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viernes, 19 de agosto de 2016

Anuncios de la tele



Hubo una generacion que creció con los anuncios de la radio, con esas graciosas canciones del África Tropical. La mía no se nutrió de esa riqueza lírica y musical. A cambio, fuimos bombardeados por imágenes atrayentes y lemas grandilocuentes
Con la televisión aparecieron anuncios de colonias navideñas: "Tenemos chica nueva en la oficina, se llama Farala y es divina", "Brummel, mejor cuanto más cerca...", el clásico sexual "Busco a Jaques..." y mi favorita, la para mí más sensual, elegante y menos explícita "Vísteme Eau Jeanne...", que tantos pensamientos libidinosos atrajo a mi joven mente prepúber.

Es curioso ver que escotes de Jaques, o muchos otros anuncios, en la era actual nunca habrían visto la luz de los tubos de rayos catódicos, o mejor dicho, de las pantallas LED. Será que en los tiempos de ahora somos más conservadores de lo que se era hace treinta años. Aquello fue de una gran alegría para ojos y mente adolescente como la mía. Aquélla fue una época de pequeñas revoluciones televisivas. Un día me enteré a hurtadillas, que el Consejo de Administración de RTVE, la que por entonces era la mejor televisión de España, había dado luz verde a que se emitiera un anuncio que podía ser a priori polémico: una gama de productos de higiene personal, que llamaba Fa.
Su atrevimiento era que mostraba a una modelo completamente desnuda, nadando en una playa paradisíaca y solitaria.
Desde que me enteré de la noticia, estuve durante varias semanas bien atento a que de una vez por todas apareciera esa famosa rubia en nuestro Telefunken Palcolor, "Las cosas como son..." 

Cuando por fin apareció aquella rubia buceando en esas aguas cristalinas, ruborizado, tuve que mirar hacia otro lado, al observar a mis padres, atentos a mis reacciones.
Padres y anuncios sensuales y libidinosos son una combinación complicada, sobre todo si tienes un nivel de vergüenza muy bajo como era el mío.

Ahora ya no hay anuncios tan explícitos como aquellos. O tal vez sí, pero más sutiles y encaminados al sexo, directamente.
Hace unas semanas me quedé solo con los niños. Lou se fue a cenar fuera con unas amigas.
Ellos delante de la tele y yo preparando la cena.
El comedor se va llenando de destellos de luces que provienen de los anuncios. Yo voy a la nevera a coger unos huevos para hacer una tortilla. Suena la música. Abro la puerta. Se oye una voz en off. Cierro la nevera con los huevos en la mano. Hablan de un producto llamado Durex. Asomo la cabeza y veo a Guille y Marta embelesados en la tele. Por suerte ya no estamos en los 80. En esos días si hubieran anunciado preservativos seguro que lo ilustraban con el 69, el misionero, la carretilla, las tijeretas o el berbiquí libidinoso.
Mis pensamientos son interrumpidos por la voz de Guille que pregunta a su hermana:
-Marta: ¿Sabes lo que es Durex?
Me temo lo peor de su respuesta. A lo mejor a los diez años ya tiene las dudas bien aclaradas.
-No lo sé- contestó rápidamente.
-Bueno- pensé -parece que aún tengo un poco de margen.
-Yo sí- le dijo Guille, muy seguro de saber la verdad, a pesar de tener aún ocho años.
Yo, mientras, permanecía atónito, parado con los huevos en la mano, atendiendo a su respuesta:
-Marta- dijo con rotundidad. -Durex es un ambientador.

Yo no lo hubiera explicado mejor. Para crear un ambiente propicio, no hay nada como los Durex.

domingo, 8 de marzo de 2015

La corbata







Mi padre me contaba que de niño iba al colegio con corbata. Como todos los demás niños de aquellos años. Por supuesto, cuando se hizo mayor y fue a la Universidad, todos los jóvenes de aquel entonces llevaban esta prenda. Anudarse una corbata al cuello era tan obvio como ponerse pantalones y camisa antes de salir a la calle. Por eso le extrañó tanto y probablemente lo vería ya no solo como que los tiempos estaban cambiando, sino como una auténtica decadencia, el día en el que me llegó a mí el momento de ir a la Facultad.

- ¡Qué vergüenza! - me decía - Con esa barba de tres días, un estudiante de Medicina... No me digas que no te afeitas cada día porque te pica la cara...
- Pues sí, me pica... - pensaba yo en silencio, ya que me habían dejado sin excusa - y además se lleva así...
- Yo no entiendo las cosas de ahora. En mi época todos íbamos con corbata y si alguno se le ocurría aparecer por clase sin corbata, no le dejaban ni entrar...
 
Evidentemente eran otros tiempos. Pocas ocasiones tenía el joven de mi época de ponerse corbata, salvo alguna boda o la magnífica oportunidad que para un canario se le ofrece cada año, con los famosos carnavales. Lástima que yo no he sido nunca nada carnavalero.
 
Pero a pesar de que para mi generación ya no era un complemento de obligado vestir, seguramente por ese motivo, mi habitual carácter rebelde no tenía un pensamiento de rechazo hacia la corbata, sino todo lo contrario: En realidad, una cierta atracción.
Cuando cumplí los veinte años sentí la necesidad de en algún momento ponérmela y aproveché alguna salida de fin de semana para combinarla con mis vaqueros y chaquetas de tergal, tal y como se llevaba entonces.
 
Aprendí a hacer el nudo de la corbata gracias a Salvador, un gran amigo de mi padre, que cada sábado venía a casa con su mujer a cenar. Él me enseñó dos variantes (ahora sé tres, gracias a mi amigo Jordi Font) y consiguió que cada vez que me anudo una corbata le recuerde y me pregunte en qué constelación de ese inmenso cielo al que se marchó, estará...
 
Y salvo esas pequeñas excepciones de vez en cuando, en las que me atreví a largarme una corbata, y de esta manera dar un poco la nota con respecto al resto de amigos y gente de mi edad, pocas oportunidades tuve para repetir prenda, de una forma más o menos habitual. 
- Tal vez cuando acabe la carrera y sea médico - pensé, pero cuando pude empezar a ejercer, me vistieron de colores chillones, con reflectantes en los pantalones, un polo blanco de puños y cuello azules y un chaleco de color amarillo huevo, o como se dice despectivamente en mi isla, de color amarillo canarión.
 
Eso no impedía que cada vez que tenía ocasión, me fuera comprando alguna corbata, acumulándose en mi armario, soñando que llegara algún momento en el que se convirtiesen en una prenda diaria. Pero a pesar de mis deseos, la corbata ha sido siempre la gran ausente en mi vida.
 
La corbata es como la vida misma. Elegir adecuadamente una es a veces algo arriesgado, porque luego hay que colocarla sobre una camisa y un traje y conjuntarlo todo para que quede perfecto, sin estridencias. Decía que las corbatas son como la vida misma: Hay una fina línea que separa la elegancia o la modernidad, de la horterada. Si no, hagan la prueba y analicen esas corbatas que van circulando por la calle y se cruzan en nuestro camino. Describen perfectamente la personalidad del pedazo de carne que tiene atenazada la corbata.
Por mi trabajo de médico de emergencias he ido cambiando varias veces de uniforme. He tenido pantalones grises, pantalones blancos, azules eléctricos, otros azules marinos, pantalones con cuatro bolsillos, con cinco bolsillos, con velcro, sin velcro, camisa de botones, polos de algodón de color blanco, de color rojo, polos que parecían camisetas de fútbol de colr amarillo o incluso naranja, por no dejar de mencionar los inolvidables chalecos y chaquetones amarillo Gáldar, amarillo Arguineguín e incluso unos de color amarillo Maspalomas.
 
Todo esto, pero de corbata nada.
 
A lo mejor uno por sistema quiere lo que no tiene, puede ser... pero la verdad es que siempre he escuchado con asombro a trabajadores de corbata diaria diciendo:
- ¡No sabes el coñazo que es llevar corbata! ¡Todo el día con la corbata apretándote el cuello...! ¡A quién se le ocurriría inventar la corbata! ¡Estoy deseando que lleguen las vacaciones sólo para no tenérmela que poner...!
Les oigo y sin querer lo comparo con esa otra blasfemia que también escucho de vez en cuando:
- Mmmm. ¡El chocolate es el mejor sustituto del sexo!
 
Y para continuar hablando de placeres, pocos hay tan gratos como cuando terminas de anudarte la corbata y queda perfecta a la primera. Es un acontecimiento casi mágico. Siempre que me sucede tengo unas ganas irrefrenables de marcar con rotulador indeleble el punto en el que comencé a pasar un extremo bajo el otro,para que la ocasión se repita.
 
Desde siempre he soñado con tener un trabajo que me obligue a ir en corbata cada día. Y si he de confesar algún tipo de fetichismo, mi sueño erótico por excelencia es una variante de ese aquí te pillo aquí te mato con el que todos los hombres soñamos con encontrarnos para cuando llegamos a casa. Pero en mi particular versión, justo al flanquear la puerta, te agarran de un tirón de la corbata, obligándote a acercarte a ella, besar sus labios y atrapado por esa correa, así estar a su completa merced.

Igual que nunca dudé que el amor de mi vida algún día iba a llegar, aunque ignoraba cuándo, ni quién sería, cuando apareció  la reconocí de inmediato. Con la misma certeza, de alguna manera sabía que mis días de corbata estaban por venir.
Pienso que la vida son ciclos más o menos largos. El mío parece que comienza a cerrarse. Hace apenas más de un mes que he cambiado de trabajo. Llevo buscando algo así desde hace tres años, tal vez más. Cada día me levanto muy feliz porque por fin puedo vestir mi colección de corbatas que esperaban ansiosas que alguien las retorciera y luciese con orgullo.
Aquí estoy, cada mañana, dejando a los niños en el colegio y marchando al nuevo trabajo muy contento con mi nueva vida. Y mis corbatas.
Las paseo muy feliz todo el día, hasta que llego a casa. A ver si un día de éstos me encuentro con la sorpresa de que los niños no están y entonces sí que espero poder cerrar el círculo completo. Y cuando eso suceda podré decir a todos algo que pienso desde hace muchos años:
Que donde esté una corbata, que se quite el chocolate.

martes, 1 de junio de 2010

Celebro mi cerebro



Esta mañana cuando comencé la guardia en el helicóptero tenía la corazonada de que alguna situación curiosa me brindaría la oportunidad de redactar unas líneas. Así vive el escritor mediocre, como el cazador de mariposas, agitando la red, esperando capturar algún coleóptero.
Y como suele suceder, en el lugar más recóndito, surge la excusa para escribir.
En un rincón de la UCI del Hospital de Sant Pau de Barcelona, donde había trasladado al segundo paciente del día, me lo encontré.
Estaba tirado, deliberadamente abandonado, desparejado,  descuadrado, despreciado, dejado, doblado por el medio, el diario de hoy. 
Lo desdoblé rápidamente y como sucede en ocasiones, entre el maremagnum de conflictos bélicos, diatribas políticas y hazañas deportivas fugaces que no trascienden más allá de una jornada, aparece ante tí un personaje interesante cuya entrevista no tiene la trascendencia de la inmediatez del día en que se publica, pero precisamente por eso, puede alargarse y permanecer vigente a lo largo del tiempo. 

Hoy aparece una neuropsiquiatra, experta en el estudio neuronal del comportamiento sexual del ser humano, adelantando las diferencias entre el hombre y la mujer, en cuanto al deseo y la importancia del sexo en su comportamiento.
La entrevistada comenta que hay un malentendido clásico entre hombres y mujeres.
Sus pacientes varones a los que se les pregunta: "¿Cómo sabes que ella te quiere?", contestan: "Porque practica el sexo conmigo".
En cambio ellas suelen responder: "Porque habla conmigo" o las más ingenuas: "porque me escucha".

Pido perdón por la parte que me toca, pero este impulso sexual,  es ajeno a mi voluntad, o a la educación espartana que me han dado. Al parecer, todo está expresado en un gen, que a los hombres nos mantiene en un estado de "salidera" constante, volviendo loco a nuestro cerebro con destellos de excitantes ideas libidinosas, que no siempre somos capaces de reprimir. La mujer, por otro lado, está sometida a los efluvios de las secreciones hormonales, con esas descargas caprichosas e inconstantes, que tanto despistan al siempre alerta macho alfa.

Pero que nuestras mujeres no teman por este acoso constante, ya que como todo, este deseo sexual está condenado a un final más o menos lejano.
Robert Redford ha dejado de ser para mí un mito, desde que dijo que los 70 años habían sido un alivio, pues le habían liberado del impulso sexual que le había acompañado toda su vida. Irónicamente se sentía descansado por "no tener que ir más donde iba mi rabo".

Visto lo visto y ya que somos como ese junco flotando en una corriente irrefrenable de testosterona que lo arrastra, y dado que me quedan aún casi 30 años de cerebro lujurioso, mejor recojo mis cosas, y en cuanto acabe esta guardia, me marcho corriendo a casa.