Una noche de verano. Una de esas que se alargan hasta horas que jamás soñaríamos estar despiertos durante el invierno. Así son las vacaciones. Esa laxitud te permite ser permisivo con tus gastos, con tus horarios y con la relación con tus hijos.
Aún hace calor, porque las noches de verano son así, de sonidos de grillos y de calor que no se quiere marchar. Llega la hora de irse a dormir. Porque aunque parezca mentira, ese momento existe.
Besos a todos, en varias sesiones repetidas, como no podía ser de otra manera en una familia en la que me ha tocado estar, donde los besos son como el oxígeno que se respira, o los pasos al andar. Rondas y más rondas de besos. Todos se van a sus habitaciones, pero cuando parece que ya comienza la calma, uno de ellos se da media vuelta y viene hacia mí. Estamos solos. Parece que lo sabe, porque nadie más nos escucha.
--Papá… —me dice.
--¿Qué pasa?
--Nada…
--Cuéntame.
--No, nada… Era una tontería —mientras amaga con volverse.
--Dímelo. Seguro que no.
--No sé… —duda, pero le ayudo con mi mano en su hombro.
--¿Sí?
--Es que… Solo quería decirte que te quiero. Que te quiero mucho.
Le abrazo. Se me adelanta y me abraza él.
--Yo también, Guille.
--…Y que me encanta que seas mi padre.