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domingo, 22 de marzo de 2020

El astronauta














Cuando era pequeño y me preguntaban qué quería ser de mayor, muchas veces decía que quería ser médico, cuando en realidad quería ser astronauta y otras veces decía que astronauta, cuando lo que de verdad quería era ayudar a los demás y librarles de enfermedades y sufrimiento. 
Ahora que soy un poco mayor cuando ya nadie me lo pregunta, tengo la gran suerte de poder ejercitar ambas disciplinas, con lo que unos años más tarde, sin esperarlo, he conseguido cerrar el círculo.

Hace nueve días que empezó esta misión. Aquí estoy recluido en la Estación Espacial. No es muy grande, pero tiene todo lo que necesita una tripulación como la nuestra para sobrevivir, protegidos del peligroso mundo exterior.
Ser astronauta no es nada fácil. Esto de estar encerrado entre ocho paredes puede llegar a ser muy duro. Por suerte, nuestro Centro de Control de Misión nos ha establecido una serie de rutinas que hacen que nos sintamos como si estuviésemos en la Tierra, disfrutando de  nuestra vida normal. La tripulación actual que ocupa la Estación, la componemos cinco astronautas, todos parecidos, pero todos distintos. Lou es la comandante de la misión, que nos va marcando el ritmo y asignando los quehaceres diarios. Ella se encarga con mano férrea de repartirnos las tareas, que vamos alternando cada día para que no sea tan monótono y así mantener alto el ánimo de la tropa. Los otros astronautas, Guille, Marta, Clara y yo, obedecemos sin rechistar sus indicaciones. Hay quien lo lleva mejor, como Marta y yo y otros no tanto. Creo que Guille es a quien más difícil se le hace, pero aunque a veces pueda parecer un poco indisciplinado, en el fondo es un buen astronauta, consciente de la importante misión que estamos llevando a cabo y del valor que tiene todo lo que estamos haciendo aquí. Marta aprovecha su tiempo para estudiarse todos los manuales de funcionamiento de la Estación. Acabará sabiendo más que los propios ingenieros que la construyeron. Clara alivia su tensión haciendo gimnasia y colgándose de cualquier barra para hacer flexiones. Espero que no acabe fisurando la nave. No tenemos muchos repuestos.

Pero no todo es reclusión permanente en una Estación. Aunque Lou pasa la mayoría del tiempo aquí, se suele vestir el traje EVA para hacer algún paseo espacial y de esta manera asegurar el correcto ensamblaje de los transbordadores que nos traen víveres y combustible de forma periódica. Sus salidas son cortas, porque es a mí a quien le toca hacer los paseos espaciales más arriesgados y prolongados, sometiéndome al peligro de una posible catástrofe si un día el traje se descose y pierde su protección.

Lo singular de esta misión es que no nos han dicho con claridad lo que va a durar. Eso nos pone un poco nerviosos, pero para eso nos han entrenado. Para ser capaces de estar aquí todo lo que sea necesario. Los otros cuatro tienen la gran ventaja de que han sido scouts. Somos un gran equipo.

Un buen astronauta tiene la cabeza ocupada y nunca piensa que esto es un encierro. Al contrario, lo considera una gran oportunidad para darle el valor real a las cosas que nos esperan cuando entremos de nuevo en la atmósfera y toquemos tierra.

Entre aspiradora, lavadora, paño, comida, Pilates, ejercicios físicos, lectura y sesiones de Stranger Things, siempre hay un momento de descanso para la tripulación de la Estación. Es el momento en el que nos asomamos a la ventana y observamos a nuestro querido planeta Tierra. Ahí están, como parte de nuestros recuerdos todas las cosas que ahora echamos tanto de menos: un encuentro con los amigos, unas bravas sentados en una terraza, la brisa del mar en un chiringuito, jugar al pádel, sentir la espuma salada lamiéndonos los tobillos,  poder tocar a nuestros padres, a nuestros hermanos, nuestros sobrinos. Correr hasta extenuarnos por la Diagonal, durante kilómetros y kilómetros, ir a ver a las niñas jugar al baloncesto y chillar como energúmenos para que tiren a canasta, o portarnos como caballeros, aplaudiendo al contrario en los partidos de rugby... Dar una mano, abrazarnos, acariciarnos, en definitiva, querernos sin desconfiar de nadie. Todas esas cosas que antes eran deliciosamente cotidianas, pero que aquí, en una órbita a 400 Km de distancia, se han vuelto extraordinarias y difícil de creer que pronto puedan volver a ser una realidad.

Soy médico y soy astronauta, pero por encima de todo soy una persona afortunada. Como tantos y tantos astronautas como yo, que ahora tienen la oportunidad de poder ver el valor real de las cosas. 

Dicen que los astronautas cuando vuelven a la Tierra sufren muchos cambios en su cuerpo, que son incluso más altos. A nosotros nos sucederá igual. Cuando llegue el día en el que podamos abandonar la Estación, hacer la reentrada en la atmósfera y aterricemos suavemente en la Tierra, ya no seremos los mismos que antes de encerrarnos en la Estación Espacial Internacional. Seremos otras personas, mucho mejores, más generosos, cariñosos y felices, orgullosos de haber superado esta época difícil, disfrutando y valorando como nunca lo habíamos hecho, de la preciosa e increíble vida que nos ha tocado vivir.

lunes, 19 de julio de 2010

El héroe del Péndulo

Nunca puedes imaginar cuándo va a aparecer la próxima catástrofe para la que se supone estás preparado. Aunque sabes que te está esperando y vendrá a tu encuentro un día u otro.
Cada guardia, cada salida, cada paciente es distinto. No obstante, los englobamos en procedimientos comunes, que nos permiten saber lo que hacer en cada momento. Es el ABCD de la emergencia. Búsqueda de problemas y dar la solución adecuada. Un paso firme, ordenado uno tras otro: Vía aérea, respiración, circulación...

No es frecuente tener que acudir a un parque de atracciones porque se ha producido un terrible accidente. Por eso, cuando nos activaron para ir al Tibidabo, intuimos la dimensión de la tragedia. En nuestra aproximación pudimos ver varios coches de policía, camiones de bomberos, ambulancias y una vez que hubiéramos aterrizado, también estaríamos nosotros.
Pero una vez que llegas, te pones los guantes azules, ordenas a tus suprarrenales que segreguen la adrenalina suficiente, respiras hondo y empiezas a ordenar tus ideas, haciendo todo aquello que te han enseñado los libros y tu experiencia y para lo que sin duda estás preparado.

Dentro de los amasijos de hierro de aquella atracción maldita, todavía se encontraba atrapada una niña de 14 años, rodeada de tubos amarillos, tierra, y cristales. A su alrededor giraban sin parar numerosos bomberos, que estudiaban cómo cortar los barrotes que la encarcelaban, para poderla liberar sin que aquella inmensa estructura cediese y terminara aplastándola.
Su cuerpecito retorcido permanecía aprisionado por su cintura, incapaz de salir por sí misma de aquel presidio.
Junto a ella, ignoro cuánto tiempo, estaba mi compañero, Quico, el enfermero. De complexión menuda y con cabellos rizados a medio camino entre un rubio de otra época y blanco de estos tiempos, permanecía con medio cuerpo dentro de los hierros, acariciando la frente de la niña y con la otra mano cogiendo la suya. Le hablaba dulcemente, dándole tranquilidad, prometiéndole que pronto podría salir de allí y respirar profundamente.
Cada vez que sonaba un crujido proveniente de las máquinas de cortar de los bomberos, ella se estremecía y Quico la animaba diciéndole lo valiente que era y lo cerca que estaba cada vez la libertad.
Cuando llegué junto a él, me saludó con una sonrisa y le dijo: "Laia, aquí acaba de llegar un amigo mío, se llama Mel y es el médico del helicóptero. Juntos te sacaremos de aquí. Te lo prometo".
Ambos hablábamos con ella, pero era en Quico en quien confiaba. Era el cordón umbilical que le mantenía conectada con el exterior, con la esperanza.
Los bomberos continuaban trabajando y llegó un momento en el que nos pidieron que nos retiráramos, pues existía el riesgo de caerse toda la estructura contra nosotros.
-"¡Quico, sal! "- le dije - "¡Esto se puede venir abajo!".
Me contestó que no pensaba moverse. Que no estaba dispuesto a dejarla sola de ninguna manera. No lo pudimos convencer y agarró con más fuerza la mano de la niña.
Así que con una mirada arriba, por si el gran vástago de hierro se desplazaba y otra en Quico, aferrándolo por la cintura de los pantalones, por si debíamos tirar de él, pasaron los siguientes minutos.

Poco a poco se pudo liberarla y con rapidez, le hicimos una exploración física, y la colocamos en nuestra camilla. Quico se retiró a un rincón, donde pude ver cómo empezaba a emocionarse, liberando toda la tensión que había acumulado durante casi una hora.
Me despedí brevemente de él y nos fuimos rápidamente con nuestra paciente al helicóptero, para trasladarla al hospital del Vall d'Hebrón.

A aquella tragedia del Tibidabo llegué por el aire, pero un ángel estaba allí antes que yo. Es cierto que cada día se aprenden cosas y que cada nueva jornada es diferente. Hoy, sin ir más lejos, puedo decir que he conocido un héroe de verdad.