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sábado, 12 de marzo de 2011

Los colores de la Fórmula 1

De vez en cuando nos toca hacer guardia de noche en el circuito. Y aunque a esas horas, tras el crepúsculo, no hay nadie dando vueltas en la pista, nuestra asistencia se justifica por la actividad de los mecánicos de los equipos de fórmula 1, que no conocen de jornadas diurnas o nocturnas y han de poner a punto las máquinas que tienen que rugir al día siguiente.
Son guardias tranquilas, por lo que una visita a nuestra clínica es afortunadamente, algo bastante extraordinario. Por eso me sorprendió ver a través de la mampara de cristal, una sombra humana que con pasos tambaleantes, rondaba los alrededores de nuestro centro médico.
Ya eran bien cumplidas las diez de la noche y de forma decidida salí al exterior, a ver de quién se trataba y cuál eran sus intenciones.
Entre la penumbra, respondiendo a mi ¿hola! apareció poco a poco la figura de un chico de no más de veinticinco años, que se me acercaba ayudándose de un bastón.
En seguida reconocí a aquel muchacho ciego, que en alguna otra visita de la fórmula 1 lo había visto rondando el paddock, pidiendo autógrafos a los corredores.
Cuando estaba a mi altura, me preguntó que cómo podía hacer para llamar a un taxi que le llevase a su hotel.
Tan tarde como era ya, estaba el circuito cerrado y aparte de los mecánicos de fórmula 1, sólo quedaban los empleados de seguridad y nosotros, por lo que le dije que me acompañara dentro de la clínica, que allí le pediríamos su coche.
Accedió a cogerse a mi brazo y lo llevé hasta el despacho, invitándolo a sentarse en una silla.
De la empresa de taxis nos informaron que tardarían unos diez minutos, por lo que mi nuevo interlocutor y yo, tendríamos un rato para charlar.

A pesar de su ceguera, de sus destelleantes ojos desbordaba locura por un mundo, el de la fórmula 1, sus equipos, sus pilotos, sus carreras... que yo podía ver, pero que sólo él podía sentir y disfrutar con esa intensidad.
No sé de dónde era, pero encontrarlo solo, en medio de un circuito, que es un espacio abierto tan grande, a esa hora, aquella noche, me conmovió.
No sé si pensar que ese chico es un valiente o un inconsciente. Perdido, en un país ajeno al suyo, en un lugar desconocido, rebosaba felicidad por haberse encontrado de nuevo con su pasión.
Me cuesta entender qué puede atraer de las carreras de coches a un pobre chico ciego, que no puede disfrutar de las mismas, de las salidas vertiginosas, de los adelantamientos, del baile sincronizado de las paradas en el pit-lane, del ondear de la bandera a cuadros. Tan sólo ruido y el olor del combustible que sale de los motores. Ruido y olor. Y en cambio, me elogiaba a Nico Rosberg, su piloto favorito y lo comparaba con los demás, que al parecer conocía a la perfección. Era capaz de nombrarme todas las carreras que habían tenido lugar en Montmeló como si las hubiese visto y los accidentes o salidas de pista que se habían producido y que después habíamos atendido allí, en nuestra clínica.

Hablábamos y hablábamos y él sonreía. Con esa sonrisa de un niño feliz, que sin poder apreciar todo eso de lo que me cuenta, disfruta como he visto a pocos.
Y me hizo sentir bien. Porque esto me hace creer que las adversidades se pueden hacer pequeñas, con voluntad y tenacidad. Pero también me ha hecho sentirme culpable por poder ver todo lo que me rodea, apreciar los colores del mundo y no sentirme un afortunado por tenerlo todo y no darme cuenta.

sábado, 8 de mayo de 2010

Un día en las carreras

Siempre he creído que dentro de un gran acontecimiento tienen lugar pequeñas historias mucho más interesantes que el relato principal. Al fin y al cabo, la Historia con mayúsculas, se nutre de pequeñas historias minúsculas, que la alimentan y enriquecen.
Este fin de semana todos los ojos del mundo están puestos en Barcelona, donde se desarrolla el Gran Premio de Fórmula 1. Ésa es la gran noticia, que será tejida con los hilos de la victoria del campeón de la carrera, los posibles vuelcos en la clasificación del mundial de pilotos y de constructores, esos adelantamientos vertiginosos y las mejoras aerodinámicas de los ingenieros de los equipos. Pero, como decía en un principio, a la vez y de forma inadvertida, pasan cosas, que desde otra perspectiva, me resultan más interesantes. Se dice que siempre estoy en el aire, pero desde arriba aparto los primeros árboles que no me dejan ver el bosque y después de retirar esta primera envoltura, me emociono ante historias humanas, que están disueltas y perdidas dentro de la gran historia.
Estos días estoy en el circuito, trabajando como médico y aunque mi cometido es sólo el traslado en helicóptero de pilotos accidentados, echo una mano en la clínica del circuito atendiendo a algún que otro paciente que nos traen.
En las tandas de entrenamiento de ayer, un piloto debutante esta temporada, sufrió un accidente al chocar con una protección lateral y pronto se vio que no se había hecho nada, pero el reglamento obliga a trasladarlo a la clínica, para una exploración médica aún en contra de su voluntad, para descartar posibles lesiones. Tras traernos las asistencias al muchacho, de 22 años, fue respondiendo de mala gana cada una de las preguntas que le hacíamos con un seco No. Tras terminar de explorarlo, y sin haberse siquiera sentado, le digo amablemente que no tiene nada, que puede marcharse y me contesta con cara desafiante de niño malcriado: "Qué, ¿ya estáis contentos? Cogió su casco y se marchó. No sé qué será de él, y de los demás, si algún día llega a ser tercero del mundo...
El día se acaba y estamos prácticamente recogiendo, cuando aparece por la clínica un señor de unos 60 años, que se dirige a mí muy educadamente y me pide si lo puedo atender y tomarle la tensión. Me cuenta que tiene 65 años, es de Sao Paulo, mientras se retira la americana y se va aflojando el nudo de la corbata. Su voz es baja, amigable y las palabras van brotando de forma pausada. Le coloco el manguito para tomarle la presión y poco a poco me cuenta su historia...
- Verá, doctor - me dice - es que me he puesto nervioso. Me he emocionado.
En un primer momento pensé que sería uno de esos locos aficionados, que recorren el mundo para cumplir el sueño de ver una carrera de coches en directo. Una especie de síndrome de Stendhal deportivo.
- Doctor, ¿tiene usted hijos? - me preguntó en un tono cariñoso.
- Sí, tengo tres - le contesté.
- Entonces usted entenderá lo que me ha sucedido. Mire, doctor, mi hijo es piloto de fórmula 1. Han sido muchos años de sacrificio. Es un deporte muy difícil, muy caro y muy arriesgado. Verlo conducir un coche me ha emocionado mucho.
- ¿Cómo se llama su hijo? - le pregunté.
Tras decírmelo, recordé que era uno de esos pilotos que debutaban ese año.
- Perdone: ¿su hijo es feliz? - le pregunté.
- Mucho, ha llegado a un lugar que alcanzan muy pocos. Por eso me he emocionado - me contaba con sus ojos humedecidos.
- Para la gente de fuera - le dije - lo importante es que sea campeón del mundo. Para usted y para él, lo importante debería ser que ha cumplido un sueño.
- Muchas gracias, doctor - me dijo amablemente - Ya me encuentro mejor. ¿Cómo tengo la tensión?
- La tiene perfecta - le contesté.
Se despidió de mí educadamente y se marchó.
No conozco al hijo de este hombre tan amable, pero seguro que no tiene nada que ver con su compañero que vino a la clínica antes. Estoy convencido que alguien como su padre le habrá sabido transmitir los valores de respeto y humildad. Por eso, mañana todo el mundo estará mirando al ganador de la carrera, y la majestuosidad de un gran premio con toda su orquestada parafernalia, impedirán ver a un corredor de segunda fila, casi desconocido, que con el apoyo de su familia y la tenacidad, sacrificio y superación, ha conseguido alcanzar un sueño casi imposible.