Hoy me he sentido como uno de mis héroes de mi infancia. He tenido el privilegio de ir a hablar de una de las cosas que más me gustan: El Espacio.
Hace una semana, probablemente porque sabían de mi pasión por el Universo, me propusieron dar una charla sobre estos temas. No me pude resistir. Hablar a una audiencia siempre ha sido uno de los pequeños placeres que me ha encantado disfrutar.
Así que llegó el día y me presenté en el lugar en el que iba a presentar mi tema.
Subí las escaleras del recinto donde iba a dar la conferencia y al abrirse una puerta, allí ya estaba mi público, en silencio, esperando impaciente mi llegada. Encontrarte con ellos sobrecoge. Es algo que siempre sucede. En esos segundos te preguntas si conseguirás engancharlos y hacer, como decía Vallejo-Nájera, que en vez de moverse en sus asientos, se mueva algo dentro de sus corazones.
Entré, coloqué mis cosas, cargué mi presentación y un apagado murmullo acompañó mis preparativos. Estaban impacientes porque comenzara. Contaba con casi una hora para hablar con unas 84 personas, dispuestas todas ellas a que les explicara cosas sobre La Luna, sus fases, los eclipses y cómo llegaron a ella los primeros astronautas.
No es que se tratara de un público entendido, pero sí que pude comprobar que era muy exigente con el posible resultado y de cómo podía explicarles a su nivel toda esa información. Tendría que tenerlos despiertos durante todo ese tiempo, manteniendo su atención y concentración. Desde que salí de casa imaginé que no iba a ser fácil.
Siempre hay cosas inesperadas y hoy no sería una excepción. El ordenador con el que iba a exponer el tema, se quedó colgado, así que mientras solventaban los problemas, improvisé presentándome y haciendo alguna gracia. Para eso, nada como comenzar hablando de tus hijos, en qué curso están y lo que hacen normalmente, contando alguna travesura y así arrancar las primeras sonrisas. Eso siempre da resultado. Y hoy, precisamente, no iba a fallarme el truco. Así ganaría un poco de tiempo. Por fin, todo se solucionó, y en la pantalla tras de mí, apareció la primera imagen: Una grandiosa luna llena. Continué con mi introducción e intenté explicar con el mejor de mis esfuerzos, paso a paso, mi presentación.
Todos miraban atentos mis movimientos por el escenario, con los ojos muy abiertos y con caras de asombro. Me interrumpieron varias veces para hacerme preguntas, pero es algo a lo que nunca me he podido resistir, así que no tuve más remedio que darles paso y debo decir que no me arrepiento en absoluto, porque eran muy interesantes. Algunas de ellas fueron:
- ¿Cómo apareció el oxígeno en la Tierra?
- ¿Hay más planetas que tengan vida?
- ¿Cómo se puede saber si unos planetas son más calientes que otros?
- ¿Cuándo volveremos a La Luna?
Me sentí como mi querido Carl Sagan, que me acompañó desde mi infancia en el camino del descubrimiento de la Ciencia. Era un divulgador increíble, que sabía plantar en ti la semilla del querer saber. Un extraordinario cuentacuentos, que nos explicaba el Universo, nuestros planetas y la Ciencia. Su obra maestra Cosmos, cambió mi vida y su libro aún lo conservo en mi biblioteca de obras más preciosas. Desde que desapareció, le he echado mucho de menos. Ya no tengo a nadie que me explique los avances de la Ciencia y que vuelva a sentirme como aquel niño que hacía volar su imaginación mientras a los pies de su cama le iban contando un cuento.
Yo explicaba con gestos grandilocuentes a los asistentes a mi charla, con el fin de no perder su atención. Saqué a varios de ellos al escenario para representar una pequeña obra que me ayudaría en mis explicaciones. Mediante pelotas y balones de colores, les hice girar sobre sí mismos, tal y como lo hacen los cuerpos celestes, para así poder explicar cómo se producían los eclipses. No podía dejar de ver sus caras de asombro y placer por descubrir cosas nuevas. Las mismas que yo debía tener cuando vi a Carl Sagan en la televisión, explicándome los misterios aún por descubrir del Universo. En medio de ese público, compuesto por niños de siete años, sumergida entre sus amigas y compañeros, estaba mi hija Clara, con una sonrisa preciosa, que solo ella sabe hacer, orgullosa de ver cómo su padre, por un día, se convertía en su profesor.