Se dice que el lenguaje es la forma que tienen los seres humanos para comunicarse. Es la manifestación más evidente del desarrollo intelectual y del aprendizaje, a medida que van necesitándose formas de expresión nuevas y por tanto, en continua evolución.
El lenguaje es el mejor medidor de nuestra inteligencia. Lo sabemos casi inconscientemente. Por eso prestamos tanta atención a los progresos en el lenguaje de nuestros hijos.
Su primera palabra, (¿ha dicho papá o es pa-pa-pa-pá?), su vocabulario inventado (turú, chi-chí, Kaká...) o su personal manera de pronunciar ciertos vocablos: Cacheta (chaqueta), fofá (sofá), cótiro (helicóptero), dibeltor (director). Incluso hay gente que en la edad adulta, todavía creen que palabras como fútbol, se pronuncian fúrbol, fúrgol, fúrbor, o júrgol, por ejemplo y así un largo etcétera, de palabras o expresiones, que enseguida pasan a formar parte del particular anecdotario de cada familia y que queda como referencia para toda la vida.
Puedo asegurar que a mis 40 años, de tanto en cuanto, todavía alguno de mis padres me dice: Mel, ¿te acuerdas cuando decías lo del perro rumido? (dormido), aunque tuviese dos años cuando lo dije. Y así igual con cualquiera otra expresión que hubiera dicho en mi más tierna infancia.
Por si todo esto fuera poco, en el caso de mis hijos, se le añade el hecho de tener una educación bilingüe, lo que convierte su lenguaje en un potaje, a veces lleno de tropezones.
Hace una semana que nos visitó nuestra prima Mar, de Granada, acompañada de su hijo Miguel, de la misma edad que Marta.
Como fuera que aquella tarde iría con Marta a la celebración de cumpleaños de varios niños de su clase, a Marta le dijimos que acompañara todo el rato a Miguel y le tradujera cuando los niños hablaran en catalán, porque siendo de Granada, el pobre estaría un poco perdido.
Y supongo que nos haría caso y haría de buena anfitriona de su primo Miguel.
Por la noche, al hacer balance del día, Marta me comenta algo que le tiene intrigada:
- Papá, ¿Por qué Miguel no termina las palabras? ¿Por qué habla así?
- No entiendo, Marta - le contesto - ¿Cómo que no termina las palabras?
- Sí, que no las termina. Dice venío, gustaaaoo...
- A ver cómo se lo explico - pienso - Verás, Marta, es que Miguel habla andaluz. Por eso habla así. ¿Lo entiendes?
- Sí, Papi - me responde. Y así acaba nuestra charla lingüística.
Al día siguiente, alguien escuchó una conversación entre Marta y Miguel, en la que el tema del lenguaje volvió a aparecer, señal de que ambos personajes de cinco años están madurando, o que inevitablemente, acabarán dedicándose a las letras.
Marta le preguntaba intrigada a Miguel:
- Oye, Miguel: ¿Por qué hablas andaluz?
- Porque soy de Andalucía - contestó rápidamente el probe Miguel.
- No, eso no es verdad - le replicó Marta contrariada - tú eres de Granada...
No me atrevo a vaticinar qué será de nosotros, el día que empiece a estudiar inglés...
El lenguaje es el mejor medidor de nuestra inteligencia. Lo sabemos casi inconscientemente. Por eso prestamos tanta atención a los progresos en el lenguaje de nuestros hijos.
Su primera palabra, (¿ha dicho papá o es pa-pa-pa-pá?), su vocabulario inventado (turú, chi-chí, Kaká...) o su personal manera de pronunciar ciertos vocablos: Cacheta (chaqueta), fofá (sofá), cótiro (helicóptero), dibeltor (director). Incluso hay gente que en la edad adulta, todavía creen que palabras como fútbol, se pronuncian fúrbol, fúrgol, fúrbor, o júrgol, por ejemplo y así un largo etcétera, de palabras o expresiones, que enseguida pasan a formar parte del particular anecdotario de cada familia y que queda como referencia para toda la vida.
Puedo asegurar que a mis 40 años, de tanto en cuanto, todavía alguno de mis padres me dice: Mel, ¿te acuerdas cuando decías lo del perro rumido? (dormido), aunque tuviese dos años cuando lo dije. Y así igual con cualquiera otra expresión que hubiera dicho en mi más tierna infancia.
Por si todo esto fuera poco, en el caso de mis hijos, se le añade el hecho de tener una educación bilingüe, lo que convierte su lenguaje en un potaje, a veces lleno de tropezones.
Hace una semana que nos visitó nuestra prima Mar, de Granada, acompañada de su hijo Miguel, de la misma edad que Marta.
Como fuera que aquella tarde iría con Marta a la celebración de cumpleaños de varios niños de su clase, a Marta le dijimos que acompañara todo el rato a Miguel y le tradujera cuando los niños hablaran en catalán, porque siendo de Granada, el pobre estaría un poco perdido.
Y supongo que nos haría caso y haría de buena anfitriona de su primo Miguel.
Por la noche, al hacer balance del día, Marta me comenta algo que le tiene intrigada:
- Papá, ¿Por qué Miguel no termina las palabras? ¿Por qué habla así?
- No entiendo, Marta - le contesto - ¿Cómo que no termina las palabras?
- Sí, que no las termina. Dice venío, gustaaaoo...
- A ver cómo se lo explico - pienso - Verás, Marta, es que Miguel habla andaluz. Por eso habla así. ¿Lo entiendes?
- Sí, Papi - me responde. Y así acaba nuestra charla lingüística.
Al día siguiente, alguien escuchó una conversación entre Marta y Miguel, en la que el tema del lenguaje volvió a aparecer, señal de que ambos personajes de cinco años están madurando, o que inevitablemente, acabarán dedicándose a las letras.
Marta le preguntaba intrigada a Miguel:
- Oye, Miguel: ¿Por qué hablas andaluz?
- Porque soy de Andalucía - contestó rápidamente el probe Miguel.
- No, eso no es verdad - le replicó Marta contrariada - tú eres de Granada...
No me atrevo a vaticinar qué será de nosotros, el día que empiece a estudiar inglés...