viernes, 30 de septiembre de 2011

Historias de hospital (Parte 1)















Yo no trabajo en el hospital, aunque eso no quiere decir que me sea un medio extraño. Nos llaman Medicina extrahospitalaria, lo que viene a querer decir, que nuestra principal actividad está fuera de ellos, aunque esto no impide que los frecuentemos, tanto cuando dejamos nuestros pacientes allí, como cuando han de ser traslados a otro centro más adecuado.
Lo que sucede dentro de los hospitales, las historias que ocurren en ellos, nos las perdemos y soy testigo de pequeños relatos, de pequeños retazos de realidad, que capto casi de casualidad y de los que me impregno rápidamente, como las tiras pegajosas que cuelgan para atrapar moscas.

Soy consciente de que sólo oigo y vivo una pequeña parte, que las enfermeras, médicos y auxiliares de los hospitales, podrían contar cosas más interesantes que las mías, porque yo soy como esos arqueólogos que con el hallazgo de unos restos de un poblado, explican los usos y costumbres de sus moradores, o los palenteólogos, que con una sola vértebra de dinosaurio, reconstruyen un esqueleto entero. Aquí presento unas historias, tal y como las viví o como me imagino que sucedieron.

Cambio de destino

Don Manuel tiene cerca de 90 años. Las arrugas de su cara muestran sin pudor a todos, que su vida, sin ser fácil, se ha caracterizado por un trabajo duro, a la intemperie, con el sol atizando su rostro continuamente.
Su acento le delata. A pesar de llevar viviendo tantos años en Cornellá, no puede ocultar sus orígenes andaluces. Forma parte de aquellas huestes de jóvenes, que buscando trabajo y sustento, abandonaron los campos del sur, se embarcaron en aquel tren lento y oxidado, al que llamaban  El Sevillano y se establecieron en Cataluña. La construcción, el campo, la industria téxtil, o incluso los más afortunados, encontraron trabajo la cadena de montaje de la Seat, fabricando un icono de la España de entonces: el 600.

No sé qué condujo a Don Manuel a estar esa mañana en el pasillo de urgencias de aquel hospital comarcal. No sé si tenía algún tipo de enfermedad profesional, debido a la exposición durante largos años a materiales dañinos, como amianto, sílice, plomo, o que el motivo de encontrarse allí era por los achaques de la edad.

Para una persona de su edad, estar en una camilla, medio desnudo, en medio de un pasillo donde va pasando gente, camilleros, ambulancieros y familiares, debe ser una falta de intimidad que no debió resultarle nada reconfortante.

Don Manuel no estaba solo. Le acompañaba Doña María, su esposa. Su pareja de toda la vida. Se conocieron muy jóvenes en el pueblo y toda la aventura de la vida la han vivido juntos, los buenos y los no tan buenos momentos. La salud y la enfermedad, lo malo y lo bueno.
Don Manuel está hecho de aquella manera que les hace a los hombres de otros tiempos, no quejarse de nada, ni del dolor ni de las adversidades. Por eso en tono muy bajo, que sólo pudo oir un médico de ambulancia que pasó a su lado, llamó a Doña María para pedirle algo.
En el breve instante que hay entre su primera palabra y el fin de su frase, mi mente pensó en lo que querría decir a su mujer. Estando como se encontraba, en un pasillo de un hospital que llamamos de nivel dos, no me costó imaginar cuál sería su deseo.

- María, llévame a Bellvitge. Allí están los especialistas, porque aquí no me harán nada.
Y pisando mis pensamientos, mientras iba frenando la velocidad de mis pasos, para no perderme nada, la realidad de sus palabras, me descubría su preocupación de verdad:

- María, de aquí me llevas al crematorio. ¿Me oíste?
Doña María, vestida íntegramente de negro, habiendo visto marchar a tanta gente en su vida, cogió a su marido y como quien reprende a un hijo por una travesura, le dijo en tono airado:
- Manuel, cállate, mira que llegas a decir tonterías...

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