He oído contar desde pequeño muchas cosas. Una de ellas es que a medida que se acerca el verano, los días se hace más largos. Tal vez eso sea cierto ahora, pero no desde luego, cuando empezaron a decírmelo.
Recuerdo cuando ya no tenía clase (colegio), como he dicho en alguna ocasión, clase y glamour tengo para repartir.. Pues bien, inmersos en las vacaciones, nos podíamos quedar a jugar en la calle hasta que se hacía de noche, o hasta que oíamos el silbido de mi padre (el famoso Fiu-Fi-Fi). Más frecuentemente lo segundo, que lo primero.
Eso de que los días eran largos era un completo embuste. Jugando con tus amigos, se te hacían desesperadamente cortos y cuando llegaba la oscuridad, que era el mejor momento para jugar al escondite, o para permanecer en la guarida de los ladrones, agazapado, invisible para los policías, surgía de entre el crepúsculo de la tarde, proviniente de las alturas, el silbido de mi padre.
En esos momentos odiosos, me prometí que cuando fuese mayor, corregiría cada uno de los defectos que veía en los míos. Una buena forma sería dejar que mis hijos jugasen hasta que ellos decidieran cuándo tocaba el fin. Se acabaría la ignominia de ser siempre los primeros en subir a casa.
Por supuesto, ahora en la edad adulta incumplo cada una de las promesas que me hice de niño y como un eco que no cesa, escucho sin querer, salir de mi boca las mismas frases que ellos me decían a mí.
Ahora los días no son tan cortos como cuando era niño. Pero tampoco son tan largos como me quieren hacer creer. Los días son eternos, interminables...
Y el que tenga niños en número superior a dos y en edad vacacional, sabe a lo que me refiero. No es producto del calentamiento de la corteza terrestre, ni de la desviación del eje de la Tierra por el terremoto de Chile. Se debe a la constatación práctica de que son como el juguete de mi infancia, el Cinexín.
Mis hijos, no tienen fin.
Las tardes las pasamos en el parque, tratando de cansarlos y llevarlos a la extenuación, cosa que consigo cada día, pero la mía.
Siempre hay Un poco más, la última vez, ya voy...
Pero si he de ser sincero, esos ratos muertos en el parque me permiten reflexionar y recordar mi infancia. El otro día me vino a la memoria aquella historia real, por supuesto, de un primo de un primo de un amigo, que me juró que había visto cómo un niño se columpió tanto, que fue capaz de darse la vuelta por completo.
- ¡Qué valiente! - pensé - Yo en cambio soy un cagado, que en cuanto noto esa cosa en la barriga, me voy frenando...
Son 360º de mito infantil clásico. Para mi sorpresa, esa hazaña la fue repitiendo esa criatura en cada pueblo, en cada parque, en cada columpio, pues es como la conocida historia de la autoestopista, que se ha subido a todos los coches en cada curva de cada carretera de nuestra geografía...
En fin, ya me van quedando pocos días de permiso penitenciario, perdón, permiso de paternidad y en breve comenzaré a ver pacientes de nuevo, a cruzarme los semáforos en rojo, a comer de tres intentos y a ir a saludar a borrachos a las cuatro de la mañana. De tal belleza es la vida laboral del médico de emergencias.
Hasta que llegue ese fatídico momento, voy empujando la pequeña espalda de Marta, mientras se balancea en el columpio y me va pidiendo: "Ahora más fuerte... no, Papi, flojito, que tengo miedo... Papi. empújame más... Papi, no me empujes que lo hago sola... Papi, empuja que me estoy parando..."
Yo le digo: Marta, no te empujo fuerte, porque yo conocí un niño, que llegó a darse la vuelta entera...
Ella me mira con sus grandes ojos y con la boca abierta, asombrada por el increíble relato. Mientras, voy mirando con el rabillo del ojo, por si aparece de verdad ese niño trapecista y Marta me dice que le empuje más fuerte...
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