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sábado, 10 de abril de 2010

¡Siempre listos!

Las malas novelas policiacas siempre dicen que el malhechor vuelve a la escena del crimen. Y un ladrón de historias como yo, no podía evitar hacer lo mismo. La culpa no es mía, estas guardias están siendo muy sosas y carentes de anécdotas que valgan la pena ser contadas. La visita a Martorell la otra noche a las cinco y encontrarme con el Dr. Piernas Inquietas no merecen mayor detenimiento, ni mío ni de sus extremidades. Me han contado que hay un Dr. Potato igualito que el juguete. Me fijaré la próxima vez que vaya, si es que no estoy dormido o en el peor de los casos, podría tropezarme con una oreja suya o con el bigote...
Hoy los Temerosos me condujeron a una rotonda situada entre una gasolinera y un burdel llamado Top Model's. Esta salida (perdón por lo inadecuado del término), pintaba muy bien como anécdota, pero al final se quedó en agua de borrajas.
He aquí que el ladrón, falto de inspiración propia, vuelve al escenario de sus fechorías una vez más. Agatha Christie decía que solamente cuando ves a las personas hacer el ridículo, te das cuenta lo mucho que las quieres. Y como cuentacuentos usurpador de relatos ajenos, traigo aquí la historia que le sucedió a alguien a quien llamaremos Chiviresa, para preservar su anonimato.
Chiviresa es una feliz madre. Sus hijos están entre esa edad en la que ya podrían haberse establecido ellos solitos y haber marchado del nido y esa otra en la que tras no haber tenido suerte, se ven obligados a volver.
Chiviresa es una madre preocupada por sus hijos. Vive para ellos y disfruta siendo hospitalaria y haciendo felices a los demás. Sí, lo reconozco, tengo debilidad por Chiviresa y por eso cuento esto, a modo de pequeño homenaje.
Uno de esos fríos días de invierno, Chiviresa paseaba por la calle, mejor dicho, se desplazaba a pasos cortos y rápidos, como si se le acabase el tiempo o como si la ciudad se le quedase pequeña cuando ella la pisaba. Ese desplazamiento vertiginoso no le impidió ver que en la acera en la que se encontraba, sobre el pequeño escalón bajo el escaparate de un comercio, estaba sentado un joven de una edad parecida a uno de sus hijos. El muchacho tenía la cabeza baja, hundida, como avergonzado de su situación, o tal vez implorando al mundo que alguien como Chiviresa, advirtiese lo injusto que habían sido con él. Sus piernas estaban flexionadas y sus huesudas rodillas se marcaban bajo las perneras de los pantalones. Sobre sus muslos, apoyados ambos antebrazos, cuyas manos agarraban con fuerza una taza, a modo de depósito de limosnas de gente piadosa. Chiviresa es por naturaleza una defensora de causas perdidas y de los más desfavorecidos. No es de extrañar que en aquel pobre desgraciado viese reflejado a uno de sus hijos. Probablemente pensó lo afortunada que era por no ver a uno de los suyos en tal situación de indigencia. Todo eso y su nobleza y bondad, se juntaron en una amalgama de buenos sentimientos caritativos.
Detuvo su paso y retrocedió hasta estar frente al chico, que continuaba sin erguir su cabeza. Chiviresa abrió su monedero y sacó dinero de él. Apresuradamente alargó la mano y dejó caer la moneda en el tazón del indigente. Para su sorpresa, la moneda no emitió ese tintineo que se produce al golpear las paredes del recipiente de cerámica. En cambio, se oyó como un ¡Blop!, que salpicó la cara del joven.
Chiviresa comprendió de inmediato.
El joven alzó la mirada, sin decir una palabra, pero leyéndose en sus ojos: Señora, ¿por qué me tira una moneda en mi café?
Chiviresa se apresuró a decir: Lo siento, lo siento... al menos con la moneda podrás pagarte otro.
Chiviresa notaba cómo iba enrojeciéndose su cara, mientras aceleraba sus pasitos a una velocidad vertiginosa...

martes, 23 de marzo de 2010

Perder el juicio

Aprovechando que hoy tenía día libre, fui convencido por Lou para que la acompañase a un juicio que tenía en Sant Boi. Mientras ella ejercía como abogado, tras dejarla en los juzgados, aparqué el coche en zona azul (casi toda Cataluña es azul) y me fui a desayunar.
Como no era la primera vez que la llevaba a un juicio de éstos y no será la última, pues sigue sin querer sacarse el carnet de conducir, esta vez me llevé lectura. Pensé que sería una buena ocasión para terminar Entre limones, historia que narra la llegada a Las Alpujarras de una familia inglesa, huyendo de la gran ciudad, encontrándose con los maravillosos contrastes que les ofrece lo más profundo de Granada.
Enfrente de los juzgados de primera instancia está el Café Antic (antiguo), que a priori, desde fuera, parecía ofrecerme un buen café y un lugar tranquilo donde terminar mi relato.
La primera sorpresa fue encontrarme con que el Café Antic, de Sant Boi de tota la vida, era atendido por una pareja de chinos.
Bueno, -pensé-, es el precio de la globalización. Supongo que el café será el mismo y al fin y al cabo, como mis intenciones no son hablar con el camarero...
Así que pedí mi café con leche, me senté en mi mesa y abrí el libro por donde tenía la foto de Lou a modo de marcador.
Cuando comienzo a leer el párrafo, entra en el Café y se acerca a mi mesa, una joven de unos 40 años (una niña, vamos), arrastrando los pies, con el pelo sucio y desaliñado. Vestía una rebeca abierta, con mangas más grandes que sus brazos. En su mano derecha llevaba apretujado un billete de 5€. Va con la mirada perdida, la boca semiabierta y con saliva seca en la comisura de sus labios.
De repente, como haciendo un esfuerzo para hablar, me dice: "¿Me puedo sentar aquí?"
Miro hacia atrás y veo que hay muchas mesas libres. No sé por qué, se me escapó un sí y se sentó frente a mí.
Aparta un momento su mirada muerta de mí, le pide al chino que pasaba junto a nuestra mesa una tila y le da el billete arrugado. Yo intento disimular que leo, mientras ella continúa observándome con esa mirada que conoce todo aquél que ha estado en una planta de psiquiatría...
Sigue sin apartar esos ojos caídos de mí, yo leo una y otra vez el mismo renglón. Ella entreabre de nuevo su boca seca y me dice: "Me llamo Ester". Hace una breve pausa y me pregunta: "¿Cómo te llamas tú?"
En ese momento, en perfecta coreografía, se acerca el chino y me trae el café con leche.
¿Que cómo me llamo yo? -`pensé-. Aquí se plantea un problema clásico en mi corta existencia. La verdad es que estoy harto desde siempre, de contestar a eso. Me explico: Desde que recuerdo, siempre que digo que me llamo Mel, tengo que aguantar los mismos chistes, a saber:
- Melmelada.
- Mel Ferrer, o más recientemente Mel Gibson.
- Mel, mmm, ¿De qué viene? ¿De Melquiades?
- Y en Cataluña: Mel i mató (postre catalán a base de miel y leche cuajada).
Todo ello tras repetir varias veces Mel, Mel, Mel..., pues casi nadie es capaz de entender el nombre a la primera.
Así que para evitar más conversación con esta pobre psiquiátrica, le contesté: "Me llamo Jose".
Creo que no hay nombre más fácil de captar, incluso para una psiquiátrica obnubilada como mi amiga Ester.
"Aah" - musitó.
En perfecta sintonía, el chino le trae el cambio y su tila. Creo que dada su bradipsiquia no la necesita, pero ahí estaba...
Pienso que he solventado lo del nombre correctamente en esta ocasión. Y rápìdo. No me gusta no decir la verdad, pero al fin y al cabo, no creo que Ester y yo volvamos a coincidir...
Vacío los sobres de azúcar en el café con leche, los revuelvo rápidamente y para evitar más conversaciones, me tomo el café con leche, como dirían mis paisanos, en tres tanganazos...
¡Qué mala leche tiene el chino! ¡El café estaba hirviendo!
Apuro la taza, cierro el libro por la misma página por la que lo había abierto y me levanto.
Le pago al chino en la barra y miro a Ester, que sigue con la boca entreabierta y le digo con la lengua quemada: "Adiós Ester. Que te vaya bien".
Ella permanece con la mirada fija en el mismo lugar del espacio, como si yo siguiese en la mesa con ella. Tras unos segundos me contesta: "Adios, Antonio..."