Ya he perdido la cuenta de las veces que he cogido un avión. Han sido tantas, que podría decir que lo he hecho mil veces y no me equivocaría en gran número. Mil es una buena cifra, así que creo que empezaré de nuevo.
He viajado en avión mil veces y a pesar de que conozco mucha gente que tiene pánico a volar, la verdad es que nunca me ha sucedido nada que me haga tener miedo a volverlo a hacer. Si he de ser sincero, es uno de los lugares en los que me encuentro más cómodo. Un magnífico sitio donde leer tranquilamente, disfrutar del paisaje o escribir.
No así piensa mi familia política, el clan de los Gómez, célebres por su aversión a conducir y el pánico irracional a los aviones.
Como buena Gómez, Lou ha heredado estas dos grandes pasiones de su familia, incrementando incluso el patrimonio familiar, en este aspecto.
Subirse en ese aparato es una tortura inenarrable, que requiere una precisa concentración, llevar uñas largas para disponer de ellas en el viaje y una tableta de valerianas en el bolso.
No es sólo las turbulencias, que he de decir que son bastantes incómodas, porque no te dejan leer con tranquilidad, hay más.
El típico viaje al terror de Lou, tiene tres etapas fijas, que nunca fallan:
La primera es justo en el momento en que toca embarcar, mejor dicho, dos minutos más tarde de que comienza el embarque, cuando casi nos toca pasar. Ahí es cuando se relaja su vejiga y debe imperiosamente ir al baño, lo que muchas veces me ha dejado esperando por ella, junto a la azafata de tierra, mi trolley y los dos billetes de embarque en la mano, como un novio abandonado en el altar.
El despegue es la segunda fase, donde es capaz de mostrar unas muecas de dolor y pánico, que nunca había visto antes, agarrándose con firmeza al asiento de delante, con la cara tan desencajada, que muchas veces me llegan a asustar incluso a mí.
Hay otro instante que todavía le intranquiliza más. No tiene tanto registro dramático, pero le desconcierta mucho. Es aquél que precede al despegue, en el que la megafonía dice: "...en caso de despresurización de la cabina...", que atendiendo a cómo gesticula, no creo que pueda haber frase en este mundo que le infunda un mayor terror.
Para mí, en cambio, el volar es un momento placentero. Creo que soy un afortunado por haber vivido en una época donde la aviación ha avanzado de esta manera y volar sea rutinario y seguro, lejos de aquella etapa de pioneros, en la que volar era una aventura, e incluso una temeridad. Como únicos percances que he podido tener, si se le pueden llamar así, fueron en una ocasión en las que en el momento de aterrizar, el avión hizo motor y al aire. Esto quiere decir, que abortó el aterrizaje, incrementó la potencia de los motores, dio una vuelta y volvió para aterrizar. No fue por un fallo de mi avión, sino porque otra aeronave no había abandonado la pista del todo y para evitar riesgos, mi piloto prefirió darle tiempo. Es un procedimiento rutinario, que si te gusta la aviación, es hasta divertido. Lástima que estaba tan cansado, tras haber salido de guardia y haber cogido ese vuelo, que medio adormilado, me perdí la maniobra. El otro percance fue durante un aterrizaje, en el que se venció el cierre del compartimento de las mascarillas de oxígeno del techo y salieron tres mascarillas, que se quedaron colgando mientras rodábamos por la pista. Y eso ha sido todo.
Me encantaría poder contar más sucesos, pero no hay más. Bueno, sí, en realidad hay uno que me sucedió el otro día, cuando fui con mis hijos Marta y Guille, la semana pasada, de viaje a Tenerife.
El ir con niños a cuestas te ralentiza tu existencia. Además de tirar de la maleta y andar a sus pasos, has de atravesar tres veces por el arco de seguridad. Esto hace que se tenga que dilatar el tiempo y llegar con mucha antelación a un sitio tan grande y variopinto como es el aeropuerto, que además genera preguntas de tus hijos, cada minuto.
Los niños no entienden de esperas, ni de retrasos, así que hay que desarrollar toda tu inventiva para tenerlos entretenidos y que no se aburran.
Por suerte, aquella mañana nuestro vuelo sólo tenía un retraso de una hora, así que después de estar dando vueltas y jugar en unos columpios haciendo tiempo, me situé en la cola de embarque, esperando que nos llamaran, acompañado de Marta y Guille.
Desde donde estábamos, se podía ver ya nuestro avión, conectado por el pasillo. Ya había salido todo el mundo, lo que indicaba que nuestro embarque sería inminente.
- Enseguida entramos y estaremos todos sentados - pensé.
Mis pensamientos fueron interrumpidos por Guille, que dijo:
- Papi, tengo pis...
Me acordé de Lou y sus urgencias pre-vuelo, reencarnadas en su hijo.
Pero tratándose de Guille, era un aviso de urgencia que requería una intervención inmediata. Esto me hizo abandonar la cola rápidamente, en dirección a los servicios más próximos.
Afortunadamente llegué a tiempo, antes de que ocurriese una catástrofe.
Aliviado, aproveché para hacer lo mismo. Mejor ahora, que no después, en mitad del vuelo, dejando a los niños solos en los asientos. Así que empecé, como he hecho casi toda la vida. La novedad esta vez era un niño de tres años, junto a mí, que me miraba absorto.
- Papi: ¿me dejas tocar el hilito? - me preguntó, alargando la mano.
- ¡Noooo! - contesto, redirigiendo la trayectoria.
- Pues déjame tocarte el pito - me replica.
- ¡No, Guille!, ¡No!
Cierro el grifo y nos vamos corriendo de nuevo a la cola de embarque, justo a tiempo.
Estoy deseando estar todos de una vez sentaditos, en nuestro sitio, cosa que no tardamos en hacer. Por fin, ya estamos allí. Ya sólo faltan tres horas de vuelo hasta nuestro destino.
Acomodo a los niños en sus asientos. Guille en la ventana, para que esté distraido y Marta en medio. Les ato el cinturón y me pongo de pie para guardar las cosas en el compartimento de arriba.
Mientras lo voy colocando, oigo la voz alarmada de Marta:
- ¡Papá, Papá! ¡Mira lo que ha hecho Guille!
Me agacho y soy testigo de una escena que jamás había visto en mis casi mil viajes.
Guille tiene en una mano, el marco de la ventanilla del avión y el cristal en la otra. No sé ni cómo ha podido arrancar eso de su sitio. Me mira con cara inocente, como queriendo decir: Fue sin querer...
En ese instante no puedo dejar de pensar en Lou y cuál habría sido su cara al ver la ventana rota, mientras esperaba que sonase la fatídica frase: "...en caso de despresurización de la cabina..."