El médico de emergencias tiene como lugar de trabajo, el mundo. Un lugar pequeño, limitado por el alcance de su ambulancia o helicóptero, o tan inmenso, que le convierte en un ser tremendamente diminuto e insignificante.
A menudo menospreciado por sus compañeros de hospital, carece de segundas opiniones, pruebas complementarias (escáneres, resonancias, gasometrías, serologías...) y sólo se basa su actuación en su intuición, en su destreza, en el trabajo en equipo y en su experiencia.
El equipo de emergencias entra de sopetón en el peor momento de la vida de unos desconocidos, actúa con rapidez, con mayor o menor éxito y con la misma celeridad, casi sin que nadie se dé cuenta, desaparecemos.
Esto hace que la relación con nuestros pacientes sea efímera y carente de seguimiento por nuestra parte. Es rara la ocasión en que volvemos a saber de aquéllos a los que tratamos en un momento tan delicado y de lo que les ha deparado el destino.
Pero no siempre es así. A pesar de que los hospitales son en sí mismos ciudades, en las que se difuminan y disuelven nuestros pacientes cuando los dejamos allí, las casualidades o nuestra perseverancia, nos permiten a veces, rastrearlos y no perderles la pista.
Hace unos días recibí la agradable llamada de mi amigo Quico. Me cuenta que ha ido ya en varias ocasiones a ver a Laia, nuestra paciente del Tibidabo. La han operado dos veces con éxito y está muy feliz por haber podido conocer a su héroe.
Ha recuperado la felicidad y la sonrisa de sus catorce años y sueña con estudiar Medicina (locuras de juventud).
Estas pequeñas cosas son las que hacen que tu trabajo sea especial y que de tanto en tanto, recibas estos pequeños premios, que compensan con creces, los sinsabores de cada día.
Esto me trae el recuerdo de una de mis últimas guardias, antes de irme de vacaciones. Tuve que ir a un pueblecito llamado Torrelles, a atender a Antonio, un hombre de 60 años que había sufrido una parada cardio-respiratoria en la vía pública. Cuando aterrizamos a pocos metros del paciente, estaban reanimándolo, una pareja de policías locales y dos compañeros de la ambulancia. Continuamos con las maniobras, intubamos al paciente y al recobrar el pulso, decidimos trasladarlo al hospital.
Informo a la familia del estado delicado de la situación y que hemos conseguido estabilizarlo. A su mujer le comento que su marido ha tenido mucha suerte. Ella, sin que me dé tiempo para reaccionar, me agarra mis cachetes con sus dos manos y emocionada, me planta dos sonoros besos, dándome las gracias por salvarle la vida.
Al día siguiente, por esas cosas que tiene el pluriempleo y el poco nivel adquisitivo del médico actual, me toca trabajar en el Sistema de emergencias (061), vamos, en la ambulancia.
Para mi sorpresa, he de ir a recoger a mi paciente para trasladarlo a su hospital de referencia.
Él tiene muy buen color, su mujer le está dando de comer y parece increíble que 24 horas antes estuviese más muerto que vivo.
Me acerco a él y me presento: "Hola, soy el médico de la ambulancia que le va a llevar al hospital de Bellvitge. Yo le conozco, pero usted no sabe quién soy..."
El pobre, se encoge de hombros y su mujer también tiene cara de asombro. Me dirijo a ella y le digo: "Usted sí que me conoce..."
La cara de la mujer de Antonio parece decir: "Este joven nos ha confundido con alguien..."
- ¿No se acuerda de mí, verdad? - continué - ¡Qué pena...! Ayer nos besábamos en Torrelles y hoy ya se ha olvidado de mí...
- ¿Usted es...? - me preguntaba, mientras se le iluminaba la cara y con ella, toda la habitación de esa UVI.
- Sí, - le interrumpí - soy el médico del helicóptero de ayer.
Se acerca rápidamente y me abraza con fuerza. Emocionada, me transmite su emoción y las gracias por tener a su marido junto a ella. Me vuelve a besar, aún con más fuerza y más ruido, que el día anterior.
No sirve de nada el decirles que el trabajo lo hemos hecho entre todos y que realmente quienes le han salvado la vida a Antonio, fueron los que llegaron primero y empezaron con las maniobras. A mí sólo me tocó continuar con mi trabajo...
Las caras de ambos, casi sin hablar, reflejaban en su silencio mucho más que todas las frases hermosas que pudiese contener cualquier carta de agradecimiento. Y en esos pequeñitos momentos, siento que no hay otro trabajo mejor en el mundo.
Al contrario de lo que mucha gente piensa, es muy poco frecuente, por muchos factores que se tienen que dar al unísono, llamados Cadena de la vida, que los pacientes sobrevivan a una parada, primero y a una reanimación posterior. Lo que además no me había sucedido nunca, es que acabase pudiendo charlar con alguien que hubiese reanimado.
Somos profesionales, tenemos cada día, cada instante, la vida de otros en nuestras manos y nos parece natural, porque es nuestro trabajo, pero de vez en cuando el destino nos recuerda que además de carne y huesos, estamos recubiertos de una sustancia especial, algo que nos hace ser sensibles al sufrimiento ajeno, que nos recuerda lo frágiles que somos, que nos muestra las cosas que realmente son importantes y perecederas, algo que no sabría describir, pero que me atrevería a decir, que creo, que es el alma.
3 comentarios:
A menudo he pensado que tal vez sea la razón de carecer de seguiniento, de sólo ver a las personas el tiempo justo y necesario para resolver la emergencia con más o menos éxito, el que escojiese este trabajo, no lo sé, pero es el mejor del mundo, tal vez así no te puedes implicar profundamente con esas personas y así piensas qu eres más duro, que puedes con todo, que no te afecta el sufrimiento de los demás, pero lo cierto es que somos de carne igual que todos, y como a todos nos emocionan y nos alegran situacioes como las que nos cuentas, no hace falta una carta de reconocimiento, ni una medalla, sólo una mirada un abrazo, una sonrisa vale todo nuestro trabajo y esfuerzo. Muchas veces no se necesita nada más.
Querido Quico:
Eso es exactamente lo que he querido decir. Me alegra ver que piensas y sientes lo mismo. Necesitamos de nuestras corazas que nos protejan, pero por dentro somos humanos y de vez en cuando esto sale a flote.
Un abrazo
Este último texto me parece muy interesante y, sobre todo, muy aleccionador. No sólo nos recuerda lo frágiles e insignificantes que somos sino también la necesidad que sentimos de relacionarnos con los demás. Tal vez porque ese sea el camino más corto para conocernos mejor a nosotros mismos y para alcanzar el equilibrio y la paz de espíritu. Amén. (Lo siento, pero quizá me haya quedado demasiado ecuménico)
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