Ya es de noche. Estoy en la cama esperando que llegue por fin la mañana. Esa mañana tan esperada desde hace casi un año. Estoy intranquilo, pensando en cómo va a ir todo.
Un día quise imitar a un amigo, a quien conocemos como Naiaro, que sin pretenderlo, se convirtió en gurú. Solo porque había decidido correr una maratón. Creo que él tiene la culpa de todo. Estoy convencido que cualquiera que escuche su historia, saldría rápidamente para ponerse a correr de inmediato. Nunca he corrido ni jamás me planteé semejante proeza. Nunca hasta ahora.
Han sido once meses de salir a correr cuando no te apetecía, mañanas de verano, noches de invierno y equinoccios que veían como kilómetro tras kilómetro, mis pies iban golpeteando el suelo de Barcelona, de Málaga, de Inglaterra o donde me pillara el entrenamiento. Mil veces salí y dos mil quise volver a casa, preguntándome qué estaba haciendo.
Me da igual las modas. Eso de ser Runner, que es por lo que les da a la gente de mi edad, tal y como he escuchado desde que me metí en esto, me trae francamente sin cuidado. Lo hago no porque esté más cerca de los cincuenta que los cuarenta. No, en absoluto. Lo hago porque tengo envidia. Envidia de querer sentir lo que sintió Naiaro, cuando lleno de dolor aparecieron sus hijas que le acompañaron los últimos metros hasta la meta. Envidia porque sus ojos aún se humedecen un año más tarde si le pides que una vez más te cuente su historia.
Lou se ha quedado dormida junto a mí. Pero antes de caer rendida me ha preguntado qué pensaré en esos momento que traspase la meta.
--¿Qué deseo pedirías? --me preguntó.
--Uno bien sencillo --contesté--. Que la vida que tengo ahora, hoy mismo, esta noche, no cambie nunca porque es perfecta.
Mañana voy a hacer algo que jamás había hecho antes. Me adentraré en una selva espesa, rompiendo la maleza con un machete de hoja roma, sin saber qué paisajes o qué secretos me voy a encontrar más allá.
Lo hago, como he dicho, por envidia, pero la verdad es que no solo por eso. Mi carrera de mañana, cada una de mis zancadas, de mis jadeos y de mis latidos durante 42 kilómetros y esos 195 interminables metros, serán como un mensaje en una botella lanzado al mar. Estará flotando años y años, hasta que un día inesperado, de repente unas manos que ya no serán las de un niño, la encontrarán, la abrirán y al darse cuenta de lo que pasó aquella mañana, se sentirán orgullosos de lo que hizo su padre y entonces comprenderán el mensaje.