jueves, 29 de agosto de 2024

La carrera


 







¡Preparados! ¡Listos! ¡Ya!

Estas palabras resuenan en nuestras cabezas. No queremos dejar ni un milisegundo fuera, y salimos rápido en cuanto podemos arrancar tras ese ¡ya!, que es como un pistoletazo.

Cada instante es importante. Es una carrera donde hay un solo ganador y un perdedor: Guille y yo. Yo y Guille.

Despegamos los pies y la arena salta hacia atrás debido a nuestro impulso frenético hacia adelante. Pero esta carrera que hacemos ahora, empezó a celebrarse mucho tiempo atrás.

Esta es la foto de la que probablemente fue la primera edición de esta magnífica competición. Desde aquel momento hace unos doce años, repetimos esa carrera. Ya no lo hacemos en una pista de atletismo, como la primera vez, sino en la playa, cuando estamos de vacaciones.

Como los espetos, el chiringuito y las palas en la playa, no ha habido desde entonces, un solo verano en que no hayamos revivido este momento. Es una tradición más. Sin faltar un solo año.

Siempre el último día, de la última tarde, cuando los rayos de sol parecen languidecer más que todos los otros atardeceres del verano. La arena, la espuma del mar y las olas quieren despedirse de nosotros, sabiendo que no nos volverán a ver hasta el año siguiente.

Antes de recoger por última vez todo nuestro despliegue, cuando apenas queda nadie en la playa, Guille siempre me pide, una vez más, que hagamos nuestra carrera. Confiado, espera que este año sea el que consigue, por fin, ganar a su padre. Nunca pierde la esperanza. Sabe que algún día llegará. Yo me esfuerzo para que ese día sea dentro de mucho tiempo, o si es posible, ¿por qué no?, que no suceda nunca.

Pero una cosa es cierta: Pasa el tiempo y los años. Y con ellos va variando la distancia que nos separa en cada carrera y el esfuerzo que me cuesta para ganarle. Es decir, cada vez menos en lo primero y mucho más para lo segundo.

Hoy volvemos a tener nuestro duelo. Esperaba que se le olvidara, pero no. Nunca se le olvida. Se debe ver fuerte. A lo mejor piensa, el muy iluso, que su gran día ha llegado. 

El no lo sabe, pero el año pasado tuve que apretar a fondo para no verme superado, pero si me costó mucho o poco, solo lo sé yo. Aún tengo margen para aguantar el tirón unos años más. Sea lo que sea, solo hay una cosa importante; pasar por delante de él y que muerda el polvo (o la arena), una vez más.

Sé que este año ha crecido mucho; la adolescencia también tiene sus aspectos positivos... Pero por mucho que haya estirado, o que esté en forma gracias al rugby, aún tengo mucha confianza en mis posibilidades. A lo mejor es mi último año de victoria, aunque no tengo la más mínima duda de quién ganará otra vez. Tengo una edad, pero físicamente estoy bastante bien. 

Trazamos una línea en la arena. Unos cien metros más adelante otra, con Lou, Marta y Clara de jueces, por si hiciera falta la photo-finish. Lo dudo. Mi victoria será incuestionable.

Chillan a lo lejos la orden para comenzar y obedientes, sin perder ni un instante, salimos en tromba, intentando marcar distancia uno con otro.

A los diez metros ya necesito la respiración asistida. Y las gafas. Porque apenas puedo ver ya a Guille. Ha salido como un cohete. La distancia que me saca es enorme. E insultante.

Veo que llega a la meta cuando voy un poco más de la mitad del recorrido. Encima, afloja el ritmo, dejándose llevar, y se gira hacia atrás, como para regodearse en la victoria.

Eso no lo hice yo, ni cuando corrimos por primera vez cuando él tenía tres años.

¡De dónde habrá salido este niño! ¡Qué vergüenza!

Eso no se hace con un padre. No hay derecho.


domingo, 26 de mayo de 2024

La Última

 

Siempre hay una última. Esa última copa que es la que más apetece, una última parte del partido donde están todas las esperanzas para remontar, la última cucharada del postre más rico, que se lo cedes a la persona que más quieres. Una última mirada que es la que se queda grabada en nuestra alma. Un último día de playa del verano, que te da fuerzas para que pase rápido el invierno, o ese último beso, que es el que más sabor tiene y que te hace amar y desear más.


Son tantas las veces en que la última no es la última, porque en el fondo sabemos que la vida nos volverá a otorgar una nueva oportunidad. La última película que fuimos a ver al cine, que será seguida por muchas otras, porque siempre esperaremos que sean mejores. Nos engañamos si pensamos que la última vez que salimos a cenar con aquellos amigos y que lo pasamos tan bien, no se va a repetir. O que ese último viaje, que fue tan inolvidable, que estemos deseando que pronto sea desbancado por otro mucho más maravilloso.


Pero hay otras tantas cosas, que aunque queramos con todas fuerzas que no lo sean, son últimas de verdad: el último suspiro, el último aliento, el último latido del corazón…


Escribo todo esto, porque me dirijo a una de esas últimas-últimas.


Llego a Tenerife, a encontrarme de nuevo con la casa que soñó mi padre. Esa casa que ideó, dibujando sus planos. Me acuerdo de tenerlo sentado junto a mí, explicándome cómo iba a quedar, entusiasmado por enseñarme las habitaciones y en especial, cómo iba a ser la mía. Incluso yo le sugerí cosas, que añadió. Cada fin de semana se levantaba muy temprano para llegar al terreno a amasar cemento e ir levantando tabiques, hasta construir todo lo que es hoy, con tanto amor, cariño e ilusión. 


Llego a la isla sabiendo que en unos pocos días vendrá alguien desconocido, a quien le hemos vendido la casa de mi padre. Esta casa que fue su sueño y que quiso tanto… Tanto, que sé sin dudarlo, que forma parte de él mismo. 


Esta nueva familia ocupará esos espacios que no hace mucho rellenaba mi padre y un poco más hacia atrás en el tiempo, yo mismo con él, hasta que inicié mi propia vida.

Estas personas llegarán con sus nuevos enseres, con sus vidas, sin imaginar todos los momentos que hemos vivido allí.

No podrán saber que cada rincón tiene un sentido y que mires donde mires, todo tiene un porqué. 

Nos iremos y ellos vendrán y solo quedarán los muros, que estaban antes plagados de cuadros, fotos y que ahora desnudos de cualquier recuerdo, como fieles testigos que tienen toda nuestra confianza, nunca contarán a nadie su historia, por muy bonita que fuera.


Recuerdo cuando mi tío Pepe vendió su casa del Médano hace muchos años a un inglés y le dejó sobre una repisa una nota a mano en su idioma. Le deseó que fuese tan feliz como él lo había sido allí con mi querida tía Piluca. Ahora ya entiendo todo lo que quería decir.


En mi casa de Guamasa viví una etapa importante de mi vida. Estudié mi carrera de Medicina, corrí mi primera carrera popular, o incluso aprendí a hacerme el nudo de la corbata, pensando que así ligaría más al salir los sábados por la noche. En esas habitaciones cambiamos los pañales de cada uno de mis hijos y les hemos visto crecer. Hasta a alguno se le cayó un diente y fueron visitados por el ratoncito Pérez. Pero este no fue el único visitante ilustre. También vinieron Papá Noel y hasta los Reyes Magos con sus regalos, dejándolos junto a la chimenea. Allí compartí mi vida con mi perro Phil, que se fue tan pronto y que tanto he echado de menos. Chicho, Bruno, y el bueno de Blas, hace mucho que también dejaron de corretear y ladrar por ese jardín y ese huerto, donde comí fresas, limones, naranjas, jugosos melocotones y esos deliciosos aguacates que recogíamos cada día y que me cuesta pensar que nunca más volveré a probar. En ese jardín planté mi primer árbol, del que colgué mi primera hamaca cuando esa palmera creció lo suficiente y que aún desafía al cielo con tocarlo algún día y encontrarse allí con mi padre.


Tal vez haga lo que hizo mi tío Pepe. Quizás les escriba algunas líneas a los nuevos dueños y se las deje a la vista, como hizo él. Y eso será lo último que haga en mi casa. Entonces me daré la vuelta y me iré, y sin mirar atrás para no llorar más, cerraré la puerta de mi casa… por última vez.