoria y como hacía desde el primer día, la agarró por sus estrechos hombros y la besó. Ella pensó que él cerraría los ojos. Ella no lo hizo. Él tampoco.

- Tenemos que hablar - dijo él inmediatamente.
- ¿De qué? - contestó ella intentando disimular sus nervios - ¿De qué quieres que hablemos?
Daniel la miró intensamente, sin dejar de agarrarla por los hombros, impidiendo que ella agachara la mirada.
- Ya sabes de qué - dijo lentamente, de forma cálida - Y yo también.
Daniel hizo una pausa, como para permitirle ordenar sus ideas y que comenzase con su relato:
- Háblame de él.
Victoria dio un paso atrás y se vio arrinconada. Supo que ya había llegado a ese punto en el que no valía la pena seguir ocultando más su historia. Quiso preguntarle cómo lo había averiguado, pero a estas alturas, poco tenía ya importancia. El miedo a contar la verdad sería sin duda compensado con el regalo de la liberación de no tener que esconder más su secreto.

Victoria tragó saliva, pero antes de que un hálito de voz saliera por su garganta, como en un último gesto de misericordia, Daniel le concedió una prórroga y continuó hablando:
- Dime que lo que sé no es verdad.  Dime que sólo has querido pasar unos buenos ratos mientras estaba fuera, porque te sentías sola. Que todo esto es porque necesitabas sentirte querida. Dime que todo se explica porque me echas de menos. Dime que me necesitas siempre a tu lado. Que nunca se te ha pasado por la cabeza dejarme. Dime que en realidad has estado aprovechándote de él, porque no te has cansado de mí y me has olvidado. Dime que en ningún momento has tenido la tentación de compararme con él, porque en tu mundo no hay nadie más importante que yo. Dime que cuando vuelvo de cada viaje tú también tiemblas al verme, y tu corazón también se acelera y también piensas que en todo el Sistema Planetario jamás encontrarías a nadie como yo.

Victoria elevó ligeramente el mentón y sus ojos se encontraron con los de él.
- No, Daniel. No puedo.
Victoria le acarició levemente la mejilla con el dorso de la mano, con un gesto que más que de amor, era de consuelo. 
Daniel la miró con los ojos húmedos, como queriendo decir: ¿Por qué?
Victoria, adivinando su mirada, le contestó:
- No te lo puedo decir, Daniel, porque todo lo que dices, es lo que siento por él.

Se hizo el silencio hasta que Daniel se repuso ligeramente.
- ¿No puedo...? ¿No podemos...?
- No nos hagamos daño, Daniel. No serviría de nada.
- Pero Victoria... Todo el tiempo que llevamos juntos... No podemos dejar escapar todo... Déjame intentarlo... Todavía estamos a tiempo...
Victoria condujo la mano hasta los labios de Daniel, haciéndole callar.
- Daniel... Has llegado demasiado tarde a mi vida. Y aunque te hubiera conocido diez años antes, habrías seguido llegando tarde igualmente, porque él siempre ha estado en mi mente, dentro de mí. Llevo buscándolo toda mi vida, soñando con conocerlo algún día. Cuando le ví, lo supe. Es perfecto. Es él. Lo es todo y ahora, por fin, está aquí, en mi vida.
- Déjame intentarlo - suplicó él, como desembarazándose de las tupidas redes en las que se convertían sus rotundas palabras.
Victoria cerró los ojos, moviendo ligeramente su cabeza a ambos lados, como en un gesto de desaprobación.
Daniel comprendió que había perdido. Y antes de que Victoria los abriera de nuevo y para evitar ser visto llorando, Daniel se dio la vuelta, cogió su cazadora y su gorra y se marchó del apartamento. Allí quedó la tarjeta táctil, inmóvil, junto al jarrón.

Después de un buen rato, Victoria se atrevió a activar el panel de comunicaciones. Una placa de cristal transparente surgió desde una pared. Tocó por la parte inferior y fue iluminándose con números de colores y sonando distintos tonos a medida que iba marcando sobre el cristal.
Enseguida, en un recuadro que ocupaba casi todo el cristal, apareció un rostro que le hizo sonreír levemente.
- ¡Hola! - dijo Victoria - ¡Ya está! Ya lo sabe, Jon. Sí, sí... Se ha ido.
- ¿Estás bien?
- No. Sí. No sé... Estoy triste. Me duele hacerle daño. Pero estoy feliz. Aliviada, eso es. Aliviada es la palabra. Pero no me siento bien del todo.
- ¿Quieres que vaya?
- Sí, Jon. No quiero estar sola. Hoy no quiero hacer el amor. Sólo quiero estar contigo. Necesito que me abraces y no me sueltes en toda la noche.

Más tarde, ya la luz anaranjada tal y como estaba programada, dejó de entrar en el apartamento, dando paso a las luces de los grandes edificios de la ciudad, que tomaron el relevo. La intensa iluminación de la metrópolis, llegaba tenue al apartamento por las nubes de smog contaminado y apenas alcanzaban el torso desnudo de Victoria, abrazada a su amante, en una casi penumbra.
- No va a ser fácil - dijo él - Ya lo sabíamos, ¿no?
- Me da igual, Jon. Que piense la gente lo que quiera. Te tengo a ti y eso es lo único que me importa de verdad. Ya sé que nadie va a entender que me haya enamorado de un robot.
- Un robot que sabe lo que es el amor y es lo que siento estando contigo, Victoria.
- Te quiero tanto... - dijo ella. Sus mejillas se empaparon de lágrimas de felicidad y entonces él la abrazó más fuerte.

 

viernes, 23 de abril de 2010

Cebollas


Hoy voy a proponer un pequeño ejercicio de imaginación. Invito a todos los que me leen a que me acompañen. La única que tiene permiso para no seguirme es Lou, que este ejercicio se lo he hecho ¿veinte? ¿treinta? ¿cincuenta veces?
Pues bien, empecemos. Imagina que te levantas una mañana en casa. Todo el mundo ya está en pie y te pones a desayunar con toda la familia. Ves cómo tus hijos se toman la leche con cebolla en polvo disuelta, se relamen y les quedan restos de cebolla en las comisuras de la boca, pasando rápidamente la lengua y sonriendo de satisfacción. No contentos con esta dosis de tubérculos, van mojando en la leche unas madalenas blanditas, recubiertas de cebolla y con trocitos de cebolla cruda dentro. ¡Y les encanta...!
Tú apuras tu caliente café con leche y te levantas. -¡Venga!, ¡venga!, ¡Que se hace tarde! - les dices-. Y como cada mañana, sales corriendo a la calle, a empezar el nuevo día.
Por el camino tu hija se queda rezagada viendo el escaparate de una tienda cuyo cartel dice: CEBOLLAS. Las hay de todos los tipos y colores. Bolitas de cebolla rellenas de cebolla, prensadas al 70%, al 40%, con leche, con frutas, con almendras, con frutos secos, incluso las hay light y hasta para diabéticos...
Dejas a los niños en el colegio, les das un beso y les entregas su mochila con la merienda dentro. Por el resquicio de una cremallera entreabierta ves unos dónuts recubiertos de cebolla, que su madre les había puesto. Ella sabe que les encantan...
Son las cinco: la hora de recogerlos al cole. La mayor va a un cumpleaños de un amiguito de clase. No te lo han dicho, pero ya te imaginas de qué será la tarta que comerá tu hija. Aprovechando esos canguros improvisados, te vas a merendar con tu mujer. Tiene un antojo: le apetece tomarse unos churros con cebollas.
Te das cuenta que vives en un mundo donde todos son distintos que tú. Te cuesta entender que gusten las cebollas crudas a todos, lo que no entra en tu cabeza es que además despierte esa pasión desmedida...
Esto te pasa desde que tienes el primer recuerdo de pequeño, cuando escupiste la primera cebolla que te pusieron en la boca, y la segunda... y la tercera...
Cuando ya te has vuelto mayor como para hablar de sexo sin enrojecerte con los demás, incluso oyes decir a un sacrílego, que la cebolla es el mejor sustitutivo del sexo...
Parece que vives en un universo distinto, donde te acostumbras a no entender nada. Incluso alguna vez he pensado crear un club de gente distinta, como yo. Seguro que alguno más habrá por ahí, escondido, como un asustado miembro de la Resistencia, esperando cada día poder salir de su escondite cuando llegue su esperado contacto y le diga la contraseña convenida: ¿A tí tampoco te gusta el chocolate?