Esta mañana estuve en casa de Lucía. Lucía es una preciosa niña rubia de ojos celestes. Me avisaron porque había hecho unas convulsiones febriles. Como es habitual, una vez que llegas a la casa, las convulsiones han desaparecido.
Me recibe en la puerta su padre. Un fornido hombretón de cabellos largos, a modo de rockero, con fiero y serio aspecto, de unos cuarenta y cinco años.
Entramos rápidamente y atiendo a Lucía, que aún tiene fiebre. Unos 38,5º.
Voy escribiendo mi informe médico, para que una ambulancia convencional vaya a trasladar a la niña y mentras voy pensando en lo que escribir, veo la figura del padre, dando vueltas, buscando la tarjeta sanitaria, trayendo paños húmedos para refrescar a su hija, por el fondo de la habitación.
- Esa cara me suena de algo - pienso - Pero no le presto más importancia. Tal vez lo haya visto en algún concurso de la televisión. A lo mejor es un famosillo de poca monta... No sé, agacho la cabeza y continúo con mi informe, pensando que tal vez esté equivocado y lo he confundido con alguien.
Termino mi informe, el padre toma en brazos a Lucía y nos dirigimos a la ambulancia.
Entramos en el ascensor, Eva mi enfermera, Lucía, su padre y yo.
Él se gira rápidamente y me dice:
- Yo te conozco.
Pongo cara de incredulidad, probablemente levantando alguna ceja y le respondo:
- Sí, yo llevo un rato mirándote y pensando que tu cara me sonaba también, pero no sé de qué - le respondo.
De pronto abre sus ojos, como poseído, con esa cara que ponen los locos como cuando tienen un delirio y me dice:
- Yo vi la luz y luego vi tu cara.
Aquellos dos pisos se me hicieron interminables, mientras fingía atenderle con una sonrisa condescendiente, como entendiendo lo que me quería decir.
- Yo vi la luz y luego vi tu cara - repitió de nuevo - Fue en el Vinyet.
El ascensor llegó a su destino y salimos todos de él. Mi interlocutor siguió hablando, continuando con su misterioso discurso, sin abandonar aquella cara que daba temor:
- En el ambulatorio del Vinyet ¿No te acuerdas? Fue hace unos seis meses. Me pusieron penicilina y tuve una reacción alérgica que casi me mata.
A partir de aquí, di un paso atrás y empecé a recordar aquella cara.
- Vi el túnel, esa oscuridad y la luz al fondo. Y rápidamente salí de allí y vi tu cara, con esas gafas. Eras tú. El que me trajo de nuevo aquí.
- No fui yo, el tratamiento te lo pusieron en el ambulatorio - le respondí - Pero de todo eso que viviste, no me dijiste nada, ¿verdad?
- No. Se lo comenté a mi médico de cabecera unos días después. He ido también a un psiquiatra para hablarle de esa experiencia que viví. Era precioso.
- Siento haberte devuelto de nuevo, pero aquí tienes trabajo - le digo señalando con la cabeza hacia Lucía.
- Ya lo sé. Y tanto...
- Pero escucha: - le pregunto - ¿Cómo es ese túnel?
- Es una felicidad enorme. Si la muerte es así, no hay que tenerle miedo. Es algo muy dulce. Lo más dulce que he visto en mi vida. Y por vez primera le vi sonreir.
Seguimos hablando un poco más y me despedí de ellos, marchando rumbo al hospital para que estuviese Lucía en observación. Yo me quedé en aquella acera unos instantes, como hago cada vez que termino de atender a mis pacientes, reflexionado sobre la vida, las enfermedades y el cruce de caminos que me hace coincidir con ellos. Esta vez me quedé pensando en otra cosa. Pensando en aquel viaje de ida y vuelta. Pensando en ese túnel.