Todavía suelo hacer alguna guardia de vez en cuando en la ambulancia. Como hoy. Y aunque no tienen el glamour de antaño, probablemente porque carecen del ímpetu y el entusiasmo que quizás alguna vez tuve, no dejan de sorprenderme de tanto en tanto.
Esta mañana fuimos a la base de las ambulancias a repostar y en forma de goteo constante fueron apareciendo viejos compañeros que iban a allí a hacer una formación para técnicos. Me siento feliz por ver que algo bueno he podido haber hecho, cuando años después al reencontrarte con antiguos compañeros, Antonio, Carlos, Isma, Edu, Pedro, aún notas su cariño, a pesar del tiempo transcurrido.
Me encantó volver a ver a aquellos con los que compartí tantas y tantas historias de desastres, muertes, vida, alegrías, dolor, noches sin dormir, confidencias y todas esas cosas humanas y divinas, de dimensiones infinitas que caben dentro de un espacio finito como la ambulancia.
Hablamos de los que están, de cómo están y de los que ya no están, que siempre estarán y así quedarán: para siempre entre nosotros.
Los ambulancieros somos gente especial. Ni fuertes, ni blandos, simplemente especiales. Quizás por esas cosas que la profesión nos ha preparado a lo largo de nuestras vidas para encontrarnos con ellas. Esos momentos que hemos vivido y que nos marcan.
Por muchos años que hayamos estado en esto, todos tenemos unos muy pocos casos que nos acompañarán toda la vida, que si los contamos, no llegarían siquiera a sumar 20 en total. Es lo que yo llamo mi cementerio, o Mis Rincones Oscuros, parafraseando el título de la autobiografía de mi admirado James Ellroy. Tengo tantas historias de Terror en mi cabeza, que esos rincones oscuros, prefiero dejarlos así, que permanezcan de esa manera, sin luz. El resto, hasta llegar al infinito de servicios hechos, han desaparecido de todos mis recuerdos.
Lo que más me ha marcado, supongo que como a todos, es la muerte, que nos acompaña a todas partes. A los ambulancieros más.
Tengo una tradición que nunca había contado y que hoy desvelo aquí:
Más que una tradición, en realidad es una costumbre. Cuando salgo de un domicilio en el que hemos dejado un paciente fallecido, cerramos la puerta de la casa, remoloneo un poco y dejo que me adelanten mis compañeros. Bajo solo, por las escaleras, no importa cuántos pisos sean. Cuanto más alto sea el edificio, mejor. Reflexiono sobre los últimos momentos de la vida del ser humano y sobre las casualidades que han hecho que el último instante de alguien, haya tenido que compartirlo con un desconocido. Voy bajando despacio, pisando con firmeza escalón por escalón, hasta llegar al nivel de la calle, hasta incorporarme de nuevo a la vida.
Más que una tradición, en realidad es una costumbre. Cuando salgo de un domicilio en el que hemos dejado un paciente fallecido, cerramos la puerta de la casa, remoloneo un poco y dejo que me adelanten mis compañeros. Bajo solo, por las escaleras, no importa cuántos pisos sean. Cuanto más alto sea el edificio, mejor. Reflexiono sobre los últimos momentos de la vida del ser humano y sobre las casualidades que han hecho que el último instante de alguien, haya tenido que compartirlo con un desconocido. Voy bajando despacio, pisando con firmeza escalón por escalón, hasta llegar al nivel de la calle, hasta incorporarme de nuevo a la vida.
Pero no todos los recuerdos relacionados con la muerte son oscuros. A veces aparece en mi memoria algún pasaje esperanzador, como cuando aquí conté lo que me pasó con aquel túnel. Hoy contaré otra cosa, pero esta vez fue a la luz del día, en un Valle Verde.
Aquel día me llamaron para ir a ver a uno de tantos y tantos y tantos avisos de dolor torácico.
En el domicilio nos esperaban los compañeros de la ambulancia básica que me explicaron la historia del paciente y me lo presentaron. Mientras me decían lo que le había sucedido, junto a ellos, estaba sentado en el borde de la cama, un señor muy sonriente, de unos 70 años, orondo, que aunque no me acuerdo cómo se llamaba, como este blog es mío, diré que se llamaba Florencio.
Según me explicaban, Don Florencio era un señor de unos 70 años de edad, que ha tenido un dolor torácico, que parece haberse aliviado, con antecedentes de un infarto de miocardio hacía 15 años, que tuvo una parada cardíaca en el hospital que fue remontada gracias a la intervención inmediata de médicos y enfermeras.
Arqueé las cejas, porque estas historias de remontes siempre tiendo a ser bastante escéptico con ellas, ya que son muy infrecuentes, pero en mitad de la historia, Don Florencio me interrumpe mis pensamientos:
-Doctor -me dice con su indeleble sonrisa- Eso fue hace 15 años. Tuve un infarto estando en Urgencias y sufrí una parada.
-¿Le duele el pecho ahora? -le pregunto, intentando conducir la conversación hacia el problema actual.
-No, parece que se me ha ido después de tomarme la cafinitrina -me responde.
-Buena señal -pienso- Como suele ser habitual, nada grave.
-¿Sabe una cosa? -me dice Florencio- No tengo miedo. Ya sé cómo es todo.
-¿Sí? ¿El túnel?
-No, el túnel está al principio. Lo que hay después.
Me recliné hacia atrás y continué escuchando la historia:
-Cuando pasas ese túnel de luz, hay gente que te está esperando para ayudarte a cruzar el umbral. Es una sensación de luz y plenitud increíble, pero lo mejor es lo que hay después.
Allí nos espera un valle verde, muy verde.
No sabría cómo explicarlo, pero aunque parece que nadie habla, todas las personas y las cosas que hay en ese valle, se comunican conmigo y son buenas, muy buenas. Transmiten una paz que te llena totalmente. No hay dolor, ni pena, todo es alegría y felicidad. Lo sientes, lo tienes por dentro, como no he sentido nunca.
No tengo ningún miedo, doctor, estoy preparado.
Ya sé que hoy tal vez no sea, no me entienda mal, soy muy feliz aquí, en Sabadell, con mi mujer, mis hijos y esos nietos tan bonitos que puede ver en esa foto, pero desde hace quince años estoy deseando volver a mi Valle Verde y quedarme allí para siempre.