sábado, 1 de diciembre de 2018

Mi medicina















Los fármacos cualquiera que sea su presentación, tienen un excipiente, que es donde nada el principio activo. Los excipientes son lo que hacen que un jarabe sea nauseabundo o que te relamas con su sabor. El principio activo es la medicina de verdad, la que no tiene efecto, la que mitiga, la que alivia, o la que cura la enfermedad.
La vida es como la propia Medicina. Hay enfermedades, como el amor, que se tienen una vez en la vida y que dejan recuerdo. Hay otras que por nuestro cuerpo pasaron una vez, pero éste un día decidió olvidarlas por completo.
Hay también enfermedades que no se curan. Porque no hay tratamiento, o porque no queremos que se vayan jamás. Pocas cosas se pueden hacer si los pacientes no quieren curarse.

En esta consulta médica improvisada, debo confesar que estoy enfermo. Padezco una dolencia que presumo no me va a abandonar. Todo empezó hace ya muchos años, cuando apenas había cumplido los treinta. Como todas las enfermedades, cuando se presentan, se adquieren casi por descuido. Nadie te avisa de lo que te va a pasar. El sistema inmune estaría de vacaciones. A mí me entró por la vista, luego por el oído y finalmente por todos los poros de mi piel. Para cuando me di cuenta de mis síntomas, ya la infección era generalizada.

Tengo una enfermedad crónica. De esas que son difíciles de tratar. Se llama Lourdes. Ella es mi enfermedad, pero a la vez es mi medicina. 
Desde que entró en mi vida puedo decir que la cambió por completo. Se llevó lo peor y a cambio me hizo feliz, me hizo amante, me hizo padre y con el paso del tiempo me di cuenta que me hizo ser una mejor persona. 
Ya hace tiempo que me tomo puntualmente mi medicina, sin olvidar ninguna toma. Mi medicina la necesito. Cada vez más y a mayor dosis. Ya no puedo irme lejos sin tenerla junto a mí. Siempre me la llevo conmigo.
Hay cápsulas, grageas, inhaladores, comprimidos, pero ella viene en una presentación única, que jamás había visto antes.
El jarabe de sus besos es delicioso y la suavidad de sus caricias aún me sigue estremeciendo. La miro cuando está despierta y la observo cuando duerme. Pienso en ella y sé que cada vez la quiero más y más. A estas alturas no puedo esconderme ya. Sé que estoy enfermo de ella, como sé que de esta enfermedad no quiero curarme nunca.

viernes, 31 de agosto de 2018

Una noche de verano























Una noche de verano. Una de esas que se alargan hasta horas que jamás soñaríamos estar despiertos durante el invierno. Así son las vacaciones. Esa laxitud te permite ser permisivo con tus gastos, con tus horarios y con la relación con tus hijos.
Aún hace calor, porque las noches de verano son así, de sonidos de grillos y de calor que no se quiere marchar. Llega la hora de irse a dormir. Porque aunque parezca mentira, ese momento existe.
Besos a todos, en varias sesiones repetidas, como no podía ser de otra manera en una familia en la que me ha tocado estar, donde los besos son como el oxígeno que se respira, o los pasos al andar. Rondas y más rondas de besos. Todos se van a sus habitaciones, pero cuando parece que ya comienza la calma, uno de ellos se da media vuelta y viene hacia mí. Estamos solos. Parece que lo sabe, porque nadie más nos escucha.
--Papá… —me dice.
--¿Qué pasa?
--Nada…
--Cuéntame.
--No, nada… Era una tontería —mientras amaga con volverse.
--Dímelo. Seguro que no.
--No sé… —duda, pero le ayudo con mi mano en su hombro.
--¿Sí?
--Es que… Solo quería decirte que te quiero. Que te quiero mucho.
Le abrazo. Se me adelanta y me abraza él.
--Yo también, Guille.
--…Y que me encanta que seas mi padre.

Aquella noche de agosto parece que la brisa quiere hacerse notar. Entra despacio por entre las ventanas entreabiertas. Nosotros le hacemos sitio.

miércoles, 18 de abril de 2018

La Luz de la Noche













-¿Qué es lo que ha pasado, Guille?
-Cuéntaselo a Papá, no tengas miedo- dijo su madre.
-¿El qué?
-Lo del cole, lo de esta mañana en clase... Explícaselo a Papá.
-No he hecho la presentación de mi poema.
-¿Por qué? Si ese poema para los Juegos Florales que has escrito sobre la Luna era precioso. Seguro que te eligen para representarlo en el teatro a todo el colegio. A mí me gustó mucho. ¿Verdad, Lourdes?

Ella asintió, mientras Guille comenzó a hablar y su explicación se llenó de sollozos:
-Estaba muy nervioso. Me puse a crujirme las manos y a temblar y todos se pusieron a reír. Entonces me callé, no continué y me senté en mi mesa.
-Pero si te lo sabías muy bien.
-¿Qué te dijo Silvia, tu profesora? --pregunté.
-Me dijo que no me preocupara y que volviera a salir a contarlo.
-¿Y saliste otra vez?
-No. Dije que no iba a salir más. Entonces me dijo que lo dejara para mañana.
-Pues mañana lo intentas otra vez.
-No, Papi. Me da mucha vergüenza. Seguro que lo hago fatal. Me da igual que no me elija nadie.
-Guille: no te tiene que dar vergüenza hablar delante de todos. Tú lo haces muy bien.
-No, Papá. No lo voy a hacer. Se van a volver a reír de mí.
-Escucha, Guille: -dijo su madre-. Con esa timidez no consigues nada. Piensa que es como un jugador de rugby, uno de esos que se escapa por la banda, vas corriendo a por él y lo placas con fuerza, como tú sabes hacer. Tienes que ganar a la timidez. Tú tienes que ser más fuerte.
-Con la timidez siempre perdemos cosas, Guille. Nunca, nunca, ganamos nada.
-Papa: tú me has dicho que cuando eras niño eras muy tímido. 
-Por eso te lo digo, Guille. En mi vida me he quedado sin poder hacer muchas cosas por mi timidez. Y eran cosas que me apetecían mucho.
-No quiero hacerlo. Me da igual. No puedo.
-Escucha una cosa, Guille. Nadie sabe tu poema. Si te equivocas, no se dará cuenta nadie. 

Se quedó mirándome, como cómplice de una estratagema que empezaba a gustarle.
-Te voy a dar unos trucos y verás cómo todo irá muy bien mañana.
-¿El qué?
-Cuando salgas, no te cojas las manos. Piensa que nadie se lo sabe mejor que tú. Es tu poema. Lo escribiste tú. Nadie puede decirlo mejor que tú. Empieza a hablar fuerte, para que te oigan los de la última fila. No mires a los que tienes delante. Mira la pared del fondo, luego despacio, mientras sigues recitando, miras la esquina del fondo a la izquierda, luego la de la derecha. Vas hablando despacio y entonces miras a la gente de la derecha, luego al frente y luego a la izquierda, y vuelves a empezar. Todos pensarán que les estás hablando a cada uno de ellos, pero en realidad tú estás dando vueltas con tu mirada por la clase sin fijarte en nadie. Así parecerás muy seguro. Ya verás que así te saldrá súper bien.
-Pero no voy a ganar.
-Da igual, Guille -dijo Lourdes-. Le ganarás a la timidez. Lo demás no importa. Tú eres más fuerte y podrás con ella.
Después de un rato, Guille se fue a acostar. Le di un beso de buenas noches. 
-No te preocupes por nada -le dije-. Todo irá muy bien. Te quiero.
Apagó su luz, cerró sus ojos, y en seguida se quedó dormido.

Se hace de día. Hoy estoy de guardia en la ambulancia. Van pasando las horas y llega la hora de comer. Llamo a Lourdes. Estoy impaciente por saber de él.
-Espera -me dice, casi sin saludarme- Guille tiene algo que decirte.
-¿Cómo ha ido, Guille?
-Muy bien, Papi. He dicho mi poema.
-Me alegro mucho. ¿Qué tal?
-¿Sabes una cosa? Me han votado los niños y he quedado tercero.
-¡Muy bien! Estoy muy contento, Guille. 
-Espera, que es el que ha quedado segundo dice que le da mucha vergüenza y que no quiere ir al teatro, así que iré yo.
-¡Qué bien! ¡Me alegro un montón!
-¿Sabes una cosa?
-¿Qué?
-Que me equivoqué en una palabra, pero como nadie sabía mi poema, no se dieron cuenta.
-¡Te lo dije!
-Ya...
-Guille: 
-Dime, Papi.
-Que estoy muy orgulloso de ti. Te quiero mucho.
-Yo también, Papi.


sábado, 27 de enero de 2018

Una clase de Ciencia













Hoy me he sentido como uno de mis héroes de mi infancia. He tenido el privilegio de ir a hablar de una de las cosas que más me gustan: El Espacio.

Hace una semana, probablemente porque sabían de mi pasión por el Universo, me propusieron dar una charla sobre estos temas. No me pude resistir. Hablar a una audiencia siempre ha sido uno de los pequeños placeres que me ha encantado disfrutar. 
Así que llegó el día y me presenté en el lugar en el que iba a presentar mi tema.
Subí las escaleras del recinto donde iba a dar la conferencia y al abrirse una puerta, allí ya estaba mi público, en silencio, esperando impaciente mi llegada. Encontrarte con ellos sobrecoge. Es algo que siempre sucede. En esos segundos te preguntas si conseguirás engancharlos y hacer, como decía Vallejo-Nájera, que en vez de moverse en sus asientos, se mueva algo dentro de sus corazones. 

Entré, coloqué mis cosas, cargué mi presentación y un apagado murmullo acompañó mis preparativos. Estaban impacientes porque comenzara. Contaba con casi una hora para hablar con unas 84 personas, dispuestas todas ellas a que les explicara cosas sobre La Luna, sus fases, los eclipses y cómo llegaron a ella los primeros astronautas.
No es que se tratara de un público entendido, pero sí que pude comprobar que era muy exigente con el posible resultado y de cómo podía explicarles a su nivel toda esa información. Tendría que tenerlos despiertos durante todo ese tiempo, manteniendo su atención y concentración. Desde que salí de casa imaginé que no iba a ser fácil.

Siempre hay cosas inesperadas y hoy no sería una excepción. El ordenador con el que iba a exponer el tema, se quedó colgado, así que mientras solventaban los problemas, improvisé presentándome y haciendo alguna gracia. Para eso, nada como comenzar hablando de tus hijos, en qué curso están y lo que hacen normalmente, contando alguna travesura y así arrancar las primeras sonrisas. Eso siempre da resultado. Y hoy, precisamente, no iba a fallarme el truco. Así ganaría un poco de tiempo. Por fin, todo se solucionó, y en la pantalla tras de mí, apareció la primera imagen: Una grandiosa luna llena. Continué con mi introducción e intenté explicar con el mejor de mis esfuerzos, paso a paso, mi presentación.

Todos miraban atentos mis movimientos por el escenario, con los ojos muy abiertos y con caras de asombro. Me interrumpieron varias veces para hacerme preguntas, pero es algo a lo que nunca me he podido resistir, así que no tuve más remedio que darles paso y debo decir que no me arrepiento en absoluto, porque eran muy interesantes. Algunas de ellas fueron:

- ¿Cómo apareció el oxígeno en la Tierra?
- ¿Hay más planetas que tengan vida?
- ¿Cómo se puede saber si unos planetas son más calientes que otros?
- ¿Cuándo volveremos a La Luna?

Me sentí como mi querido Carl Sagan, que me acompañó desde mi infancia en el camino del descubrimiento de la Ciencia. Era un divulgador increíble, que sabía plantar en ti la semilla del querer saber. Un extraordinario cuentacuentos, que nos explicaba el Universo, nuestros planetas y la Ciencia. Su obra maestra Cosmos, cambió mi vida y su libro aún lo conservo en mi biblioteca de obras más preciosas. Desde que desapareció, le he echado mucho de menos. Ya no tengo a nadie que me explique los avances de la Ciencia y que vuelva a sentirme como aquel niño que hacía volar su imaginación mientras a los pies de su cama le iban contando un cuento.

Yo explicaba con gestos grandilocuentes a los asistentes a mi charla, con el fin de no perder su atención. Saqué a varios de ellos al escenario para representar una pequeña obra que me ayudaría en mis explicaciones. Mediante pelotas y balones de colores, les hice girar sobre sí mismos, tal y como lo hacen los cuerpos celestes, para así poder explicar cómo se producían los eclipses. No podía dejar de ver sus caras de asombro y placer por descubrir cosas nuevas. Las mismas que yo debía tener cuando vi a Carl Sagan en la televisión, explicándome los misterios aún por descubrir del Universo. En medio de ese público, compuesto por niños de siete años, sumergida entre sus amigas y compañeros, estaba mi hija Clara, con una sonrisa preciosa, que solo ella sabe hacer, orgullosa de ver cómo su padre, por un día, se convertía en su profesor.