miércoles, 18 de marzo de 2015

Los ladrones de cuerpos

 
Quiero avisar a todo el mundo.
Porque esto que me ha pasado hoy ya lo he vivido. En realidad, vivirlo, vivirlo, no es exacto del todo. Creo que lo vi en una película cuando era pequeño.
Y recuerdo que pasé mucho miedo. Era una película en blanco y negro. Porque las mejores películas de miedo eran las de blanco y negro. Y en aquella película había unos seres malos venidos de otro planeta que invadían un pueblo. Todo el que se quedaba dormido junto a unas vainas enormes, acababa perdiendo su cuerpo y su vida y de las vainas salía una réplica exacta de quien se había dormido junto a ellas, convirtiéndose en una especie de zombi.  
Después de ver aquello, me costó mucho irme a dormir, por miedo a que cerca de la cama hubiese alguna vaina de esas que pudiese robarme mi cuerpo.
Y como todo esto que me ha sucedido hoy ya me suena a conocido, por eso me adelanto a lo que pueda pasar.
Que lo sepa todo el mundo, ahora que aún estamos a tiempo.
 
Pero empezaré por el principio, e intentaré explicarlo todo con un poco de calma. Los nervios no ayudan y hacen que las ideas se tropiecen unas con otras en la cabeza y no puedan salir con orden por el embudo del habla.
 
Esto fue esta misma mañana y aún tengo el miedo metido en el cuerpo. Si ahora hablara, la voz me saldría como un hilo muy fino, probablemente casi inaudible.
Ellos me engañaron, como nos engañan a todos. En mi nuevo trabajo me dijeron que tenía que hacerme una revisión médica. Una de esas que se suelen hacer en las empresas y por eso fui a primera hora, tan confiado e inocente.
 
Cuando me dieron un botecito para que depositara allí la orina, ya debí darme cuenta que era el principio de todo. Empiezan por quitarte un poco de orina. Ésa que tanto esfuerzo te ha costado ir recogiendo en tu vejiga, filtrada por los glomérulos renales y todo ese entramado que forma parte de nuestros riñones. Es el primer paso. Para que no seas capaz de ver que empiezan a consumirte.
Apenas unos minutos más tarde, te invitan a sentarte en una especie de trona que encierra una trampa escondida: Apoyas los brazos y bajo uno de ellos está colocada una goma que en un plis plas atan por encima del codo. Tus venas comienzas a ingurgitarse y cuando menos te lo esperas, ese ser que tienes enfrente y que no ha dejado de sonreirte en todo momento para que te confíes, coge una jeringa y te la introduce dentro de la vena para extraerte sangre.
 
Puede parecer mentira, pero a pesar de todas estas maniobras, aún no había caído en la cuenta de lo que estaban intentando hacer con mi cuerpo. Pero poco a poco comencé a sospechar, sobre todo cuando me metieron en una cámara cerrada, aislado del exterior, donde me colocaron unos auriculares y me empezaron a sonar unos raros pitidos agudos en distintos tonos, por ambos oídos de forma alternativa. Ya pensé que esa sucesión de chirridos sin sentido debía tener algún tipo de explicación y que ésta no era de este mundo.
 
Con la mosca detrás de la oreja, me condujeron a otra estancia, donde me hicieron leer unas letras pequeñas, incomprensibles, que hasta no hace muchos años era perfectamente capaz de leer.
- ¡Me están robando la vista! - pensé de inmediato. Empiezan seguramente por lo pequeño, por lo sutil, para acabar dejándome ciego del todo en menos de nada. ¡Seguro!
 
Ya comprendí todo cuando me dijeron que me iban a pesar y medir.
Aquel ser que vestía con una bata blanca (sería una especie de científico en su planeta), me indicó que medía 1,74. ¡174 centímetros! ¡No podía ser!
Siempre había medido dos centímetros más.
Mi madre solía decirme que caminara derecho, que de mayor me quedaría petudo, pero deseché rápidamente ese pensamiento. No tenía que confundirme con falsos mitos y perder la vista de lo que me estaba sucediendo.
Lo comprendí de inmediato: ¡Me estaban robando mi cuerpo! La orina, la sangre, la vista y además ahora se habían llevado de mí nada menos que ¡Dos centímetros!
 
Salí rápidamente de ese lugar, antes de que fuese demasiado tarde y de mí no quedaran más que lo que contenían los zapatos.
Cuando luego estuve en lugar seguro, tuve un rato de intimidad y comprobé aliviado que todo estaba en su sitio. Aquellas partes de las que conozco bien sus dimensiones, seguían con los centímetros a los que estaba acostumbrado. Por ahí no he perdido nada.
 
No sé qué habría sido de mí si hubiera permanecido allí más tiempo. Respiré profundamente. Soy una persona afortunada. Me he salvado de chiripa.
 
Yo, que he podido huir a tiempo, estoy en deuda con la Humanidad entera. Quiero advertir a todo el mundo. Escuchadme...
¡Que nadie se confíe! No hay que bajar la guardia. Hay que estar muy atentos. Tenemos que hacer algo. Estamos en peligro. Hemos sido invadidos por los ladrones de cuerpos.

domingo, 8 de marzo de 2015

La corbata







Mi padre me contaba que de niño iba al colegio con corbata. Como todos los demás niños de aquellos años. Por supuesto, cuando se hizo mayor y fue a la Universidad, todos los jóvenes de aquel entonces llevaban esta prenda. Anudarse una corbata al cuello era tan obvio como ponerse pantalones y camisa antes de salir a la calle. Por eso le extrañó tanto y probablemente lo vería ya no solo como que los tiempos estaban cambiando, sino como una auténtica decadencia, el día en el que me llegó a mí el momento de ir a la Facultad.

- ¡Qué vergüenza! - me decía - Con esa barba de tres días, un estudiante de Medicina... No me digas que no te afeitas cada día porque te pica la cara...
- Pues sí, me pica... - pensaba yo en silencio, ya que me habían dejado sin excusa - y además se lleva así...
- Yo no entiendo las cosas de ahora. En mi época todos íbamos con corbata y si alguno se le ocurría aparecer por clase sin corbata, no le dejaban ni entrar...
 
Evidentemente eran otros tiempos. Pocas ocasiones tenía el joven de mi época de ponerse corbata, salvo alguna boda o la magnífica oportunidad que para un canario se le ofrece cada año, con los famosos carnavales. Lástima que yo no he sido nunca nada carnavalero.
 
Pero a pesar de que para mi generación ya no era un complemento de obligado vestir, seguramente por ese motivo, mi habitual carácter rebelde no tenía un pensamiento de rechazo hacia la corbata, sino todo lo contrario: En realidad, una cierta atracción.
Cuando cumplí los veinte años sentí la necesidad de en algún momento ponérmela y aproveché alguna salida de fin de semana para combinarla con mis vaqueros y chaquetas de tergal, tal y como se llevaba entonces.
 
Aprendí a hacer el nudo de la corbata gracias a Salvador, un gran amigo de mi padre, que cada sábado venía a casa con su mujer a cenar. Él me enseñó dos variantes (ahora sé tres, gracias a mi amigo Jordi Font) y consiguió que cada vez que me anudo una corbata le recuerde y me pregunte en qué constelación de ese inmenso cielo al que se marchó, estará...
 
Y salvo esas pequeñas excepciones de vez en cuando, en las que me atreví a largarme una corbata, y de esta manera dar un poco la nota con respecto al resto de amigos y gente de mi edad, pocas oportunidades tuve para repetir prenda, de una forma más o menos habitual. 
- Tal vez cuando acabe la carrera y sea médico - pensé, pero cuando pude empezar a ejercer, me vistieron de colores chillones, con reflectantes en los pantalones, un polo blanco de puños y cuello azules y un chaleco de color amarillo huevo, o como se dice despectivamente en mi isla, de color amarillo canarión.
 
Eso no impedía que cada vez que tenía ocasión, me fuera comprando alguna corbata, acumulándose en mi armario, soñando que llegara algún momento en el que se convirtiesen en una prenda diaria. Pero a pesar de mis deseos, la corbata ha sido siempre la gran ausente en mi vida.
 
La corbata es como la vida misma. Elegir adecuadamente una es a veces algo arriesgado, porque luego hay que colocarla sobre una camisa y un traje y conjuntarlo todo para que quede perfecto, sin estridencias. Decía que las corbatas son como la vida misma: Hay una fina línea que separa la elegancia o la modernidad, de la horterada. Si no, hagan la prueba y analicen esas corbatas que van circulando por la calle y se cruzan en nuestro camino. Describen perfectamente la personalidad del pedazo de carne que tiene atenazada la corbata.
Por mi trabajo de médico de emergencias he ido cambiando varias veces de uniforme. He tenido pantalones grises, pantalones blancos, azules eléctricos, otros azules marinos, pantalones con cuatro bolsillos, con cinco bolsillos, con velcro, sin velcro, camisa de botones, polos de algodón de color blanco, de color rojo, polos que parecían camisetas de fútbol de colr amarillo o incluso naranja, por no dejar de mencionar los inolvidables chalecos y chaquetones amarillo Gáldar, amarillo Arguineguín e incluso unos de color amarillo Maspalomas.
 
Todo esto, pero de corbata nada.
 
A lo mejor uno por sistema quiere lo que no tiene, puede ser... pero la verdad es que siempre he escuchado con asombro a trabajadores de corbata diaria diciendo:
- ¡No sabes el coñazo que es llevar corbata! ¡Todo el día con la corbata apretándote el cuello...! ¡A quién se le ocurriría inventar la corbata! ¡Estoy deseando que lleguen las vacaciones sólo para no tenérmela que poner...!
Les oigo y sin querer lo comparo con esa otra blasfemia que también escucho de vez en cuando:
- Mmmm. ¡El chocolate es el mejor sustituto del sexo!
 
Y para continuar hablando de placeres, pocos hay tan gratos como cuando terminas de anudarte la corbata y queda perfecta a la primera. Es un acontecimiento casi mágico. Siempre que me sucede tengo unas ganas irrefrenables de marcar con rotulador indeleble el punto en el que comencé a pasar un extremo bajo el otro,para que la ocasión se repita.
 
Desde siempre he soñado con tener un trabajo que me obligue a ir en corbata cada día. Y si he de confesar algún tipo de fetichismo, mi sueño erótico por excelencia es una variante de ese aquí te pillo aquí te mato con el que todos los hombres soñamos con encontrarnos para cuando llegamos a casa. Pero en mi particular versión, justo al flanquear la puerta, te agarran de un tirón de la corbata, obligándote a acercarte a ella, besar sus labios y atrapado por esa correa, así estar a su completa merced.

Igual que nunca dudé que el amor de mi vida algún día iba a llegar, aunque ignoraba cuándo, ni quién sería, cuando apareció  la reconocí de inmediato. Con la misma certeza, de alguna manera sabía que mis días de corbata estaban por venir.
Pienso que la vida son ciclos más o menos largos. El mío parece que comienza a cerrarse. Hace apenas más de un mes que he cambiado de trabajo. Llevo buscando algo así desde hace tres años, tal vez más. Cada día me levanto muy feliz porque por fin puedo vestir mi colección de corbatas que esperaban ansiosas que alguien las retorciera y luciese con orgullo.
Aquí estoy, cada mañana, dejando a los niños en el colegio y marchando al nuevo trabajo muy contento con mi nueva vida. Y mis corbatas.
Las paseo muy feliz todo el día, hasta que llego a casa. A ver si un día de éstos me encuentro con la sorpresa de que los niños no están y entonces sí que espero poder cerrar el círculo completo. Y cuando eso suceda podré decir a todos algo que pienso desde hace muchos años:
Que donde esté una corbata, que se quite el chocolate.