viernes, 25 de septiembre de 2015

Los colores del otoño















Descubrió demasiado pronto que era un niño distinto de los demás. Pero no se lo dijo a nadie. Tal vez incluso le regañaron los primeros días de preescolar por no fijarse bien y ser siempre tan distraído. Después de unos cuantos meses, no entendía por qué le insistían en que esos colores eran diferentes. Puede que en algún momento pensase que tal vez era tonto. Los demás parecían ser tan listos... No se confundían nunca. A pesar de ello, se esforzó una y otra vez, pero no era capaz de lograr distinguir entre aquellos lápices de colores, que para él eran completamente iguales unos de otros. Para los demás era muy divertido cuando llegaba el momento de dibujar, de llenar una hoja blanca de arco iris de colores emanados de lápices, ceras, acuarelas o rotuladores. Para él era una tortura. O mejor dicho, un momento de miedo. Miedo de sentirse ridiculizado, de ser señalado por todos como un bicho raro. Se lo quedó para él y ni siquiera fue capaz de decirlo en casa, ni a sus padres ni a su hermano.

Algunas veces pensó que en realidad era un superhéroe dotado de poderes únicos y que le convertían en alguien especial. Por eso debía guardarlo en secreto.

Le encantaba ir al colegio. No era uno de esos niños que pataleaban por quedarse en casa y temieran ir a clase. No era su caso. Le encantaba jugar con todos, reírse, hacer deporte en el patio, jugar al hockey, aprender a leer... Detestaba eso que para el resto era diversión, dando rienda suelta a la imaginación: el dibujo. Pero no podía evitar el tener que pintar en alguna ocasión, así que se hizo fuerte en su debilidad. Cada vez que tenía que pintar algo, era muy meticuloso con el orden. Sabía dónde empezaba el verde, cuál era el marrón y dónde se encontraba el rojo. Aprendió de memoria que las hojas son verdes, las ramas marrones y las manzanas pueden ser rojas, verdes e incluso algunas un poco amarillentas. El césped es verde y las hojas que se caen acaban siendo marrones. El invierno es blanco, la primavera llena de colores intensos, el verano más amarillo, pero el otoño le exigía mucho esfuerzo, con esos ocres y los tonos parduzcos.  

Se convirtió en una persona metódica, celoso de su material escolar. Su caja de colores era un preciado tesoro que tenía bien guardada. Era su piedra de kryptonita, a salvo de que alguien sin querer se los mezclara.

Así creció, pasando los años y sin atreverse a hablar con nadie de lo que le sucedía. 
El superhéroe no existía ya. Todo este tiempo había estado leyendo cualquier cosa que se encontraba acerca de su trastorno de la visión. Ya sabía lo que le pasaba.
Un día llegó a casa y sintió la necesidad de liberar esa carga que llevaba transportando tanto tiempo. No necesitaba nada, porque había aprendido a vivir con ello y a sortear con esfuerzo e inteligencia todos los obstáculos, pero quiso contarlo a su familia. Reunió a sus padres y a su hermano y con un gran esfuerzo, comenzó a hablar:

-Hay algo que os quiero decir y que sé desde hace muchos años: Soy daltónico -empezó diciendo- Nunca he podido distinguir los colores. No sé lo que es el rojo ni el verde.

Sus padres permanecieron incrédulos ante esta noticia oculta durante tanto tiempo.
-No puede ser -exclamaron- Estás de broma... ¿Qué tontería es ésa de que no puedes distinguir los colores? Si nunca has tenido ningún problema...

-No es ninguna broma -intervino su hermano- A mí me ha pasado lo mismo toda mi vida. Yo tampoco he dicho nunca nada. No quería que nadie se burlase de mí.

Los dos hermanos se abrazaron y luego empezaron hablar. Necesitaban contarse cómo habían logrado llegar hasta ese día, con un secreto mutuo, pero nunca compartido. 


Un día, en uno de esos maravillosos terceros tiempos, después de nuestros encuentros de padel, me explicaste tu historia. Sabía lo de tu daltonismo, pero aquella noche señalaste un cuadro abstracto que estaba en la pared del bar y me lo contaste de otra manera, o tal vez yo la escuché de forma distinta. Hacías broma con tu forma peculiar de ver y descubrí aún aquel niño asustado que no se atrevió durante mucho tiempo a contar que no veía los colores.
Por eso me siento feliz. Porque quisieras contarlo y porque con esos superpoderes que aún conservas, veas en mí cosas buenas y me consideres tu amigo.

sábado, 25 de julio de 2015

FIN













Desde niños deberían enseñarte que las cosas no duran para siempre. Sin querer, nos resistimos a aceptar que todo acaba desembocando en un fin. Recuerdo una frase del cartel de una película, que decía: Nada perfecto dura para siempre, excepto en nuestros recuerdos.

Pues bien, nuestra bonita historia ha terminado. Ya lo sabes. Cuando empieza un viaje, por muy perfecto que parezca, debes saber que siempre tiene ineludiblemente una última parada. Y lo nuestro no iba a ser menos.
Te he dedicado mucho tiempo, lo mejor de mí, mis pensamientos, mis miedos, mis anhelos, mis sueños, mis deseos, mi ser entero.
He dejado en ti una descarga de mí mismo, que me ha dejado completamente exhausto. No puedo seguir, no puedo más... ¡Hasta aquí!

He tardado muchos años en aprender a decir basta, a dejar de intentar algo que ya no merece la pena. Pero no me malinterpretes, éste no es el caso. Pero sí lo es el saber cuándo hay que poner un fin a las cosas. Es mucho más difícil acabar bien, detenerse, que empezar algo con buen pie. Lo sé. La vida me lo ha demostrado unas cuantas veces. Espero haberlo conseguido contigo.

He disfrutado mucho, he soñado despierto, he recorrido cada uno de tus rincones con amor, lujuria, admiración, miedo y con pasión. Con mucha pasión. Con la pasión desenfrenada y a la vez la delicadeza de la primera vez. La primera vez que he estado ante algo tan precioso, pero desconocido, sin saber a dónde voy ni si todo este esfuerzo realmente valdría la pena.
Te he dedicado muchos momentos, robándolos a los demás, pero ha sido culpa mía, por esa entrega y dedicación con la que hago las cosas que me importan. Por eso te quiero, pero a la vez te odio. Porque eres parte de mí, pero no quiero que lo sigas siendo nunca más. No queda más que un gran vacío, un hueco que ignoro cómo lo llenaré a partir de ahora.
No sé qué será de todo esto a partir de ahora. En qué lugar quedaremos. Si otras historias futuras harán que me olvide de ti. Tú fuiste la primera. Imagino que eso hará que quedes en un lugar especial a pesar de todo el tiempo que pase. Puede ser. Pero ahora prefiero no pensar en ello. He puesto tanto de mí... que tu recuerdo es muy reciente. Todavía es muy pronto para ni siquiera imaginar olvidarte. Aún cuando me quedo dormido, en ese momento de transición entre la realidad y el sueño, sigues apareciendo en mi mente, intentando hacerte sitio en mis pensamientos.

Todo importa poco ya. Está todo dicho. No queda nada más por escribir. Esta historia ha terminado.
Ya no eres mía, querida Suburbia. Tus páginas son de otros. Tus personajes, cuyas palabras y aventuras salieron de mi cabeza, serán a partir de ahora de quienes quieran leerte. Me despido de ti. Te entrego al mundo. Ya he terminado contigo, mi primera novela. No hay vuelta atrás. He escrito en tu última página, la palabra: FIN.

lunes, 4 de mayo de 2015

La elegancia



















Ya sé que cada vez me prodigo menos. Lo sé. Mi blog se ha visto muy resentido últimamente. Pero no es porque mi inspiración se haya secado. Todavía tengo muchas cosas para contar, pero si no lo hago con la misma frecuencia, al menos tengo dos excusas muy buenas que pueden ayudarme a justificar mis ausencias:
Una causa es mi dedicación casi exclusiva a mi ópera prima, mi novela Suburbia, que espero terminar en breve y que está ya en el tramo final. Suburbia es una intensa amante que requiere de todo el tiempo que puedes darle; la tienes a todas horas presente en tu pensamiento, recreando sus movimientos, sus giros, sus palabras, sus frases, sus momentos dulces y aquellos que prefieres olvidar rápidamente. Creo que hasta alguna noche que otra me la he llevado a la cama y ha estado acompañándome en mis sueños. La muy ingrata no tiene suficiente con todo lo que le puedes llegar a dar y todavía quiere más y más... Se ha llevado mucho de mí, de mis ideas, de mi ser... Ahora lo único que espero es lograr tener fuerzas para acabar con ella pronto y uno de estos días, cuando menos se lo espere, sorprenderla y armándome de valor, decidir abandonarla y comenzar una nueva historia con otra. Espero que sea un bonito final, pues como muchas de las cosas en la vida, el saber cómo terminar puede ser tan importante como todo el camino recorrido. 

La segunda causa, más peregrina y menos original que la primera, se debe a mi nuevo trabajo. Si bien es cierto que esta última excusa viene a ser la que tiene cualquiera cuando te dice que "me encantaría escribir, pero no tengo tiempo...", yo la cambiaría por esta otra más real, que vendría a ser: "cuando por fin tengo tiempo, cosa que sucede al final del día, ya estoy agotado para ponerme a escribir...".

Sí, ya lo sé... Que no valen excusas, ni lo uno ni lo otro...  Por eso, robando tiempo a Suburbia, (que mi editor me perdone), estoy ahora escribiendo estas líneas, aprovechando que hoy no tengo oficina. Esa oficina que me ha dado tantas oportunidades nuevas en mi vida, como es el haberme brindado la posibilidad de vestir tan elegantemente. Entendiéndose por elegante la posibilidad de llevar corbata, aunque no me extenderé sobre este delicioso tema, porque precisamente sobre este tema ya lo hablé en otra ocasión hace pocas semanas.

Pero aunque haya disertado en profundidad sobre la corbata, tan importante como la propia corbata es el resto del conjunto que rodea esa prenda. Pero más trascendente aún es algo difícil de definir, algo intangible, que se tiene o no se tiene y cuando lo posees, es como un faro que ilumina todo: La clase, la elegancia o el estilo.

Para poder definirlas, me he puesto a buscar frases de gente legendaria, como lo fue Balzac, que dijo: "La elegancia es la ciencia de no hacer nada igual que los demás, pareciendo que se hace todo de la misma manera que ellos".
"El estilo es el hombre mismo"  escribió George Luis Leclerc, Conde de Buffon.
O como dijo Flaubert: "El estilo es como el agua, es mejor cuanto menos sabe".
Y volviendo al novelista  Honoré de Balzac, que pensaba que "El bruto se cubre, el rico se adorna, el fatuo se disfraza, el elegante se viste".

Y ahí estoy yo, con esa clase, esa percha y esa elegancia, que hace que los trajes realcen mi figura y mi porte.
Y si no lo creen así, les remito a una buena mujer que da vueltas por los alrededores de la estación de Sants. El otro día me encontré con ella cuando salía de trabajar.
A pesar de haber pasado diez horas metido en la oficina, mi traje estaba impecable, con la corbata como recién salido de casa, tal y como debiera vestir un perfecto caballero. Si mis padres me vieran, estarían muy orgullosos del hijo tan elegante que tienen.
Salí por la puerta de la oficina y comencé a encarar la subida hacia casa. Llevaba recorridos unos diez metros de camino, cuando me detuvo esta mujer.

- ¡Perdone, señor! - me dijo, interrumpiendo inconscientemente el gesto de mi mano que llevaba desde mi bolsillo a mis oídos, unos pequeños auriculares blancos con los que amenizar mi paseo - ¿Sabe si hay una iglesia por aquí?

En un primer momento pensé: Hoy es miércoles, son más de las ocho de la tarde, por tanto, no creo que me lo pregunte porque quiera ir a misa...
Luego, al fijarme en sus ropas un tanto andrajosas, deduje que sus intenciones debían ser el ir buscando un albergue, o ropa de segunda mano o algún lugar donde pedir, como las puertas del templo.
Me puse a darle vueltas sobre la posible ubicación de una iglesia por los alrededores, pero la verdad es que no le pude decir de alguna que recordase que estuviese cerca. 

- La verdad es que no me suena ninguna iglesia cerca de aquí - le respondí. 
Después de decirle esto y viendo su imagen y la mía, ya sólo me tocaba esperar que me pidiese limosna.

- Perdona... - añadió - Te lo preguntaba porque como vas así, vestido como un curita...

Viendo que ya no le era útil, se dio la vuelta y se fue a preguntar a otro transeúnte. Yo me ajusté un poco la solapa de la chaqueta, me abroché los botones, me coloqué los auriculares, encendí la música y me acordé de su madre...

jueves, 2 de abril de 2015

Los Mejores Años de Nuestras Vidas















Una noche, cuando era pequeño, recuerdo estar frente a la televisión y ver que anunciaban una de esas películas antiguas. El título me resultó muy cautivador: Los Mejores Años de Nuestras Vidas.
Con semejante carta de presentación y un nombre tan rotundo, pensé que no debía perdérmela. Estaba convencido que tras los títulos de crédito debía esconderse una gran historia. Y así fue.
En Los Mejores Años de Nuestras Vidas se narran las dificultades de adaptación con las que se encontraban tres veteranos de guerra, que vuelven a casa. La historia comienza con los protagonistas, tres hombres que se conocen en el viaje de vuelta y allí traban amistad. Se desean suerte cuando llega el momento en que cada uno debe separarse y retomar sus vidas. Todos confían en que sus particulares mundos, es decir, sus amigos, su familia, sus trabajos y su país, van a encontrarse en el mismo lugar en el que lo dejaron cuando partieron.
Es de esas películas que no te dejan indiferente, que las verías una y otra vez. Te quedas con un bouquet en tu mente, un recuerdo tan grato, indeleble, que días más tarde, incluso semanas tras haberla visto, todavía continúa dando vueltas en tu cabeza.
La historia de unos pobres seres insignificantes, tal y como de alguna manera somos todos, y ese título, para mí han sido una referencia en mi vida.
Muchas veces he pensado cuáles serían los mejores años de mi vida, si pasaron de forma desapercibida o son estos mismos en los que estoy escribiendo ahora.
Pienso mucho en ello. Me resisto a disfrutar de los placeres en un segundo tiempo, cuando son un recuerdo. Querría ser capaz de reconocerlos inmediatamente, disfrutar de su aroma, de su calor, de su cariño.

Cuáles han sido los mejores años de nuestras vidas, se me antoja ahora una cuestión mal planteada. Los mejores años de mi vida no han sido. Siguen siendo desde hace ya unos años. Como los veteranos de la película que vuelven a casa después de la guerra, mI vida también es de película. Porque como decía Aute: "Toda la vida es cine y los sueños, cine son..."
Los mejores años de mi vida son los que he estado con ella, porque con Lou, mis sueños son verdad.

miércoles, 18 de marzo de 2015

Los ladrones de cuerpos

 
Quiero avisar a todo el mundo.
Porque esto que me ha pasado hoy ya lo he vivido. En realidad, vivirlo, vivirlo, no es exacto del todo. Creo que lo vi en una película cuando era pequeño.
Y recuerdo que pasé mucho miedo. Era una película en blanco y negro. Porque las mejores películas de miedo eran las de blanco y negro. Y en aquella película había unos seres malos venidos de otro planeta que invadían un pueblo. Todo el que se quedaba dormido junto a unas vainas enormes, acababa perdiendo su cuerpo y su vida y de las vainas salía una réplica exacta de quien se había dormido junto a ellas, convirtiéndose en una especie de zombi.  
Después de ver aquello, me costó mucho irme a dormir, por miedo a que cerca de la cama hubiese alguna vaina de esas que pudiese robarme mi cuerpo.
Y como todo esto que me ha sucedido hoy ya me suena a conocido, por eso me adelanto a lo que pueda pasar.
Que lo sepa todo el mundo, ahora que aún estamos a tiempo.
 
Pero empezaré por el principio, e intentaré explicarlo todo con un poco de calma. Los nervios no ayudan y hacen que las ideas se tropiecen unas con otras en la cabeza y no puedan salir con orden por el embudo del habla.
 
Esto fue esta misma mañana y aún tengo el miedo metido en el cuerpo. Si ahora hablara, la voz me saldría como un hilo muy fino, probablemente casi inaudible.
Ellos me engañaron, como nos engañan a todos. En mi nuevo trabajo me dijeron que tenía que hacerme una revisión médica. Una de esas que se suelen hacer en las empresas y por eso fui a primera hora, tan confiado e inocente.
 
Cuando me dieron un botecito para que depositara allí la orina, ya debí darme cuenta que era el principio de todo. Empiezan por quitarte un poco de orina. Ésa que tanto esfuerzo te ha costado ir recogiendo en tu vejiga, filtrada por los glomérulos renales y todo ese entramado que forma parte de nuestros riñones. Es el primer paso. Para que no seas capaz de ver que empiezan a consumirte.
Apenas unos minutos más tarde, te invitan a sentarte en una especie de trona que encierra una trampa escondida: Apoyas los brazos y bajo uno de ellos está colocada una goma que en un plis plas atan por encima del codo. Tus venas comienzas a ingurgitarse y cuando menos te lo esperas, ese ser que tienes enfrente y que no ha dejado de sonreirte en todo momento para que te confíes, coge una jeringa y te la introduce dentro de la vena para extraerte sangre.
 
Puede parecer mentira, pero a pesar de todas estas maniobras, aún no había caído en la cuenta de lo que estaban intentando hacer con mi cuerpo. Pero poco a poco comencé a sospechar, sobre todo cuando me metieron en una cámara cerrada, aislado del exterior, donde me colocaron unos auriculares y me empezaron a sonar unos raros pitidos agudos en distintos tonos, por ambos oídos de forma alternativa. Ya pensé que esa sucesión de chirridos sin sentido debía tener algún tipo de explicación y que ésta no era de este mundo.
 
Con la mosca detrás de la oreja, me condujeron a otra estancia, donde me hicieron leer unas letras pequeñas, incomprensibles, que hasta no hace muchos años era perfectamente capaz de leer.
- ¡Me están robando la vista! - pensé de inmediato. Empiezan seguramente por lo pequeño, por lo sutil, para acabar dejándome ciego del todo en menos de nada. ¡Seguro!
 
Ya comprendí todo cuando me dijeron que me iban a pesar y medir.
Aquel ser que vestía con una bata blanca (sería una especie de científico en su planeta), me indicó que medía 1,74. ¡174 centímetros! ¡No podía ser!
Siempre había medido dos centímetros más.
Mi madre solía decirme que caminara derecho, que de mayor me quedaría petudo, pero deseché rápidamente ese pensamiento. No tenía que confundirme con falsos mitos y perder la vista de lo que me estaba sucediendo.
Lo comprendí de inmediato: ¡Me estaban robando mi cuerpo! La orina, la sangre, la vista y además ahora se habían llevado de mí nada menos que ¡Dos centímetros!
 
Salí rápidamente de ese lugar, antes de que fuese demasiado tarde y de mí no quedaran más que lo que contenían los zapatos.
Cuando luego estuve en lugar seguro, tuve un rato de intimidad y comprobé aliviado que todo estaba en su sitio. Aquellas partes de las que conozco bien sus dimensiones, seguían con los centímetros a los que estaba acostumbrado. Por ahí no he perdido nada.
 
No sé qué habría sido de mí si hubiera permanecido allí más tiempo. Respiré profundamente. Soy una persona afortunada. Me he salvado de chiripa.
 
Yo, que he podido huir a tiempo, estoy en deuda con la Humanidad entera. Quiero advertir a todo el mundo. Escuchadme...
¡Que nadie se confíe! No hay que bajar la guardia. Hay que estar muy atentos. Tenemos que hacer algo. Estamos en peligro. Hemos sido invadidos por los ladrones de cuerpos.

domingo, 8 de marzo de 2015

La corbata







Mi padre me contaba que de niño iba al colegio con corbata. Como todos los demás niños de aquellos años. Por supuesto, cuando se hizo mayor y fue a la Universidad, todos los jóvenes de aquel entonces llevaban esta prenda. Anudarse una corbata al cuello era tan obvio como ponerse pantalones y camisa antes de salir a la calle. Por eso le extrañó tanto y probablemente lo vería ya no solo como que los tiempos estaban cambiando, sino como una auténtica decadencia, el día en el que me llegó a mí el momento de ir a la Facultad.

- ¡Qué vergüenza! - me decía - Con esa barba de tres días, un estudiante de Medicina... No me digas que no te afeitas cada día porque te pica la cara...
- Pues sí, me pica... - pensaba yo en silencio, ya que me habían dejado sin excusa - y además se lleva así...
- Yo no entiendo las cosas de ahora. En mi época todos íbamos con corbata y si alguno se le ocurría aparecer por clase sin corbata, no le dejaban ni entrar...
 
Evidentemente eran otros tiempos. Pocas ocasiones tenía el joven de mi época de ponerse corbata, salvo alguna boda o la magnífica oportunidad que para un canario se le ofrece cada año, con los famosos carnavales. Lástima que yo no he sido nunca nada carnavalero.
 
Pero a pesar de que para mi generación ya no era un complemento de obligado vestir, seguramente por ese motivo, mi habitual carácter rebelde no tenía un pensamiento de rechazo hacia la corbata, sino todo lo contrario: En realidad, una cierta atracción.
Cuando cumplí los veinte años sentí la necesidad de en algún momento ponérmela y aproveché alguna salida de fin de semana para combinarla con mis vaqueros y chaquetas de tergal, tal y como se llevaba entonces.
 
Aprendí a hacer el nudo de la corbata gracias a Salvador, un gran amigo de mi padre, que cada sábado venía a casa con su mujer a cenar. Él me enseñó dos variantes (ahora sé tres, gracias a mi amigo Jordi Font) y consiguió que cada vez que me anudo una corbata le recuerde y me pregunte en qué constelación de ese inmenso cielo al que se marchó, estará...
 
Y salvo esas pequeñas excepciones de vez en cuando, en las que me atreví a largarme una corbata, y de esta manera dar un poco la nota con respecto al resto de amigos y gente de mi edad, pocas oportunidades tuve para repetir prenda, de una forma más o menos habitual. 
- Tal vez cuando acabe la carrera y sea médico - pensé, pero cuando pude empezar a ejercer, me vistieron de colores chillones, con reflectantes en los pantalones, un polo blanco de puños y cuello azules y un chaleco de color amarillo huevo, o como se dice despectivamente en mi isla, de color amarillo canarión.
 
Eso no impedía que cada vez que tenía ocasión, me fuera comprando alguna corbata, acumulándose en mi armario, soñando que llegara algún momento en el que se convirtiesen en una prenda diaria. Pero a pesar de mis deseos, la corbata ha sido siempre la gran ausente en mi vida.
 
La corbata es como la vida misma. Elegir adecuadamente una es a veces algo arriesgado, porque luego hay que colocarla sobre una camisa y un traje y conjuntarlo todo para que quede perfecto, sin estridencias. Decía que las corbatas son como la vida misma: Hay una fina línea que separa la elegancia o la modernidad, de la horterada. Si no, hagan la prueba y analicen esas corbatas que van circulando por la calle y se cruzan en nuestro camino. Describen perfectamente la personalidad del pedazo de carne que tiene atenazada la corbata.
Por mi trabajo de médico de emergencias he ido cambiando varias veces de uniforme. He tenido pantalones grises, pantalones blancos, azules eléctricos, otros azules marinos, pantalones con cuatro bolsillos, con cinco bolsillos, con velcro, sin velcro, camisa de botones, polos de algodón de color blanco, de color rojo, polos que parecían camisetas de fútbol de colr amarillo o incluso naranja, por no dejar de mencionar los inolvidables chalecos y chaquetones amarillo Gáldar, amarillo Arguineguín e incluso unos de color amarillo Maspalomas.
 
Todo esto, pero de corbata nada.
 
A lo mejor uno por sistema quiere lo que no tiene, puede ser... pero la verdad es que siempre he escuchado con asombro a trabajadores de corbata diaria diciendo:
- ¡No sabes el coñazo que es llevar corbata! ¡Todo el día con la corbata apretándote el cuello...! ¡A quién se le ocurriría inventar la corbata! ¡Estoy deseando que lleguen las vacaciones sólo para no tenérmela que poner...!
Les oigo y sin querer lo comparo con esa otra blasfemia que también escucho de vez en cuando:
- Mmmm. ¡El chocolate es el mejor sustituto del sexo!
 
Y para continuar hablando de placeres, pocos hay tan gratos como cuando terminas de anudarte la corbata y queda perfecta a la primera. Es un acontecimiento casi mágico. Siempre que me sucede tengo unas ganas irrefrenables de marcar con rotulador indeleble el punto en el que comencé a pasar un extremo bajo el otro,para que la ocasión se repita.
 
Desde siempre he soñado con tener un trabajo que me obligue a ir en corbata cada día. Y si he de confesar algún tipo de fetichismo, mi sueño erótico por excelencia es una variante de ese aquí te pillo aquí te mato con el que todos los hombres soñamos con encontrarnos para cuando llegamos a casa. Pero en mi particular versión, justo al flanquear la puerta, te agarran de un tirón de la corbata, obligándote a acercarte a ella, besar sus labios y atrapado por esa correa, así estar a su completa merced.

Igual que nunca dudé que el amor de mi vida algún día iba a llegar, aunque ignoraba cuándo, ni quién sería, cuando apareció  la reconocí de inmediato. Con la misma certeza, de alguna manera sabía que mis días de corbata estaban por venir.
Pienso que la vida son ciclos más o menos largos. El mío parece que comienza a cerrarse. Hace apenas más de un mes que he cambiado de trabajo. Llevo buscando algo así desde hace tres años, tal vez más. Cada día me levanto muy feliz porque por fin puedo vestir mi colección de corbatas que esperaban ansiosas que alguien las retorciera y luciese con orgullo.
Aquí estoy, cada mañana, dejando a los niños en el colegio y marchando al nuevo trabajo muy contento con mi nueva vida. Y mis corbatas.
Las paseo muy feliz todo el día, hasta que llego a casa. A ver si un día de éstos me encuentro con la sorpresa de que los niños no están y entonces sí que espero poder cerrar el círculo completo. Y cuando eso suceda podré decir a todos algo que pienso desde hace muchos años:
Que donde esté una corbata, que se quite el chocolate.

viernes, 23 de enero de 2015

Un regalo para mí


Los Carrillo, que son una familia a la que pertenezco desde el mismo día en que vine al mundo, son como cada clan, de una manera especial. Son simpáticos, burlones, extrovertidos, divertidos, ocurrentes, un tanto pesimistas y sobretodo, hipocondríacos. Pero si todo esto es casi común a todos en mayor o menor medida, lo que sí caracteriza a la gran mayoría de los Carrillo es que a pesar de la jovialidad y alegría que desprenden, en cambio son muy reticentes a expresar sus sentimientos. 

Con mis escasos conocimientos genealógicos, sólo puedo establecer el origen de este hermetismo sentimental en mi abuelo José Amaro Carrillo, que era muy poco dado a expresar lo que su corazón sentía, ya que estas cosas se dan por supuestas y que un marino como él, no debiera estar para estas fruslerías.
De alguna manera, todos sus descendientes se han ido embebiendo de esta práctica, a la que no he sido ajena yo durante gran parte de mi vida. Y como yo, mi hermana María no iba a ser una excepción.

Hoy he cumplido 44 años y durante este tiempo, que yo recuerde, no he oído grandes demostraciones de cariño por parte de ella. Bueno. sí, una vez me dijo te quiero al despedirse por teléfono, pero fue por error, acostumbrada a hacerlo con su marido. La verdad es que no me he preocupado gran cosa por este tema. Los Carrillo, son así.
Por eso hoy me he emocionado con una carta, mensaje, whatsapp o como se llame, que me ha dedicado María. Es un regalo que no esperaba. Y viniendo de una Carrillo, es lo que hace que sus líneas valgan tanto, tanto, que con lo ñoño que me he vuelto desde hace un tiempo, no he podido reprimir unas lagrimillas de felicidad:

El primer recuerdo que tengo de mi vida, es la imagen de un colegio, subiendo una escalera de la mano de mi hermano, mientras me decía:
- "Tranquila, yo vengo a buscarte después..."
Yo tenía dos años y Mel 4 y era mi primer día en el Colegio La Virgen Niña.

Mi hermano es una persona especial en mi vida. Hemos pasado juntos toda nuestra niñez y adolescencia y ha sido mi primer amigo con el que compartí juegos y aventuras.
Mel era un niño precioso, inteligente, con unas notas espectaculares, tranquilo. En palabras de mi madre, "al angelito ni se le oía..."

Tengo millones de recuerdos con él, muchos en La Finca, en las cuevas, cuando pasábamos horas mirando la Luna con el telescopio, buscando fósiles de los australopitecus...

Espero que pronto podamos crear allí nuevos recuerdos.
¡Feliz cumpleaños, Mel!
Si tuviera la oportunidad de elegir a un hermano, yo te elegiría de nuevo sin dudarlo.

Un beso