lunes, 23 de mayo de 2011

El lenguaje


Se dice que el lenguaje es la forma que tienen los seres humanos para comunicarse. Es la manifestación más evidente del desarrollo intelectual y del aprendizaje, a medida que van necesitándose formas de expresión nuevas y por tanto, en continua evolución.
El lenguaje es el mejor medidor de nuestra inteligencia. Lo sabemos casi inconscientemente. Por eso prestamos tanta atención a los progresos en el lenguaje de nuestros hijos.
Su primera palabra, (¿ha dicho papá o es pa-pa-pa-pá?), su vocabulario inventado (turú, chi-chí, Kaká...) o su personal manera de pronunciar ciertos vocablos: Cacheta (chaqueta), fofá (sofá), cótiro (helicóptero), dibeltor (director). Incluso hay gente que en la edad adulta, todavía creen que palabras como fútbol, se pronuncian fúrbol, fúrgol, fúrbor, o júrgol, por ejemplo y así un largo etcétera, de palabras o expresiones, que enseguida pasan a formar parte del particular anecdotario de cada familia y que queda como referencia para toda la vida. 
Puedo asegurar que a mis 40 años, de tanto en cuanto, todavía alguno de mis padres me dice: Mel, ¿te acuerdas cuando decías lo del perro rumido? (dormido), aunque tuviese dos años cuando lo dije. Y así igual con cualquiera otra expresión que hubiera dicho en mi más tierna infancia.

Por si todo esto fuera poco, en el caso de mis hijos, se le añade el hecho de tener una educación bilingüe, lo que convierte su lenguaje en un potaje, a veces lleno de tropezones.
Hace una semana que nos visitó nuestra prima Mar, de Granada, acompañada de su hijo Miguel, de la misma edad que Marta.
Como fuera que aquella tarde iría con Marta a la celebración de cumpleaños de varios niños de su clase, a Marta le dijimos que acompañara todo el rato a Miguel y le tradujera cuando los niños hablaran en catalán, porque siendo de Granada, el pobre estaría un poco perdido.
Y supongo que nos haría caso y haría de buena anfitriona de su primo Miguel.

Por la noche, al hacer balance del día, Marta me comenta algo que le tiene intrigada:
- Papá, ¿Por qué Miguel no termina las palabras? ¿Por qué habla así?
- No entiendo, Marta - le contesto - ¿Cómo que no termina las palabras?
- Sí, que no las termina. Dice venío, gustaaaoo...
- A ver cómo se lo explico - pienso - Verás, Marta, es que Miguel habla andaluz. Por eso habla así. ¿Lo entiendes?
- Sí, Papi - me responde. Y así acaba nuestra charla lingüística.

Al día siguiente, alguien escuchó una conversación entre Marta y Miguel, en la que el tema del lenguaje volvió a aparecer, señal de que ambos personajes de cinco años están madurando, o que inevitablemente, acabarán dedicándose a las letras.
Marta le preguntaba intrigada a Miguel:
- Oye, Miguel: ¿Por qué hablas andaluz?
- Porque soy de Andalucía - contestó rápidamente el probe Miguel.
- No, eso no es verdad - le replicó Marta contrariada - tú eres de Granada...

No me atrevo a vaticinar qué será de nosotros, el día que empiece a estudiar inglés...

miércoles, 18 de mayo de 2011

Cuento para niños


Había una vez dos hermanos que se llamaban Marta y Guille. Marta tenía ya cinco años. Ese día era el cumpleaños de su hermano, que cumplía tres.
Todos estaban en casa, a punto de apagar las velas del pastel, cuando se oyó el sonido del timbre de la puerta.
Marta y Guille se apresuraron en ir a abrir y tras girar la puerta, apareció un paquete enorme que franqueaba toda la entrada. Los niños comenzaron a desenvolverlo con gran excitación, apartando todos los trozos de envoltorio como podían. Poco a poco, entre jirones de papel, fue apareciendo la figura alargada de un gran cohete, que presentaba por delante una escotilla que se abría a modo de pasarela, hacia el exterior.

No se lo pensaron dos veces y Marta, seguida de Guille, entraron dentro. De improviso, se oyó un ¡clac! y la pared comenzó a iluminarse con luces de colores.

Antes de que pudiesen darse cuenta de nada, el suelo comenzó a rugir, empezando a tambalearse toda la nave espacial, de forma enérgica.
Tras unos minutos de ruido ensordecedor, de nuevo el silencio.
Guille le preguntó a su hermana:
- Marta, ¿estamos volando?
- No lo sé - contestó ella con sinceridad.
No había acabado de decir esto, cuando ambos notaron un golpe seco, que casi les hace perder el equilibrio. Y sin esperarlo, se abrió de nuevo la trampilla.
Marta y Guille, desde el quicio de la puerta, contemplaron asombrados que acababan de aterrizar en una playa. Bajaron la rampa y decidieron explorar la costa. Siguieron caminando por la arena, pero a medida que se iban alejando del cohete, les pareció escuchar voces que venían de una cala próxima.
Marta se llevó los dedos a los labios, haciéndole señas a Guille, para que no hiciese ruido. Enseguida llegaron a unas rocas, que les servirían de escondite. Desde allí, ya se podían escuchar las voces de unos piratas, que estaban bebiendo y riendo, mientras excavaban en la arena, para enterrar un gran cofre de madera, lleno de tesoros.
Los marinos entonaban canciones de corsarios y brindaban con ron por su capitán, el temible pirata Josef Amarov. Cantaban la famosa canción Oh, Capitán, mi Capitán.
Aquélla parecía ser gente muy peligrosa, por lo que era muy importante que no fuesen descubiertos. Marta se agachó y recogió unas piedras con las que defenderse, por si las pudiese necesitar. En cambio, el pobre Guille, tan pequeño, se tropezó, haciendo un gran estruendo y llamando la atención de los malvados corsarios, que acudieron corriendo hacia donde estaban los niños.
Cuando estaban muy cerca, Marta se puso en pie y lanzó todas las piedras con gran puntería, dejando inconscientes a todos los piratas.
Marta aprovechó para abrir el cofre y un resplandor enorme de su interior, casi le deja deslumbrada. Alargó su manita y de todo aquello, tan sólo cogió una gran corona de oro macizo. Guille se agachó donde estaba un pirata y le arrebató un sable que tenía entre sus manos. De repente, Marta le dio un tirón del brazo, diciéndole:
- Guille, vámonos corriendo, que se están despertando...
Agarró la mano de su hermano y corrieron rápidamente hacia el cohete. A lo lejos, los piratas se iban levantando y señalando a los niños, corrieron tras ellos.

El cohete los esperaba con la pasarela abierta, los niños entraron rápidamente y de forma mágica, ésta se cerró bruscamente, rugiendo de nuevo y encendiendo todas las luces que parpadeaban intensamente.
Y de nuevo la nave espacial se puso en el aire. Pasaron unos pocos minutos y notaron ese golpe seco otra vez. Se apagaron las luces del panel y lentamente se volvió a abrir la puerta. El paisaje de la playa había desaparecido. Ahora se encontraban en una inmensa pradera.
Marta y Guille bajaron rápidamente. Dejaron el cohete y comenzaron a andar por toda la llanura. Así estuvieron caminando cerca de una hora, hasta que pudieron divisar a lo lejos una escalera de cuerda. La siguieron con los ojos y vieron que ascendía hasta las nubes, donde se erguía un castillo de color blanco, que se confundía con las nubes. Guiados por la curiosidad, ambos hermanos decidieron trepar por la escala.
Guille fue el primero en alcanzar la cima y una vez allí, comenzó a caminar por ese suelo blanco, formado por la nube, que parecía un algodón de azúcar. Al fondo, se podía ver el puente levadizo de un inmenso castillo de color marfil. Y hacia él se dirigieron.
Cuando estaban cruzando la mitad del puente, desde dentro del castillo, apareció la imponente figura de un dragón gigantesco, que echaba fuego por la boca.
Guille blandió el sable que había arrebatado a los piratas y girándolo en el aire, se enfrentó al dragón, como si fuese San Jordi, diciéndole con voz firme:
- ¡Lucha, cobarde!
El dragón dio un paso al frente y sin sentirse amenazado por la presencia del niño, le arrojó un chorro de fuego desde su nariz, que le impulsó su sable lejos de su alcance.
Guille sintió que el dragón se iba acercando y que ya no podía defenderse. Cuando casi notaba el calor del fuego del dragón, su hermana Marta le lanzó la corona de oro macizo a la cabeza, cayendo desmayado el dragón gigante hacia un lado.
Guille empezó a temblar, asustado, con escalofríos de miedo.
Su hermana lo cogió de nuevo y se lo llevó hacia las escaleras. No era cuestión de darle una segunda oportunidad al terrible dragón.
Bajaron apresuradamente hasta llegar al suelo firme, pero todavía les quedaba un buen trecho hasta donde habían dejado el cohete.
Marta y Guille miraron instintivamente hacia la nube y vieron como el dragón salía de ella y bajaba planeando hacia ellos.
- Ahora sí que no llegaremos al cohete. Está muy lejos - dijo Marta.
- ¡No, mira allí! - le señaló su hermano.
No muy lejos había dos coches de carreras, aparcados uno al lado del otro. Sin pensárselo más, se subieron y arrancaron velozmente hacia el cohete, sin que el dragón, a pesar de emitir fuego con más fuerza, pudiera alcanzar los vehículos.
La nave ya estaba preparada para partir. Los niños entraron en ella y como sucedió en la isla de los piratas, se cerró la puerta, se puso de nuevo en marcha y se fue volando.
De nuevo, se produjo el golpe seco de las otras veces y la portezuela se volvió a abrir.
Esta vez, apareció ante ellos la puerta de casa. Salieron corriendo, traspasaron el umbral y echaron a correr, hacia el fondo de la casa, desde donde provenían las voces de Mamá y Papá, que llamaban a Guille, para que fuese a apagar las velas de su pastel de cumpleaños.

 
Los niños comenzaron a aplaudir.
- ¡Más, más! ¡Otro cuento! - chillaban, enfervorizados.
Guille se sentía muy feliz por haber sido protagonista de la historia y durante aquel día, de toda su clase. Pero sobre todo, estaba muy orgulloso de su padre, como cuentacuentos y de su hermana Marta, que había hecho de ayudante, haciendo los efectos sonoros que realzaban las escenas de acción. Se levantó, se dirigió a su padre, le tiró de la camisa para que se agachara y tras abrazarlo y darle un enorme beso, le dijo:
- Papi, lo has hecho súper-súper bien. Te quiero mucho.

lunes, 16 de mayo de 2011

El público


En alguna otra ocasión he comentado el temor a hablar en público. El enfrentarte a toda esa gente que está pendiente de cada una de tus palabras, es a menudo bastante incómodo.
De mis tiempos de facultad recuerdo una cita de Nietzsche que decía: Cuando miras al abismo, el abismo también te mira a ti. Reflexión que reservaba desde entonces para una ocasión como ésta, a sabiendas de no estar plenamente convencido que encaje en el tema. Adecuada o no, estos días he vuelto a mirar los ojos del abismo. Esta semana no ha sido una excepción. He tenido actuaciones artísticas de toda índole, que han puesto a prueba mis nervios en el escenario.
Ha comenzado con un curso en el que me ha tocado dar una clase y más tarde examinar a mis compañeros, muchos de los cuales con más experiencia y conocimientos que yo, lo que convierte esta experiencia en extremadamente excitante. Pero a pesar de ello, me siento muy orgulloso de mí mismo, pues esperaba encontrarme atenazado por los nervios y la verdad es que creo que me he desenvuelto con naturalidad y sin titubear en ningún momento.
Pero esta travesía no ha acabado aquí. De nuevo osé cruzar El Rubicón al día siguiente (cita histórica que le da cierto empaque al argumento). Esta vez fui como alumno a un curso sobre paciente pediátrico politraumático. Ya me advirtieron que era muy duro y exigente, por lo que el ser evaluado, le añadiría lógicos nervios al siempre indeseado examen práctico oral.
Pero contra todo pronóstico previo, el resultado acabaría siendo más que convincente, enfrentándome al temido caso práctico con total tranquilidad.

Como esa famosa ciudad griega, la Maratón no acababa aquí. Por si fuera poco, la semana docente acaba con el encargo de dar una clase a compañeros de trabajo. De nuevo, una audiencia de alto nivel, muy competente, que con sus preguntas podrían desarmarte por completo. Una gran responsabilidad que pude capear con gran éxito. Los nervios de otros momentos, no hicieron su aparición en ningún momento. Después de esta semana tan intensa, con este resultado, me hace pensar que algo está cambiando dentro de mí. No me han invadido esos pensamientos habituales como:
- ¿Quién me manda prestarme a esto?
- ¿En qué estaría pensando cuando dije que sí?

Parece que por fin, ese enemigo invisible que me ha acompañado siempre, comienza a perder la batalla.
Pero aunque me he visto tranquilo, todavía tengo una cita que francamente me tiene atenazado y sólo pensar en ella, me hace sentir un nudo en la garganta: Mañana me espera un público entendido, que no perdona. Una audiencia de edades comprendidas entre dos y tres años. Mi hijo Guille y sus compañeros de guardería, que esperan ansiosamente que llegue a la clase y les cuente un cuento.
Mientras intento prepararme en el relato, no puedo evitar pensar por qué me presté a esto y en qué estaba pensando cuando dije que sí...

Y como llevo varios días con este run-run en la cabeza, pensé que nadie mejor que mi propio hijo, para ayudarme a salir del atolladero, así que la otra noche tuvimos una reuníón importante en su habitación.
- Guille - le dije - ya sabes que el jueves voy al cole a contarte un cuento, ¿verdad?
- Sí, Papi - me contestó moviendo hacia arriba y abajo su cabeza.
- ¿De qué quieres que sea? - indagué.
- ¡De piratas! - me contestó entusiasmado.
- Bueno - pensé - eso está hecho, no tengo más que adaptar una historia que ya tengo por la mano.
- ...y un cohete espacial - me añade con los ojos bien abiertos. Lo suficiente como para no ser capaz de no incluirlo en mi historia.
- Papi, también un dragón en su castillo...
- Pero Guille... - digo casi balbuceando.
- ...y una carrera de coches - continúa, muy excitado, con ese inesperado cuento a la carta.

Por lo que llegados a ese punto, pensé que lo mejor era finiquitar la cumbre, darle rápidamente un beso de buenas noches y arroparlo con su edredón, antes de que me complicara aún más el cuento...

Así que aquí estoy, acongojado, contando las horas que quedan para estar delante de ese público experto, exigente e implacable, que ha de vibrar y emocionarse, con una historia que incluya un cohete espacial, un castillo, una carrera de coches, unos piratas y un dragón.