viernes, 24 de junio de 2011

La primera lección de Física















Ya sabía yo, que sucedería esto algún día y por eso me he estado preparando concienzudamente todos estos años, formándome, estudiando, leyendo, e incluso, según algunos maledicentes, hasta aprendiéndome de memoria las preguntas del Trivial. El momento ha llegado. El momento en que comienzan las preguntas importantes.
Y como decía, tengo todo un arsenal de información, deseando ser desparramada por esas mentes inquietas, ávidas de devorar nuevos conocimientos.
Ya hace tiempo que tengo como referencia inmediata a Sergio. Sergio es el hijo de unos primos, que con siete años me describió perfectamente con gran excitación, paso por paso, cómo se produce la preparación, lanzamiento y puesta en órbita del transbordador espacial. Incluso me explicó cómo se saca un satélite de comunicaciones de la bodega, con un gran brazo articulado.
A pesar de que el padre de Marta es un erudito en cuestiones astronáuticas, astronómicas o astrofísicas, no puede compararse con el caso Sergio, cuya familia está formada por superdotados, licenciados en Física y algún que otro químico. De hecho, creo recordar que uno de sus progenitores, incluso llegó a ser aspirante a astronauta de la agencia espacial europea.

Hace unas noches, cuando los niños acaban de irse a la cama, oigo a Lou que le dice a la niña:
- Marta: Esta noche que Papi está aquí, se lo puedes preguntar a él...
Lou salió del cuarto y acercándose me dice que la niña quiere preguntarme algo y hace un gesto, arqueando las cejas, como queriendo decir: ¡A ver cómo sales de ésta...! Todo para ti...
Cuando llego a la cama de Marta, está con los ojos bien abiertos, esperando impaciente al oráculo de Delfos, para que le solucione una serie de cuestiones trascendentales.
- Papi - me pregunta, sin esperar a que llegue a los pies de su cama:
- ¿Cómo es que los planetas no se caen?
Menuda papeleta, explicarle a una niña de cinco años la Ley de la gravitación universal.
- Por la gravedad - le contesto con rotundidad.
- ¿Qué es la gravedad? - me contesta lógicamente ella.
A ver cómo lo explico a una niña de cinco años, pienso... Mmm, ya sé, me digo.
- Imagínate que el espacio es una piscina y los planetas son como pelotas que están flotando... Eso es la gravedad. Por eso no se caen - le aclaro.
Marta frunce las cejas, como intentando captar la idea. Junto a ella, está absorto su hermano Guille de tres años, que escucha atentamente en silencio mis explicaciones.
Cuando parecía que ya estaba conforme, Marta me plantea otra cuestión.
- Papi: si los planetas son como pelotas, ¿podría llegar un gigante, coger los planetas y llevárserlos?
- No, Marta, porque los gigantes no existen...
- Sí, Papi, sí existen - interviene Guille con tono ofendido, moviendo la cabeza a ambos lados - son muy grandes y son feos - me explica abriendo los brazos.
Papi, - interrumpe Marta - pero los gigantes, cuando cogen los planetas, ¿dónde se apoyan?  - me pregunta. 
- Es difícil de explicar, Marta - mientras pienso cómo hacerlo, recuerdo  aquella cita de Arquímedes, con su "Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo" - No puede ser - intento zanjar la cuestión - Los planetas no los pueden mover los gigantes, porque no existen... 
Reconozco que no encontraba una mejor respuesta, a pesar de saber que estaba sacrificando para siempre un personaje de cuentos, que podía darte mucho juego cuando estuviese falto de inspiración. 
Marta ya no replicó más. Ha costado, pero creo que finalmente ha entendido el orden del Cosmos. Se le acabaron las preguntas, parece haber aceptado la explicación. Tan sólo queda darles el beso de buenas noches y despedirnos hasta mañana.
- Papi - pregunta ahora Guille.
- Dime, Guille... - le contesto, creyendo que me llama para darme su beso.
- ¿Qué es... un planeta?

jueves, 9 de junio de 2011

La Hiedra

Sergio y Cristina eran muy felices. Acababan de cumplir un año y medio juntos. Para ella era algo inaudito. Sus anteriores relaciones, comparadas con ésta habían sido infantiles. Ahora todo era bien diferente. Su amplia sonrisa, sus enormes ojos oscuros, no hacían más que brillar. Él lo era todo. Soñaba con estar toda la vida con él. Jamás había sentido nada igual por ningún otro. Tenía esa sensación que sólo puede entender quien alguna vez ha sentido lo mismo. Un sentimiento indescriptible, como si a Sergio lo hubiera conocido desde siempre. Que de alguna manera, o estaban destinados para estar siempre juntos, o que, quién sabe, tal vez ya compartieron una vida anterior.
Cuando me encontré con ambos, él estaba postrado en la cama de la habitación de Cristina. Ella lo mimaba y le pedía que no se moviera. Cristina se había asustado mucho al haberlo visto caer inconsciente al suelo.
Él decía encontrarse bien, tan sólo un poco mareado, a pesar de la palidez de su cara, acentuado por la intranquilidad de verse en esa situación, en casa de su novia y que hubiesen tenido que llamar al servicio de emergencias. Quizás, tampoco se sintiese cómodo por compartir la cama con cojines de Hello Kitty y muñecos de peluche rosa.
Sergio no quería ir al hospital para visitarse. Cristina, le acarició la cara, le apartó el flequillo de la frente y aun con voz dulce, le ordenó que debía ser trasladado a un centro médico para ver qué le había sucedido.
La madre de Cristina observaba la escena desde la puerta de la habitación, comprendiendo en silencio muchas cosas. Su hija ya no era ninguna niña. A pesar de tener todavía 16 años, ya era una auténtica mujer.
Sergio intentó oponerse una vez más, pero Cristina lo atajó y accedió sin rechistar. Me dirigí a él y le dije en voz alta: Sergio, prepárate, esto no ha hecho más que empezar...
Todos rieron y aproveché para redactar el informe.
Sobre la cabeza de Sergio, colgaba un cuadro realizado a partir de un montaje fotográfico de la pareja. Bajo las fotos, paralela a la parte inferior del marco, rezaba una frase hecha a mano con rotuladores de color: Amar es enamorarse cada día de la misma persona.
Mientras escribía el informe médico, iba levantando la vista y leyendo una y otra vez aquella frase y no pude evitar pensar en La Hiedra y si tal vez a Sergio y a Cristina les aguardaba el mismo futuro.

Una puerta de hierro forjado, separaba el pequeño patio de la acera de la calle. Empujé suavemente uno de sus barrotes y ya con toda su plenitud, pude observar libre de barreras, el camino de piedras, que conducía hasta la puerta principal. Flanqueando el sendero y trepando por las columnatas del porche, se erguía una hiedra que abrazaba la columna y se fijaba como una capa más, a la fachada de la mansión.
Aquella casa, glorioso vestigio vivo de esplendores pasados, era el hogar de un anciano médico, antigua personalidad de esa pequeña ciudad, cuyo nombre aún resonaba en la memoria de los más viejos, aunque para las demás generaciones que les sucedieron, no tenía ya significado alguno.
Testigo de que aquella casa albergaba una consulta médica en la planta principal, fijado a la pared, respetado por la hiedra, un letrero dorado, en el que rezaba orgulloso: José L. Bretón, Traumatólogo.
Los pisos superiores, como era costumbre en la época, eran ocupados por el galeno y su familia. Allí subimos, pertrechados con todos nuestros utensilios de emergencia, preparados para poder hacer frente a cualquier contingencia médica.

La puerta de la vivienda nos la abrió un anciano de unos ochenta años bien rebasados, próximos ya a los noventa. Inclinado de forma muy pronunciada hacia adelante, su andar era a base de pasitos cortos, ruidosos, casi sin levantar los pies, golpeando los talones en el suelo de granito desgastado del pasillo, que nos conducía hasta el dormitorio.
Durante el trayecto me fue explicando con términos médicos muy técnicos y precisos lo que le había sucedido a su mujer. Esto me hizo descubrir que me encontraba ante el mismísimo doctor Bretón.
La frialdad de la jerga médica y la pormenorizada descripción de una paciente con demencia senil, aquejada ahora de un edema agudo de pulmón, me transportaba al cambio de guardia de un hospital o al momento en que entregamos a un paciente en urgencias. Su edad, su andar y su pijama de rayas, me separaban de aquel escenario hospitalario imaginado. Pero una vez se vio desprovisto de la necesidad de traspasarme el enfermo, surgió el compañero, el marido, el amante.
Permaneció discretamente al fondo de la habitación, en silencio, mientras yo procedía a historiar y explorar a su esposa.
Sus ojos observaban vidriosos una escena vista mil veces, pero que cambia completamente cuando el protagonista pasa a ser alguien a quien amas.

Tal y como me dijo el Dr. Bretón , tanto él como su esposa tenían 87 años.
- ¡Qué curioso! - comenté - Son de la misma edad.
- Bueno, en realidad ella es unos meses mayor que yo - me precisó.
El Dr. Bretón, despojado ya de su imaginaria bata blanca, con el corazón expuesto ante el médico que tenía frente a él, me miró a los ojos y como implorando ayuda me dijo: Llevamos toda una vida juntos. Nos conocimos en la guardería y desde entonces no nos hemos separado...

Cuando salí de nuevo por el patio, camino de la calle, pasé junto a ella y volví para girarme. Sus hojas verdes y su tallo sinuoso, serpenteante y trepador, me recordó a sus dueños, que seguro alguna noche de verano, hace muchos años, bailaron aquella vieja canción de Los Panchos que decía:

Así me sentirás a ti unida cual la hiedra
Y así en cada aliento mío
contigo vivirá mi ilusión
Venturoso y feliz el mundo reirá
Y en tanto pueda hacerlo yo
A ti me ligaré y a ti consagraré mi vida

sábado, 4 de junio de 2011

Un año con Clara


Hace un año que has llegado. Lo hiciste de forma apresurada. Nadie te esperaba tan pronto y de repente ¡Pum! te presentaste en casa. 
Y casi sin que nadie se diera cuenta, ha pasado un año.

Cuando llega un niño a una familia, todo el mundo se vuelca en él y comienzan a preguntar, casi desde el primer día, a quién se parece, si a Papá o a Mamá, si esa naricita es Gómez o si esa boca es Carrillo.
Pero tú no has sido la primera y ese debate ha quedado atrás. Desde tus primeras horas, el parecido con tus padres ha permanecido de lado. En cambio, contigo todos intentan compararte con alguno de tus hermanos. Y en esas aún estamos, sin haberlo aclarado, cuando acabas de apagar tu velita y has recibido un primer y único tirón de orejas.
Aunque hay algo que te distingue: tu piel tiene un olor especial, diferente. 
Clara, eres tú y eres única y distinta.

Y casi sin que nadie se hubiese dado cuenta, ya ha pasado un año.
Y quien no lo crea, no tiene más que asomarse al pasillo y observar cómo gateas velozmente, contoneando tu cintura de lado a lado. Pero a esto le queda poco. Ya te sabes levantar y disfrutas arrancando los imanes de la nevera y aunque un poco indecisa, eres capaz de dar dos pequeños pasos, que hay que apresurarse a cogerte rápidamente, para que no te acabes cayendo.

Tu abuela suele decir que en una casa en la que hay un bebé, se nota la felicidad desde que se abre la puerta de la calle.
Y eso pasa en la nuestra. La otra mañana, cuando llegué de trabajar de noche, entro por la puerta y desde tu cuna me llamaste con la única palabra, que de momento eres capaz de decir: hoola, hoola... Lo vas repitiendo a todas horas, no sabes su significado aún, pero a mí me resultó una bienvenida preciosa.

Y casi sin que nadie se pudiese haber dado cuenta, ha pasado un año. Y prueba de ello es tu personalidad, que se va formando. Tu independencia, al no dejarte que nadie te ponga el chupete, que antes debe pasar por tu mano. Te pones de pie en tu cuna y ya sabes encender la luz de tu cuarto. Pero sobre todo, tu sonrisa por las mañanas, que ilumina tu cuarto, cuando al levantarse tu hermano Guille, corre hasta tu cuna y de entre los barrotes ves aparecer su carita, que te dice con voz dulce: Buenos días, Clarita...
Y es con Marta con quien ríes, porque ríes, arrugando la nariz, cuando te hace la pedorreta, que imitas cuando tú quieres, sacando la lengua entre tus labios y soplando con fuerza y salpicando todo...

Y casi sin que nadie se hubiese dado cuenta, ya ha pasado un año. Todo este tiempo ha transcurrido muy deprisa. Tú no lo sabes aún, pero llenas nuestras vidas. Te queremos tanto, que nos hace ser tontos, por creer convencidos, que has estado siempre con nosotros.