No lo puedo creer, pero jamás había escrito una sola línea sobre ti y eso, a estas alturas de nuestras vidas, es imperdonable.
Tal vez sea ya demasiado tarde, ahora que ha llegado el momento en el que no estás entre nosotros. Es el sino de los que se van para siempre y no vuelven. Los homenajes suelen ser a destiempo y por desgracia, para cuando únicamente queda poco más que el recuerdo.
Hoy me he acordado de ti, que es tu cumpleaños. Aunque no, no es cierto. Llevo pensando en ti los últimos meses, en tu agonía, en tu sacrificio, en lo que hemos compartido; en tu fin.
Todavía recuerdo cuando apareciste en nuestras vidas, casi sin querer, tras muchas y muchas vueltas. Llegaste un poco antes de que naciera nuestra hija Marta y compartiste con nosotros su feliz llegada. Juntos dimos sus primeros paseos, sus primeros biberones, sus primeros viajes. Y desde el primer momento, fuiste uno más de nuestra familia.
Luego llegó Guille, que disfrutó contigo sus juegos, su pasión por los deportes, en especial por el rugby. Ya lo sabes. Estuviste el primer día que con apenas cuatro años se acercó a ver qué era aquello que se jugaba con un balón tan raro. No te perdiste casi ninguno de sus entrenamientos y partidos. Disfrutaste casi tanto como él.
Y cuando pensaste que ya éramos todos, se coló en nuestras vidas la princesa de nuestra familia: Clara. Eso te hizo adaptar tus gustos a muñecas, lápices de colores, el juego del Uno y migas, muchas migas por doquier...
Hemos estado juntos todos estos años preciosos. No te has perdido ni un solo instante de todo, de absolutamente todo. Nosotros, en cambio, recibíamos tu calor y la comodidad de bonitos momentos compartidos, estuviéramos donde estuviéramos. Estar contigo era la felicidad, como tener casa un poco más cerca, por muy lejos que fuéramos,
Nadie como tú supo de nuestras alegrías, de nuestras tristezas, de nuestros secretos, de nuestros sueños, y de nuestros cansancios, de nuestros inviernos y de nuestros estupendos veranos.
Nadie nos ha acompañado todo el camino como tú, como lo has hecho siempre.
Y ahora que no estás, no puedo decir más que te echamos de menos. Te doy las gracias por lo que has hecho siempre con nosotros y sobretodo por mí, ese último día en el que con tu generosidad me protegiste, me arropaste y así nadie pudo hacerme ningún daño, aunque eso supusiera perderte. Gracias, Dexter.
El otro día fuimos, tu familia, a despedirnos de ti, a darte un último homenaje, como si fuésemos de nuevo a ponernos en ruta una vez más. Pero esta vez no fuimos a ningún sitio.
Nos marchamos de aquel frío taller. Yo me fui rozando levemente mis dedos por tu chapa azul, tragando saliva para no soltar una lágrima. Al fin y al cabo, como me dijeron muchos años antes de que aparecieras en nuestras vidas, cuando era tan pequeño como los niños: Los hombres no lloran. Aunque tal vez, y eso no me lo contaron, si se trata de tu coche, puedes hacer una excepción.
Y cuando pensaste que ya éramos todos, se coló en nuestras vidas la princesa de nuestra familia: Clara. Eso te hizo adaptar tus gustos a muñecas, lápices de colores, el juego del Uno y migas, muchas migas por doquier...
Hemos estado juntos todos estos años preciosos. No te has perdido ni un solo instante de todo, de absolutamente todo. Nosotros, en cambio, recibíamos tu calor y la comodidad de bonitos momentos compartidos, estuviéramos donde estuviéramos. Estar contigo era la felicidad, como tener casa un poco más cerca, por muy lejos que fuéramos,
Nadie como tú supo de nuestras alegrías, de nuestras tristezas, de nuestros secretos, de nuestros sueños, y de nuestros cansancios, de nuestros inviernos y de nuestros estupendos veranos.
Nadie nos ha acompañado todo el camino como tú, como lo has hecho siempre.
Y ahora que no estás, no puedo decir más que te echamos de menos. Te doy las gracias por lo que has hecho siempre con nosotros y sobretodo por mí, ese último día en el que con tu generosidad me protegiste, me arropaste y así nadie pudo hacerme ningún daño, aunque eso supusiera perderte. Gracias, Dexter.
El otro día fuimos, tu familia, a despedirnos de ti, a darte un último homenaje, como si fuésemos de nuevo a ponernos en ruta una vez más. Pero esta vez no fuimos a ningún sitio.
Nos marchamos de aquel frío taller. Yo me fui rozando levemente mis dedos por tu chapa azul, tragando saliva para no soltar una lágrima. Al fin y al cabo, como me dijeron muchos años antes de que aparecieras en nuestras vidas, cuando era tan pequeño como los niños: Los hombres no lloran. Aunque tal vez, y eso no me lo contaron, si se trata de tu coche, puedes hacer una excepción.
2 comentarios:
¡Qué tierno!
Pobrecito. Se ha portado tan bien...
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