Siempre hay una última. Esa última copa que es la que más apetece, una última parte del partido donde están todas las esperanzas para remontar, la última cucharada del postre más rico, que se lo cedes a la persona que más quieres. Una última mirada que es la que se queda grabada en nuestra alma. Un último día de playa del verano, que te da fuerzas para que pase rápido el invierno, o ese último beso, que es el que más sabor tiene y que te hace amar y desear más.
Son tantas las veces en que la última no es la última, porque en el fondo sabemos que la vida nos volverá a otorgar una nueva oportunidad. La última película que fuimos a ver al cine, que será seguida por muchas otras, porque siempre esperaremos que sean mejores. Nos engañamos si pensamos que la última vez que salimos a cenar con aquellos amigos y que lo pasamos tan bien, no se va a repetir. O que ese último viaje, que fue tan inolvidable, que estemos deseando que pronto sea desbancado por otro mucho más maravilloso.
Pero hay otras tantas cosas, que aunque queramos con todas fuerzas que no lo sean, son últimas de verdad: el último suspiro, el último aliento, el último latido del corazón…
Escribo todo esto, porque me dirijo a una de esas últimas-últimas.
Llego a Tenerife, a encontrarme de nuevo con la casa que soñó mi padre. Esa casa que ideó, dibujando sus planos. Me acuerdo de tenerlo sentado junto a mí, explicándome cómo iba a quedar, entusiasmado por enseñarme las habitaciones y en especial, cómo iba a ser la mía. Incluso yo le sugerí cosas, que añadió. Cada fin de semana se levantaba muy temprano para llegar al terreno a amasar cemento e ir levantando tabiques, hasta construir todo lo que es hoy, con tanto amor, cariño e ilusión.
Llego a la isla sabiendo que en unos pocos días vendrá alguien desconocido, a quien le hemos vendido la casa de mi padre. Esta casa que fue su sueño y que quiso tanto… Tanto, que sé sin dudarlo, que forma parte de él mismo.
Esta nueva familia ocupará esos espacios que no hace mucho rellenaba mi padre y un poco más hacia atrás en el tiempo, yo mismo con él, hasta que inicié mi propia vida.
Estas personas llegarán con sus nuevos enseres, con sus vidas, sin imaginar todos los momentos que hemos vivido allí.
No podrán saber que cada rincón tiene un sentido y que mires donde mires, todo tiene un porqué.
Nos iremos y ellos vendrán y solo quedarán los muros, que estaban antes plagados de cuadros, fotos y que ahora desnudos de cualquier recuerdo, como fieles testigos que tienen toda nuestra confianza, nunca contarán a nadie su historia, por muy bonita que fuera.
Recuerdo cuando mi tío Pepe vendió su casa del Médano hace muchos años a un inglés y le dejó sobre una repisa una nota a mano en su idioma. Le deseó que fuese tan feliz como él lo había sido allí con mi querida tía Piluca. Ahora ya entiendo todo lo que quería decir.
En mi casa de Guamasa viví una etapa importante de mi vida. Estudié mi carrera de Medicina, corrí mi primera carrera popular, o incluso aprendí a hacerme el nudo de la corbata, pensando que así ligaría más al salir los sábados por la noche. En esas habitaciones cambiamos los pañales de cada uno de mis hijos y les hemos visto crecer. Hasta a alguno se le cayó un diente y fueron visitados por el ratoncito Pérez. Pero este no fue el único visitante ilustre. También vinieron Papá Noel y hasta los Reyes Magos con sus regalos, dejándolos junto a la chimenea. Allí compartí mi vida con mi perro Phil, que se fue tan pronto y que tanto he echado de menos. Chicho, Bruno, y el bueno de Blas, hace mucho que también dejaron de corretear y ladrar por ese jardín y ese huerto, donde comí fresas, limones, naranjas, jugosos melocotones y esos deliciosos aguacates que recogíamos cada día y que me cuesta pensar que nunca más volveré a probar. En ese jardín planté mi primer árbol, del que colgué mi primera hamaca cuando esa palmera creció lo suficiente y que aún desafía al cielo con tocarlo algún día y encontrarse allí con mi padre.
Tal vez haga lo que hizo mi tío Pepe. Quizás les escriba algunas líneas a los nuevos dueños y se las deje a la vista, como hizo él. Y eso será lo último que haga en mi casa. Entonces me daré la vuelta y me iré, y sin mirar atrás para no llorar más, cerraré la puerta de mi casa… por última vez.