sábado, 26 de febrero de 2011

Cuestión de análisis













Ayer fui con mi hija Marta a hacerse un análisis de sangre. Es algo que acabará sucediendo más tarde o más temprano en la vida de una persona, pero aquella mañana no pude evitar acordarme de algo que me pasó cuando yo tenía más o menos su misma edad y me hice mi primer análisis.
No se puede decir que fuese un niño enfermizo. La verdad es que no. Pero eso no fue suficiente para evitar el tener que hacerme en alguna ocasión, alguna analítica.
Recuerdo con pavor todo el proceso, ya que hasta el último momento no era informado del motivo de no ir a clase esa mañana. Te levantaban muy temprano, no te dejaban desayunar y te metían en el coche. El trayecto hasta el laboratorio de análisis, lo cubría entre lágrimas de terror, pensando en la temida aguja y en la liturgia que le precedía. Al borde del pánico, sentía que mi padre me había traicionado, consintiendo que me fuesen a hacer daño. Tengo todavía en mi cabeza aquella goma marrón que te apretaba el brazo, tras apoyarlo en esa especie de teja vuelta del revés.
Era probablemente la primera ocasión que fui a sacarme sangre, cuando, seguramente conmovido por mis lágrimas, mi padre con sus buenos y sabios consejos, me dijo que sólo dejase que me pinchase un señor llamado "El Foca", que ése no me haría ningún daño. Convencido como estaba, y con esa especie de salvoconducto, confiando ciegamente en él, mi viaje lo hice con mayor tranquilidad. Al llegar allí, un señor gordo, amigo de juventud de mi padre, nos saludó a los dos y yo, aún con los ojos humedecidos, le dije con voz temblorosa: Quiero que me pinche "El Foca...."
Aquel hombre miró a mi padre, me miró a mí y con gesto muy serio, me dijocon voz ronca: ¡Dile a tu padre que me voy a cagar en la madre que lo parió...! - mientras, mi padre soltaba una carcajada.
Con esa edad comprendí que un señor mayor no puede llamarse "El Foca", y que si es así, probablemente se trata de un mote.  

Las bromas y el buen humor, constituyen buena parte del carácter de los Carrillo, pero otro aspecto peculiar de este clan, es esa innata tendencia a la hipocondría. Hipocondría a la que yo no soy inmune, por supuesto. Por ese motivo decidí estudiar Medicina. De esta manera podría continuar siendo un hipocondriaco. Esta vez, con más conocimientos. No hay nada como poder añadir complejas y raras enfermedades a la lista de posibles achaques.


Ayer, como decía en un principio, le tocaba el turno a Marta. Ya desde hace días le había comentado lo que íbamos a hacer y aunque aparentemente tranquila, no lo estaba tanto.
Entramos a la sala de extracción y tras comprobar su nombre, la enfermera le preguntó:
- Marta: ¿sabes a lo que has venido?
- - respondió - a hacerme un análisis.
Se sentó en una silla pequeña, le descubrí el brazo y lo apoyó sobre una mesa, donde estaban las enfermeras. En seguida le agarraron su bracito y le pusieron la goma alrededor (en eso no ha cambiado la cosa).
- ¿Quieres mirar la aguja? - le pregunté
- No, papi, prefiero mirarte a ti - y con la mano libre me acarició y me dio un beso.


Mientras le pinchaban y procedían a extraerle sangre, me iba dando besos, como si yo fuese a quien le estuviesen haciendo el análisis y a ella le tocase tranquilizarme, mientras me decía: Papi, te quiero mucho - y continuaba besándome, sin llorar y sin quejarse en absoluto.


Por aquellas casualidades de la vida, hoy me ha tocado pincharme a mí. Parece que es la semana del análisis.
Guiado por la hipocondría y el profundo temor a la enfermedad que comentaba antes, me he vuelto a apuntar a la revisión médica anual de la empresa.
Esta mañana, mientras me colocaban esa goma clásica e iban llenando los tubitos, rememoré el episodio de "el Foca", y pensé en la hija tan valiente y cariñosa que tengo.
Debí estar con la mirada perdida, ensimismado, porque la enfermera interrumpió mis pensamientos, preguntándome: ¿Estás bien?
- Sí, claro - contesté y tras dar las gracias, sonreí y me marché apresuradamente.


Ahora, como buen hipocondriaco, sólo me queda esperar ansiosamente la llegada de los resultados. Pero eso será otra historia.

domingo, 20 de febrero de 2011

Tu nombre

No sé si alguien ya ha llegado a escribirte algo. Me supongo que no.
Por eso querría disculparme. Por si me he adelantado.
Nadie me ha dicho si sabes por qué te llamas así.
Déjame que te lo cuente. ¿No te importa?

Tu nombre es nombre de grandes emperadores de otros tiempos.
Un nombre casi solemne y aristocrático.
Tu nombre no es casualidad.

Ahora, después de estas semanas tan duras, tan difíciles, luchando con más fuerza que la que tenemos los mayores, intentando aferrarte a la vida, tienes por fin tu premio: ya estás de nuevo en casa.
Ya puedes respirar solo, sin esas máquinas, sin esos tubos. Disfrutar del placer de hinchar tus pulmones y exhalar lentamente el aire de tu pequeño pecho. Degusta ese placer gratuito. Disfruta de todo. Después de este tiempo, por fin puedes vivir.

Muchos lo piensan, aunque a nadie se lo he dicho, ni ninguno me lo ha contado, pero estas semanas de hospital, en ese triste lugar donde no debiera haber ningún niño, sé como los demás, que estabas acompañado. En la aparente soledad de tu pequeña cama, junto a ti, estaba tu abuelo. Ése que se llamaba como tú y que nunca te pudo ver.
Tienes mucha suerte, porque contigo hay alguien muy bueno. Tienes el mejor ángel de la guarda.
Tu nombre no es casualidad, porque tú, como él, eres Federico.



jueves, 17 de febrero de 2011

Volar

Para la mayoría de la gente, el cielo es el límite.
Para aquellos que aman la aviación, el cielo es el hogar - Anónimo.


Amelia Earhart decía que "nunca has visto un árbol hasta que has podido ver su sombra desde el cielo".
¿Qué hay ahí arriba para hacernos soñar de esa manera? Nada y todo a la vez.
Otto Lilienthal, un pionero de la aviación, pensaba que "inventar un avión no es nada. Construirlo ya es algo, pero volar lo es todo".

Una vez conocí a un piloto de esos de los de antes, de los de galones a modo de jarretera y gorra de plato bajo la axila. Tenía esa edad en la que aunque estás en activo, ya tus pensamientos se encuentran más allá de la jubilación. Recuerdo que me decía que los primeros años estás enamorado hasta de las nubes, y que por volar serías capaz de hacer, e incluso aceptar cualquier cosa, pero como todo, eso se pasa...
Antonio aún no ha llegado a tener esa edad, en la que el idilio con los cúmulos del cielo, empieza a tener sus primeras crisis. Su vida es el aire y su música favorita, la del rugir de esos poderosos reactores, que le  acercan a sus amadas nubes y le separan del odiado suelo.
Ese suelo tan indeseado para alguien que quiere estar alejado de él, le jugó una mala pasada. Mientras esquiaba, Antonio se encontró una fatídica placa de hielo que le hizo perder el equilibrio, cayendo al fondo de un barranco.

Ahora Antonio estaba postrado en la cama de una habitación de una UCI, en una ciudad que no era la suya. Ahí fue donde me encontré con él. Tras varias semanas de incertidumbre, con unas graves lesiones cerebrales cuya evolución es incierta, volvía a un hospital más cerca de casa.

Tras los correspondientes preparativos, en los que dormimos a Antonio para que se le hiciese más cómodo el traslado, marchamos al aeropuerto. Allí nos aguardaba nuestro avión, que llevaría de nuevo a Antonio con los suyos.
Lo acomodamos en la estrecha camilla, nos atamos nuestros cinturones y con una veloz carrera de despegue, nos pusimos rumbo a Barcelona.

Antonio estaba dormido, pero algo hacía que se sintiese inquieto. De tanto en tanto comenzaba a moverse, encogiendo sus piernas y flexionando sus brazos a un tiempo.  Yo, mientras, le acariciaba la frente y como si me estuviese oyendo, le intentaba calmar con palabras tranquilizadoras. Él tal vez me escuchaba y se relajaba.

Tras minutos de aparente tranquilidad, cuando parecía que por fin lo había logrado, volvía a moverse, como quien intenta dormir en un duro colchón, tan incómodo, que las quejas de tus costillas, te despiertan mil veces a lo largo de la noche.

Así estuve un buen rato, durante casi todo el trayecto hasta Barcelona. Por más que le daba vueltas, no entendía esa intranquilidad de Antonio. En el hospital antes de dormirlo, se encontraba bastante sereno.
Pronto pareció que mis pensamientos hubieran sido oídos por mi enfermera:
- ¡Cómo se nota que es piloto! ¿Verdad? - me comentó.
Lo miré de arriba a abjao, intentando encontrar alguna diferencia anatómica que nos distinga al resto de la humanidad de los aviadores, pero no hallé ninguna. Fruncí mis cejas y ella comprendiendo mi gesto, continuó:
- ¿No te has dado cuenta de que se mueve, cada vez que cambia el sonido de los motores?
Me acerqué al oído de Antonio y le dije:
- Antonio, tranquilo. Sí, estamos en un avión. No te preocupes, todo va a ir bien. Te llevamos a casa - y por fin, se quedó completamente relajado.

Otro Antonio aviador, y además escritor, Antoine de Saint Exupéry, autor del libro El Principito, dijo una vez:

"Soy muy afortunado por mi profesión. Me siento como un granjero, con mis aeródromos a modo de pastos. Aquellos que lo han probado alguna vez, no lo olvidarán nunca. No se trata de vivir peligrosamente. Esa fórmula es demasiado arrogante, demasiado presuntuosa. No me preocupo por los toros salvajes de los campos. No es el peligro lo que amo. Sé lo que amo. Es la vida misma".

jueves, 3 de febrero de 2011

La barbería
















Decidir cambiar de vida no es fácil. Uno de los principales inconvenientes es la mudanza. Por eso en otros países, no sé si más avanzados o no, venden todo antes de partir: casa, muebles, coche, para afrontar el traslado a un nuevo lugar sin cargas. Es algo que siempre me ha sorprendido. Ese escaso apego a los objetos materiales que te han acompañado tanto tiempo.

Pero la mudanza no ha sido una de las grandes dificultades con las que me he encontrado cuando decido iniciar una nueva etapa en otro lugar, salvo lo engorroso de empaquetar, trasladar, desenvolver, colocar y tirar lo que se ha podido romper, por no decir la selección natural de desprenderse de lo que ya no se necesita.
En realidad, lo duro ha sido, el encontrar peluquero.
Creo, sin exagerar, que hasta que no encuentras esa persona de confianza, no se puede decir que te has adaptado por completo al nuevo lugar.
No sé por qué, pero con ese personaje se tiene una vínculo especial, casi mágico. Y esto lo vas asimilando desde pequeño. Recuerdo siempre a mi madre, y por extensión a todas las señoras de su edad (que para un niño eran muy mayores), que nunca volvían contentas de la peluquería. "Esta chica no acaba de acertar con mi pelo..." - decían- "No sé por qué me he dejado convencer si sólo fui a que me lo marcasen..." Otras veces escuchaba aquel otro comentario: "te dejan muy bien arreglada, pero mañana cuando me lave el pelo, se me echará a perder..." He oído hasta la saciedad aquella frase entre reproche, enfado o decepción:
"...mira que le dije que sólo me cortase las puntas..."
Pero a pesar de este continuo desencanto, sin yo entender por qué, acababan irremediablemente repitiendo.

Los hombres somos bien diferentes. Al fin y al cabo, no innovamos con el peinado y cuando tienes tu peluquero, se podría decir, como ocurre con los buenos equipos bien conjuntados, que prácticamente sobran las palabras.
Llegas, saludas y cuando tu peluquero arquea las cejas, le contestas con un innecesario "como siempre".
Y nunca llegamos a casa descontentos por el resultado, porque siempre es el mismo. Somos así de simples y las cosas las hacemos así de fáciles.

El venir a vivir a Barcelona trajo consigo grandes cambios en mi forma de vida y como mencionaba, quizás el más traumático fue encontrar quién me cortase el pelo.
Tras estar vagabundeando por distintas barberías durante algunos años, un día, supongo que casi engañado, recaí en la peluquería de Anabel, que a la postre era quien arreglaba el pelo (¿se dice así?) a Lou, sus hermanas y a mi suegra.
Y digo engañado, porque aunque me vendieron la idea de que era una peluquería unisex, la realidad es que jamás he visto a ningún otro hombre cortándose el pelo allí, si no contamos a mi hijo Guille, claro.

Y aunque ésta sea una experiencia nueva, la verdad es que es bastante enriquecedora. Participar en ese ritual, hasta entonces desconocido para mí, me resulta siempre muy divertido.
La barbería, o mejor dicho en este caso, la peluquería, es un lugar donde no se ha de ir con prisas. Nada más llegar, te sientas, cruzas las piernas y empiezas a instruirte. Siempre es interesante ver cómo viven los ricos. Para eso, como lógica entrada en cualquier sitio, un ¡Hola! y a ver casas de famosos millonarios...
Tras las primeras 20 páginas, el resto me interesa bastante poco, pero mantengo la revista abierta y los oídos, pues las conversaciones de peluquería son entretenidísimas...

Me siento como un espía agazapado detrás de un periódico, pues ellas, Anabel, su madre y sus clientas, se explican sin al parecer sentirse turbadas por mi presencia.
Cuando alguna me mira un poco más insistentemente, como si fuese un intruso, Anabel les dice: "¿te acuerdas ese blog que te recomendé? Él es el que lo escribe." A mí me hace sentir como una celebridad cuyas casas estoy viendo en las revistas y ella, sin saberlo, aparte de mi peluquera, se convierte en mi agente literaria.
No es raro que aproveche la tesitura para decirme: "A ver cuándo escribes de mí o de la peluquería..." No sé, a lo mejor algún día...

Y no tardo mucho en ser el siguiente. Ahí es el momento más delicado de todo el ritual. Te colocan un batín de color celeste, que me aprieta un poco los brazos y apenas me llega a cubrir las rodillas. Fuera de ese lugar, no sería capaz de ponérmelo ni en carnavales. El batín tiene un cinto del mismo color, que nunca sé si se anuda delante o por detrás. Siempre que me acompañan Marta o Guille, cuando soy envestido con esa toga, me miran los dos con ojos abiertos y cara burlona, intentando que no se les escape la risa.
Esa batita me dio la pista de que había sido engañado. Aquello era una peluquería de señoras, como a la que iba mi madre con sus amigas.

Cuando llega el turno de cortar el pelo, Anabel no arquea las cejas. Simplemente agarra el peine y las tijeras con su mano izquierda. Ella sí que es zurda, no como mi peluquero de la niñez. No arquea las cejas como sus colegas de las peluquerías para hombres. Se limita a decirme: "Te cortaré el pelo como quiere Lourdes".
Lo cual lejos de hacerme sentir como un calzonazos, en realidad me beneficia totalmente, pues yo sólo me veo en el espejo tres veces y en cambio, Lourdes, a lo largo de todo el día. Y que te encuentre guapo tu mujer, como comprenderán, no tiene más que ventajas...

Y por último llega el instante más maravilloso,incluso cuasi-orgásmico, del lavado de cabello y posterior masaje capilar. Y si no, que se lo digan a Meryl Streep.

Alguien me confesó una vez, que estaba convencido que en otra vida, yo tuve que haber sido una mujer. Tal vez quien lo dijo estuviese en lo cierto, porque desde que voy a esta peluquería, me marcho siempre pensando que Anabel me ha cortado demasiado el pelo. Así tardaré demasiado en volver por aquí.