Siempre que me sucede igual, me pasa lo mismo. Sí, sí, no estoy diciendo ninguna tontería. El día previo del estreno, siempre me pasan las mismas ideas por la cabeza, que aunque nunca lo reconozca en público, en este medio no puedo ocultarlo.
Desde pequeño tengo una gran paradoja en mi vida. De niño era extremadamente tímido, sonrojándome con mucha facilidad. En cambio, disfrutaba presentándome voluntario a cualquier evento que requiriera hablar en público, tipo teatro, presentación, o demás payasadas.
Cuando estaba en el escenario me transformaba, me subía en una nube y empezaba a flotar por encima de todos aquéllos que me estaban escuchando, o que al menos eran tan educados de poner cara de que me escuchaban.
Pero para llegar a ese estado de limbo, previamente hay que pasar por unas fases dolorosas. En eso, debo reconocer que soy igual que aquel niño, que fundó un grupo musical llamado Los Caníbales, que iba cantando su repertorio de clase en clase con nueve años.
Existe un primer momento de euforia, o más bien de intento de vencerte a ti mismo, en la que sin que nadie te lo pida, te ofreces a hablar en público.
A medida que se va acercando la fecha, vas odiándote profundamente y deseando no haber hecho caso a ese otro yo, ese chulito, sin miedo a nada.
No lo puedo evitar. Son incapaz de que esa frase deje de aparecérseme: ¿Pero quién me manda a mí meterme en esta historia? Que desde este momento hasta el de comenzar a hablar, sacudirá mi cabeza numerosas veces.
Pero esto no es la primera vez que me sucede y que me meto voluntariamente en estos berenjenales. Entre mis numerosas gestas, puedo destacar:
- Haber sido delegado de clase en el colegio varias veces. (Todas voluntarias).
- Cantante del grupo Los Caníbales.
- Dramaturgo, director y actor de obras de teatro.
- Presentador de la gala de fin de curso de COU.
- Haberme presentado voluntariamente a más de la mitad de las asignaturas de la carrera de forma oral (para asombro de muchos de mis profesores).
- Ponente de congresos de estudiantes en La Laguna y un año fui incluso a Berlín, por si fuera poco, a hacerlo en inglés.
- Orador del discurso de fin de carrera de mi promoción.
- Brindis y discurso el día de mi boda.
- Sesiones clínicas.
- Director y profesor de un curso de Medicina Aeronáutica.
Pero esa vena artística todavía perdura. Desde siempre me han hablado de miles de trucos. Eso de ir tocando un juguetito en el bolsillo, les aseguro que no sirve para nada. Sólo consigues que te suden más las manos y que se te acabe perdiendo en el bolsillo el juguete y tú la concentración.
Por más que lo he intentado, jamás he conseguido imaginarme al público o al tribunal desnudos. Y de verdad que lo he intentado, pero debo ser muy simple en cuanto a imaginación.
La única forma que tengo de combatir esto es ensayar y ensayar, pero no sé por qué oscura razón, siempre tengo la sensación de que en casa lo hago mejor que sobre la tarima, cuando llega el momento de la verdad.
Desde que la leí, no hago sino recordar aquella frase de Einstein que decía:
"Mi cerebro no para de dar vueltas y vueltas, hasta que me toca hablar en público"
Mañana, es decir, dentro de unas horas, me toca vivir de nuevo lo de toda la vida. Pasar por el trance de ver a más de cien personas esperando a que abra la boca y diga algo interesante. Lo primero es fácil, lo segundo no tanto.
Sé lo que va a pasar cuando comience la acción. Empezaré con la presentación mil veces ensayada y casi sin darme cuenta, surgirá ese calor a partir de la segunda frase y como otras veces, mi voz dejará de temblar. Esa adrenalina la haré mía y la repartiré adecuadamente a lo largo de toda la ponencia. Y me sentiré feliz con esos escasos veinte minutos, que serán sólo míos y me pondré de nuevo esa dosis de miedo escénico, disfrutando cada instante y como nunca tengo suficiente, este deleite me empujará a que lo vuelva a hacer una vez más y otra... y otra.. y otra...