El mar es dulce y hermoso. Pero puede ser cruel y se encoleriza tan súbitamente, y esos pájaros que vuelan, picando y cazando con sus tristes vocecillas son demasiado delicados para la mar.
Decía siempre la mar. Así es como le dicen en español cuando la quieren. A veces los que la quieren hablan mal de ella, pero lo hacen siempre como si fuera una mujer. Algunos de los pescadores más jóvenes, los que usaban boyas y flotadores para sus sedales y tenían botes de motor comprados cuando los hígados de tiburón se cotizaban altos, empleaban el artículo masculino, le llamaban el mar. Hablaban del mar como un contendiente o un lugar, o aún un enemigo. Pero el viejo lo concebía siempre como perteneciente al género femenino y como algo que concedía o negaba grandes favores, y si hacía cosas perversas y terribles era porque no podía remediarlo. La luna, pensaba, le afectaba lo mismo que a una mujer.
El viejo y el mar, Ernest Hemingway
Soy el único médico de una familia muy vinculada con el mar. Mi padre fue el hijo que no siguió la tradición familiar y realizó estudios técnicos, que nada tenían que ver con la profesión de su padre y sí más, con problemas de ingeniería, de tierra adentro. En eso puede que nos parezcamos: Rompemos sagas familiares e iniciamos otras. Yo sé que soy principio y fin de una nueva, de médicos, que no me importa que se extinga. En cambio, veo con tristeza cómo el profundo amor por la mar de mi abuelo, no se ha extendido a la generación de sus nietos. Esa vocación ha sido arrastrada irremediablemente por la marea.
Mi abuelo José Amaro fue práctico del puerto de Santa Cruz de La Palma. Eso le confería una cierta autoridad y consideración de personalidad en la ciudad. A pesar de esto, nunca tuvo ningún reconocimiento ni homenaje alguno. Si no naces en La Palma, nunca serás palmero. Así de ingrato se es en algunos lugares con los foráneos que vienen para quedarse. En cualquier caso, tal y como recuerdo como era, creo que se habría negado a recibir distinción alguna.
Era, como hombre de mar, una persona bastante introvertida. Al menos ése es el recuerdo que a mí me ha quedado. Creo que lo que más feliz le hacía era su familia y en especial sus nietos.
Tengo muy dentro la figura imborrable de mis abuelos y de aquella enorme casa en la que vivían, plagada de detalles marineros por todos lados. Jamás he vuelto a ver un piso de aquellas dimensiones, pero que a pesar de tener tal superficie, no tenía ningún rincón que no fuese entrañable y creo que la culpa la tenía mi abuela Chucha. Lograba que su casa fuese la mía y la de todo el mundo. No ha habido nadie más amable y acogedora.
Tras flanquear la puerta principal, te daba la bienvenida un enorme cuadro, una marina, una fragata que surcaba la mar, luchando contra el oleaje. A menudo me quedaba absorto mirando esa nave, imaginando la espuma salpicando sus cubiertas, mientras el olor a salitre impregnaba todo. El crujir de la madera se alternaba con el vaivén de la proa, que cabeceaba con las olas, penetrando en la mar y saliendo inmediatamente.
De la pared de aquella estancia, colgaban sextantes y en el centro del recibidor, sobre unas figuras de ébano talladas, pendía una enorme lámpara de madera cuyo armazón principal lo constituía la rueda del timón.
A la izquierda, en una habitación cuyo techo estaba poblado por una enredadera que venía de la terraza, que lo tapaba todo, se abría una gran ventana. Y desde la inmensa altura de ese piso, se distinguía toda la bahía.
Muchas veces al levantarme fui allí, y lo veía con sus prismáticos, adelantándose a su propia vista, anticipándose a la llegada de ese barco, que más tarde iría a atracar.
Me decían que era un hombre muy bajito, pero por mi corta edad nunca llegué a sobrepasarlo y darle la razón a todos aquellos que me lo contaron. Para mí, su silueta imponente se interponía en medio de aquel ventanal radiante de luz que lo rodeaba.
No era de explicar muchas cosas, pero sé que le gustaba que estuviese con él y disfrutaba cuando me dejaba mirar por aquellos prismáticos suyos, que no acababan de ajustarse a mis ojos, aún demasiado pequeños.
Un día, cuando ya casi tenía todas las preguntas para hacerle, se hizo a la mar y se perdió para siempre. Y aunque entreabrí mis ojos y fruncí el ceño para intentar verlo, no alcancé a distinguirlo. Fue la primera vez que descubrí que cuando alguien hace ese viaje, se marcha muy lejos. Tanto, que ni siquiera los mejores prismáticos ya sirven para nada.
Era, como hombre de mar, una persona bastante introvertida. Al menos ése es el recuerdo que a mí me ha quedado. Creo que lo que más feliz le hacía era su familia y en especial sus nietos.
Tengo muy dentro la figura imborrable de mis abuelos y de aquella enorme casa en la que vivían, plagada de detalles marineros por todos lados. Jamás he vuelto a ver un piso de aquellas dimensiones, pero que a pesar de tener tal superficie, no tenía ningún rincón que no fuese entrañable y creo que la culpa la tenía mi abuela Chucha. Lograba que su casa fuese la mía y la de todo el mundo. No ha habido nadie más amable y acogedora.
Tras flanquear la puerta principal, te daba la bienvenida un enorme cuadro, una marina, una fragata que surcaba la mar, luchando contra el oleaje. A menudo me quedaba absorto mirando esa nave, imaginando la espuma salpicando sus cubiertas, mientras el olor a salitre impregnaba todo. El crujir de la madera se alternaba con el vaivén de la proa, que cabeceaba con las olas, penetrando en la mar y saliendo inmediatamente.
De la pared de aquella estancia, colgaban sextantes y en el centro del recibidor, sobre unas figuras de ébano talladas, pendía una enorme lámpara de madera cuyo armazón principal lo constituía la rueda del timón.
A la izquierda, en una habitación cuyo techo estaba poblado por una enredadera que venía de la terraza, que lo tapaba todo, se abría una gran ventana. Y desde la inmensa altura de ese piso, se distinguía toda la bahía.
Muchas veces al levantarme fui allí, y lo veía con sus prismáticos, adelantándose a su propia vista, anticipándose a la llegada de ese barco, que más tarde iría a atracar.
Me decían que era un hombre muy bajito, pero por mi corta edad nunca llegué a sobrepasarlo y darle la razón a todos aquellos que me lo contaron. Para mí, su silueta imponente se interponía en medio de aquel ventanal radiante de luz que lo rodeaba.
No era de explicar muchas cosas, pero sé que le gustaba que estuviese con él y disfrutaba cuando me dejaba mirar por aquellos prismáticos suyos, que no acababan de ajustarse a mis ojos, aún demasiado pequeños.
Un día, cuando ya casi tenía todas las preguntas para hacerle, se hizo a la mar y se perdió para siempre. Y aunque entreabrí mis ojos y fruncí el ceño para intentar verlo, no alcancé a distinguirlo. Fue la primera vez que descubrí que cuando alguien hace ese viaje, se marcha muy lejos. Tanto, que ni siquiera los mejores prismáticos ya sirven para nada.