De vez en cuando nos toca hacer guardia de noche en el circuito. Y aunque a esas horas, tras el crepúsculo, no hay nadie dando vueltas en la pista, nuestra asistencia se justifica por la actividad de los mecánicos de los equipos de fórmula 1, que no conocen de jornadas diurnas o nocturnas y han de poner a punto las máquinas que tienen que rugir al día siguiente.
Son guardias tranquilas, por lo que una visita a nuestra clínica es afortunadamente, algo bastante extraordinario. Por eso me sorprendió ver a través de la mampara de cristal, una sombra humana que con pasos tambaleantes, rondaba los alrededores de nuestro centro médico.
Ya eran bien cumplidas las diez de la noche y de forma decidida salí al exterior, a ver de quién se trataba y cuál eran sus intenciones.
Entre la penumbra, respondiendo a mi ¿hola! apareció poco a poco la figura de un chico de no más de veinticinco años, que se me acercaba ayudándose de un bastón.
En seguida reconocí a aquel muchacho ciego, que en alguna otra visita de la fórmula 1 lo había visto rondando el paddock, pidiendo autógrafos a los corredores.
Cuando estaba a mi altura, me preguntó que cómo podía hacer para llamar a un taxi que le llevase a su hotel.
Tan tarde como era ya, estaba el circuito cerrado y aparte de los mecánicos de fórmula 1, sólo quedaban los empleados de seguridad y nosotros, por lo que le dije que me acompañara dentro de la clínica, que allí le pediríamos su coche.
Accedió a cogerse a mi brazo y lo llevé hasta el despacho, invitándolo a sentarse en una silla.
De la empresa de taxis nos informaron que tardarían unos diez minutos, por lo que mi nuevo interlocutor y yo, tendríamos un rato para charlar.
A pesar de su ceguera, de sus destelleantes ojos desbordaba locura por un mundo, el de la fórmula 1, sus equipos, sus pilotos, sus carreras... que yo podía ver, pero que sólo él podía sentir y disfrutar con esa intensidad.
No sé de dónde era, pero encontrarlo solo, en medio de un circuito, que es un espacio abierto tan grande, a esa hora, aquella noche, me conmovió.
No sé si pensar que ese chico es un valiente o un inconsciente. Perdido, en un país ajeno al suyo, en un lugar desconocido, rebosaba felicidad por haberse encontrado de nuevo con su pasión.
Me cuesta entender qué puede atraer de las carreras de coches a un pobre chico ciego, que no puede disfrutar de las mismas, de las salidas vertiginosas, de los adelantamientos, del baile sincronizado de las paradas en el pit-lane, del ondear de la bandera a cuadros. Tan sólo ruido y el olor del combustible que sale de los motores. Ruido y olor. Y en cambio, me elogiaba a Nico Rosberg, su piloto favorito y lo comparaba con los demás, que al parecer conocía a la perfección. Era capaz de nombrarme todas las carreras que habían tenido lugar en Montmeló como si las hubiese visto y los accidentes o salidas de pista que se habían producido y que después habíamos atendido allí, en nuestra clínica.
Hablábamos y hablábamos y él sonreía. Con esa sonrisa de un niño feliz, que sin poder apreciar todo eso de lo que me cuenta, disfruta como he visto a pocos.
Y me hizo sentir bien. Porque esto me hace creer que las adversidades se pueden hacer pequeñas, con voluntad y tenacidad. Pero también me ha hecho sentirme culpable por poder ver todo lo que me rodea, apreciar los colores del mundo y no sentirme un afortunado por tenerlo todo y no darme cuenta.
2 comentarios:
Un relato conmovedor. No alcanzo a entender cómo puede apasionar un deporte como éste a un invidente, lo que invita a la reflexión, desde luego. Una vez más, gracias por estos relatos que humanizan tu profesión, algo que muchas veces parece imposible.
Gracias Mel por esta historia que nos hace pensar en las pequeñeces por las que a veces nos preocupamos y nos damos cuenta,sin embargo, de como alguien que no puede ver se recrea y disfruta con otros "paisajes" que le ofrece la vida.¡Digno de admiración!
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