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miércoles, 15 de octubre de 2014

Tu voz


 
A veces sueñas dormido y otras lo haces despierto. Supongo que esto lo habrás pensado y también te habrá sucedido muchas veces. ¿Qué te voy a enseñar a estas alturas? ¡Tú, que has vivido tanto...! Pero déjame que te lo cuente.

Hace un par de días soñé, o mejor dicho, pensé, o mejor todavía, lo viví casi como algo real, que nuevamente marcaba tu teléfono, descolgabas y me contestabas.
 
- ¿Oigo? - me dijiste, tal y como solías hacer siempre, con esa voz un tanto ronca que cambiaba a dulce en cuanto reconocías que éramos nosotros quienes te llamábamos. Tu voz sonaba igual que cuando me enseñabas los barcos desde tu ventana con tus prismáticos alemanes, me hablabas de la mar y me prometiste subirme algún día a la Nina, tu falúa de práctico.

Tu voz resonaba en mi cabeza y casi de un sobresalto comprobé que aún la tengo dentro de mí, dando vueltas. Y aunque no puedo demostrarlo, ya que no soy capaz de reproducirla, ni de grabarla, ni de mostrársela a nadie, te prometo que podría reconocerla en cualquier parte del mundo. ¡Qué ingratos son los recuerdos, que no pueden ser compartidos! Los recuerdos son como el dolor, como el placer, como los sueños, que pueden intentar explicarse pero jamás se pueden hacer revivir en nadie más.  

Recuerdo perfectamente tu voz, porque no he dejado de escucharla durante todo el día de hoy. Y aunque ya hace treinta años que no me contestas, te sigo escuchando y pensando en ti.

La próxima vez que nos veamos, nos embarcaremos en La Nina y nos iremos mar adentro, lejos de la costa y hablaremos mucho rato. Abuelo, tengo muchas cosas que contarte...


domingo, 29 de septiembre de 2013

Cien años

 
Como cada año, cuando llega el día de San Miguel, el 29 de septiembre, me vuelve a suceder lo mismo. Siempre aparece algún despistado bienintencionado que me felicita por mi santo. Yo lo agradezco educadamente, aunque a estas alturas, ya no explico que aunque me llaman Mel, mi nombre es José Miguel. Ni José Manuel, ni Miguel Ángel, ni Melitón, ni Melquiades. Esto de mi nombre, es un tema clásico. Tanto, que en alguna ocasión ya he hablado del tema.
 
Siempre he oído decir que este debate acerca de mi nombre comenzó incluso antes de que yo naciera. Al parecer, tenía ya unas horas de vida y mis padres todavía no habían decidido qué nombre ponerme. Me han contado una historia, aunque a mi edad tal vez descubra que nada de esto sucedió así. Suele pasar. Ya me sucedió con el hurto del famoso silbido familiar. En cualquier caso, me la seguiré creyendo y la volveré a contar por si alguien, que no creo, aún no lo sabe.
 
Me imagino que habrían sido unos meses de debate. Podía haberme llamado David, Carlos, o vete a saber qué otro nombre... Pero llegó aquel sábado de enero en que hice mi aparición y aún no había nada decidido. Bueno, nada, no... Al parecer había un cierto consenso en que mi primer nombre sería José, en homenaje bilateral a ambos abuelos, que coincidían en eso. Ahora sólo quedaría decidir el segundo nombre. Porque en aquella época se ponían dos nombres. Esto es de gran importancia por si el recién nacido orienta su vida como actor de telenovelas. Un buen nombre artístico abre muchas puertas.
 
Después del trabajo de parto, mi madre estaba descansando en la habitación, dormida. Junto a ella y a mí, se encontraban mi padre y su suegra, es decir, mi abuela Isabel.
Pronto surgiría el tema:
- ¿Ya saben cómo se va a llamar el niño? - preguntó mi abuela.
- Creemos que José - contestó mi padre - pero aún no lo hemos decidido del todo.
- ¿Qué tal José Miguel? - añadió ella - José por sus dos abuelos y Miguel por mí, que nací el día de San Miguel.
 
A mi padre le gustó el nombre y cuando mi madre se despertó le dijo que ya sabían cómo me iba a llamar. A ella le gustó y José Miguel me quedé año y medio, hasta que mi prima Marlis decidió que era muy largo, y me rebautizó definitivamente como Mel.
 
Desde ese día, de alguna manera tengo un vínculo indirecto con ese Santo, que es mío, pero que no lo es. Y con mi abuela, cuyo recuerdo siempre aparece cuando llega su día.
Hoy, para mi asombro, he caído en la cuenta que abuela Isabel hubiera podido haber cumplido cien años. Cien años justos, que son los que van desde aquel lejano 1913.
 
Durante toda su vida fue una mujer muy bella, con esos enormes e inigualables ojos verdes, que siempre hicieron pensar que en alguna época tuvo que haber sido actriz de Hollywood. A mí me recordaba mucho a Ida Lupino, aunque menos guapa que mi abuela.
De haber nacido en otra época, podía haber sido estrella del bel-canto, pero cuando empezó a despuntar desde muy joven y Tenerife se le quedaba pequeño para desarrollar su carrera artística. Se topó con que Madrid estaba muy lejos y tuvo que renunciar a ser cantante de ópera, aunque nunca abandonó su pasión por la ópera, que disfrutaba a todas horas.
 
Tuve la suerte de poder vivir con ella muchos años y haber llegado a una edad en la que pude entender su finísimo humor, cargado de ironía, que si hubiera sido muy niño me hubiera perdido. Su inteligencia, sus ocurrencias, se han perdido para siempre y sólo quedan en nuestros recuerdos.
Por eso, mi hija Marta es Marta Isabel, como pequeño recuerdo a ella.
 
Como pasa siempre con la gente que quieres, una vez que se van, su ausencia de todos estos años me deja muchas cuestiones sin respuesta que me hubiese gustado preguntar. Me sentaría con ella para que me hablase de ese abuelo que nunca conocí, de lo duras que han sido las cosas en algún momento de su vida, de sus alegrías, de sus frustraciones, de las cosas que le hacen sentirse triste. De sus sueños. De las cosas que le dan felicidad...  
 
Cada 29 de septiembre, en ese ficticio santo mío, me acuerdo que hoy estaríamos celebrando su cumpleaños, riéndonos con ella, todos los primos juntos. Pero ahora no está por aquí. Se fue arriba, donde se canta la ópera como auténticos ángeles.
Alguien me dijo que cuando apareció por la puerta, le dieron la bienvenida cantándole el va pensiero. Seguro que le encantó.
No tengo ninguna duda que así fue, porque esa música de Verdi, es lo más parecido que puede haber a estar en el Cielo.
 
 

viernes, 26 de noviembre de 2010

La Mar


El mar es dulce y hermoso. Pero puede ser cruel y se encoleriza tan súbitamente, y esos pájaros que vuelan, picando y cazando con sus tristes vocecillas son demasiado delicados para la mar.
Decía siempre la mar. Así es como le dicen en español cuando la quieren. A veces los que la quieren hablan mal de ella, pero lo hacen siempre como si fuera una mujer. Algunos de los pescadores más jóvenes, los que usaban boyas y flotadores para sus sedales y tenían botes de motor comprados cuando los hígados de tiburón se cotizaban altos, empleaban el artículo masculino, le llamaban el mar. Hablaban del mar como un contendiente o un lugar, o aún un enemigo. Pero el viejo lo concebía siempre como perteneciente al género femenino y como algo que concedía o negaba grandes favores, y si hacía cosas perversas y terribles era porque no podía remediarlo. La luna, pensaba, le afectaba lo mismo que a una mujer.  
El viejo y el mar, Ernest Hemingway


Soy el único médico de una familia muy vinculada con el mar. Mi padre fue el hijo que no siguió la tradición familiar y realizó estudios técnicos, que nada tenían que ver con la profesión de su padre y sí más, con problemas de ingeniería, de tierra adentro. En eso puede que nos parezcamos: Rompemos sagas familiares e iniciamos otras. Yo sé que soy principio y fin de una nueva, de médicos, que no me importa que se extinga. En cambio, veo con tristeza cómo el profundo amor por la mar de mi abuelo, no se ha extendido a la generación de sus nietos. Esa vocación ha sido arrastrada irremediablemente por la marea.

Mi abuelo José Amaro fue práctico del puerto de Santa Cruz de La Palma. Eso le confería una cierta autoridad y consideración de personalidad en la ciudad. A pesar de esto, nunca tuvo ningún reconocimiento ni homenaje alguno. Si no naces en La Palma, nunca serás palmero. Así de ingrato se es en algunos lugares con los foráneos que vienen para quedarse. En cualquier caso, tal y como recuerdo como era, creo que se habría negado a recibir distinción alguna.
Era, como hombre de mar, una persona bastante introvertida. Al menos ése es el recuerdo que a mí me ha quedado. Creo que lo que más feliz le hacía era su familia y en especial sus nietos.

Tengo muy dentro la figura imborrable de mis abuelos y de aquella enorme casa en la que vivían, plagada de detalles marineros por todos lados. Jamás he vuelto a ver un piso de aquellas dimensiones, pero que a pesar de tener tal superficie, no tenía ningún rincón que no fuese entrañable y creo que la culpa la tenía mi abuela Chucha. Lograba que su casa fuese la mía y la de todo el mundo. No ha habido nadie más amable y acogedora.
Tras flanquear la puerta principal, te daba la bienvenida un enorme cuadro, una marina, una fragata que surcaba la mar, luchando contra el oleaje. A menudo me quedaba absorto mirando esa nave, imaginando la espuma salpicando sus cubiertas, mientras el olor a salitre impregnaba todo. El crujir de la madera se alternaba con el vaivén de la proa, que cabeceaba con las olas, penetrando en la mar y saliendo inmediatamente.
De la pared de aquella estancia, colgaban sextantes y en el centro del recibidor, sobre unas figuras de ébano talladas, pendía una enorme lámpara de madera cuyo armazón principal lo constituía la rueda del timón.
A la izquierda, en una habitación cuyo techo estaba poblado por una enredadera que venía de la terraza, que lo tapaba todo, se abría una gran ventana. Y desde la inmensa altura de ese piso, se distinguía toda la bahía.

Muchas veces al levantarme fui allí, y lo veía con sus prismáticos, adelantándose a su propia vista, anticipándose a la llegada de ese barco, que más tarde iría a atracar.
Me decían que era un hombre muy bajito, pero por mi corta edad nunca llegué a sobrepasarlo y darle la razón a todos aquellos que me lo contaron. Para mí, su silueta imponente se interponía en medio de aquel ventanal radiante de luz que lo rodeaba.
No era de explicar muchas cosas, pero sé que le gustaba que estuviese con él y disfrutaba cuando me dejaba mirar por aquellos prismáticos suyos, que no acababan de ajustarse a mis ojos, aún demasiado pequeños.

Un día, cuando ya casi tenía todas las preguntas para hacerle, se hizo a la mar y se perdió para siempre. Y aunque entreabrí mis ojos y fruncí el ceño para intentar verlo, no alcancé a distinguirlo. Fue la primera vez que descubrí que cuando alguien hace ese viaje, se marcha muy lejos. Tanto, que ni siquiera los mejores prismáticos ya sirven para nada.