Como cada año, cuando llega el día de San Miguel, el 29 de septiembre, me vuelve a suceder lo mismo. Siempre aparece algún despistado bienintencionado que me felicita por mi santo. Yo lo agradezco educadamente, aunque a estas alturas, ya no explico que aunque me llaman Mel, mi nombre es José Miguel. Ni José Manuel, ni Miguel Ángel, ni Melitón, ni Melquiades. Esto de mi nombre, es un tema clásico. Tanto, que en alguna ocasión ya he hablado del tema.
Siempre he oído decir que este debate acerca de mi nombre comenzó incluso antes de que yo naciera. Al parecer, tenía ya unas horas de vida y mis padres todavía no habían decidido qué nombre ponerme. Me han contado una historia, aunque a mi edad tal vez descubra que nada de esto sucedió así. Suele pasar. Ya me sucedió con el hurto del famoso silbido familiar. En cualquier caso, me la seguiré creyendo y la volveré a contar por si alguien, que no creo, aún no lo sabe.
Me imagino que habrían sido unos meses de debate. Podía haberme llamado David, Carlos, o vete a saber qué otro nombre... Pero llegó aquel sábado de enero en que hice mi aparición y aún no había nada decidido. Bueno, nada, no... Al parecer había un cierto consenso en que mi primer nombre sería José, en homenaje bilateral a ambos abuelos, que coincidían en eso. Ahora sólo quedaría decidir el segundo nombre. Porque en aquella época se ponían dos nombres. Esto es de gran importancia por si el recién nacido orienta su vida como actor de telenovelas. Un buen nombre artístico abre muchas puertas.
Después del trabajo de parto, mi madre estaba descansando en la habitación, dormida. Junto a ella y a mí, se encontraban mi padre y su suegra, es decir, mi abuela Isabel.
Pronto surgiría el tema:
- ¿Ya saben cómo se va a llamar el niño? - preguntó mi abuela.
- Creemos que José - contestó mi padre - pero aún no lo hemos decidido del todo.
- ¿Qué tal José Miguel? - añadió ella - José por sus dos abuelos y Miguel por mí, que nací el día de San Miguel.
A mi padre le gustó el nombre y cuando mi madre se despertó le dijo que ya sabían cómo me iba a llamar. A ella le gustó y José Miguel me quedé año y medio, hasta que mi prima Marlis decidió que era muy largo, y me rebautizó definitivamente como Mel.
Desde ese día, de alguna manera tengo un vínculo indirecto con ese Santo, que es mío, pero que no lo es. Y con mi abuela, cuyo recuerdo siempre aparece cuando llega su día.
Hoy, para mi asombro, he caído en la cuenta que abuela Isabel hubiera podido haber cumplido cien años. Cien años justos, que son los que van desde aquel lejano 1913.
Durante toda su vida fue una mujer muy bella, con esos enormes e inigualables ojos verdes, que siempre hicieron pensar que en alguna época tuvo que haber sido actriz de Hollywood. A mí me recordaba mucho a Ida Lupino, aunque menos guapa que mi abuela.
De haber nacido en otra época, podía haber sido estrella del bel-canto, pero cuando empezó a despuntar desde muy joven y Tenerife se le quedaba pequeño para desarrollar su carrera artística. Se topó con que Madrid estaba muy lejos y tuvo que renunciar a ser cantante de ópera, aunque nunca abandonó su pasión por la ópera, que disfrutaba a todas horas.
Tuve la suerte de poder vivir con ella muchos años y haber llegado a una edad en la que pude entender su finísimo humor, cargado de ironía, que si hubiera sido muy niño me hubiera perdido. Su inteligencia, sus ocurrencias, se han perdido para siempre y sólo quedan en nuestros recuerdos.
Por eso, mi hija Marta es Marta Isabel, como pequeño recuerdo a ella.
Como pasa siempre con la gente que quieres, una vez que se van, su ausencia de todos estos años me deja muchas cuestiones sin respuesta que me hubiese gustado preguntar. Me sentaría con ella para que me hablase de ese abuelo que nunca conocí, de lo duras que han sido las cosas en algún momento de su vida, de sus alegrías, de sus frustraciones, de las cosas que le hacen sentirse triste. De sus sueños. De las cosas que le dan felicidad...
Cada 29 de septiembre, en ese ficticio santo mío, me acuerdo que hoy estaríamos celebrando su cumpleaños, riéndonos con ella, todos los primos juntos. Pero ahora no está por aquí. Se fue arriba, donde se canta la ópera como auténticos ángeles.
Alguien me dijo que cuando apareció por la puerta, le dieron la bienvenida cantándole el va pensiero. Seguro que le encantó.
No tengo ninguna duda que así fue, porque esa música de Verdi, es lo más parecido que puede haber a estar en el Cielo.