jueves, 30 de septiembre de 2010

Barcelona














Hace tiempo leí un artículo, cuyo autor no recuerdo, pero sí su curiosa reflexión, en la que creía firmemente que las ciudades tenían sexo, como sus habitantes. Según aquel anónimo escritor, hay por tanto ciudades hombres y ciudades mujeres. Aquella rápida lectura, a mis jóvenes e incautos ojos, le resultó muy reveladora. Desde entonces, cada vez que visito un lugar nuevo, pienso en ese texto y trato de identificar a la urbe, que se oculta bajo esa especie de máscara de carnaval, al desconocido que se acerca.
Nunca he tenido la duda de que Barcelona, es por supuesto, una mujer. Acogedora, cariñosa, generosa y amable. Tan hospitalaria, que te recibe por tierra, mar y aire, mostrándote en cada lugar un paisaje urbano rodeado por un cinturón de bosque verde, o las cálidas y mansas olas de color azul verdusco del Mediterráneo.

Barcelona y por extensión, Cataluña, es un lugar peculiar y de contrastes. No es de extrañar que un incauto como yo, al que aquí llaman cunill, se sorprendiera al tocar tierra catalana. No todo el mundo tiene la suerte de contar con una cicerone como Lou, es cierto y precisamante por eso, me siento obligado a ayudar a todos aquellos que se adentren en la aventura de venir a este lugar, bien de visita temporal, o como para establecerse de una manera definitiva. Para ellos aquí queda esta serie de recomendaciones, que bien podrían recopilarse en una especie de guía. Esa bitácora de viajes, se llamaría algo así como: Guía de Barcelona y alrededores, para el incauto viajero accidental, que viene de distantes territorios de ultramar.  

Y aunque en alguna ocasión he mencionado lo que se me pareció Barcelona a Santa Cruz de Tenerife cuando llegué aquí, Barcelona es en cambio, una mujer misteriosa, embebida en jeroglíficos lingüísticos y culturales, crisol de todos los que como yo, algún día llegamos a ella. Por eso, no quiero relatar lo que me recuerda a mi tierra, sino lo contrario. Aquello que llamó la atención de aquel pobre canario recién llegado. Debo hacerlo de forma urgente, pues corro el riesgo de que sea barcelonés del todo y esos contrastes desaparezcan. Quiero contarlo antes de que ya no sepa de dónde soy, ni de dónde vengo, debo darme prisa, antes de que sea demasiado tarde...








miércoles, 22 de septiembre de 2010

Madrid
















Cuando era muy niño, creo que con unos tres años, decía en casa que tenía un hermano mayor, que se llamaba Carlos y que vivía en Madrid.
Creo que ahí fue cuando comenzó mi relación con esa ciudad.
Incluso recuerdo un barco amarillo de contenedores, el Delfín del Mediterráneo, que cuando lo veía atracado en el puerto, pensaba: "Ese barco va  a Madrid..."
Durante toda mi infancia les decía a mis padres que quería ir a conocer Madrid y aunque en una ocasión oí a mi madre decirle a mi padre: "Tenemos que llevar a Mel a Madrid", ese ansiado viaje nunca se llegó a hacer.
Incluso unas navidades, mi tía Isa fue a pasar los Reyes allí y le pidió a mis padres que fuese con ellos, para conocer la nieve. Pero no me dejaron ir. Recuerdo uno de mis mayores enfados con mis padres (tenía 7 años) y muy a mi pesar, Madrid continuó siendo un sueño.

Hasta bien entrada la veintena, se puede decir que no conocí realmente Madrid. Allí descubrí que la mejor manera de conocer una ciudad, indudablemente, es vivir en ella. Y allí que me fui.

Mi año y medio en Madrid, es definitivamente el comienzo de la etapa más feliz de mi vida. La marcha prematura del curso de control fue uno de los momentos más tristes. Esto me ha creado desde entonces, un ambivalente sentimiento de dolor y alegría cada vez que piso esas tierras. Pero aquella época me enseñó a ver la vida bajo un cariz optimista y a pesar de las frustraciones de ver mis ilusiones truncadas, creo que desde niño, quería ir a Madrid, porque allí conocería a Lourdes.

En nuestros eternos paseos, a menudo rodeábamos el Hotel Santo Mauro y soñábamos que un día podríamos permitirnos alojar allí. En nuestro viaje de luna de miel, paramos en Madrid y saldamos nuestra anhelada deuda.
A pesar de esto, como contaba, Madrid me duele y me infunde alegría. Es el agridulce de las salsas o las espinas y color intenso de las rosas. Madrid para mí es el anverso y el reverso de una dicha inmensa y el sabor del mayor de los fracasos. Pero acaso, ¿no es así la vida misma?

Ayer estuve de nuevo en Madrid. Debo decir que ya no se me encoge tanto el corazón al caminar por sus calles y vuelvo a recorrer y recordar cuando Madrid y yo éramos la misma cosa. Además ayer, mi Madrid feliz sumó un ingrediente más para vencer al lado triste.
Esta visita me dio la oportunidad de reencontrarme con una antigua amiga, que en su momento separó el hombre, pero ahora ha unido de nuevo, la informática. La última vez que la vi era estudiante de Medicina, ahora es médico, madre, una excelente escritora y además famosa. Encontrarnos ha sido para mí, un soplo de aire fresco y la prueba palpable de que el tiempo y el cariño, como teorizan los físicos, son como un gran pedazo de papel en el que a pesar de las distancias que separen dos puntos, al doblarlo, los puntos se juntan y la distancia, desaparece.

Ya estoy de vuelta en casa, pero no dejo de pensar de vez en cuando en esa ciudad, que aunque ya no viva allí, siempre la tengo presente. Echo de menos sus calles, su ambiente, sus desayunos con churros, servidos por los mejores camareros del mundo, su marcha de noche, el acento chulesco de los madrileños, mis cañas en el bar Kioto con mis primos, el Real Madrid, los huevos estrellados del Almendro, la gente pintoresca y peculiar que va en metro, la zona de los Austrias, la calle Churruca y sobre todo, el olor de Madrid, que lo sientes desde que se abre la portezuela del avión. Me encantaría poder envasar ese olor de calor seco del verano y el aroma que desprenden las calles húmedas de Madrid, cuando son golpeadas por esa fina lluvia, que a veces parece interminable. Abriría ese frasco por una esquinita, como hace aquél que gira el tapón de ese perfume caro, que reserva para ocasiones especiales. Cerraría los ojos y soñaría, como cuando era niño, que estaba de nuevo en Madrid.

jueves, 16 de septiembre de 2010

¿Quién es quién?

Hoy se cumplen 120 años del nacimiento de Agatha Christie, la prolífica reina del misterio. Esa rebuscada señora que me acompañó en mi adolescencia y que entretuvo tanto mis veranos...
Sus truculentos relatos nunca dejaban resquicio que me permitiera dar con el escurridizo asesino escondido. Y aunque lo intentaba con suma dedicación, libro tras libro, nunca lograba acertar.
Unos años más tarde, me ha tocado como profesión hacer de detective. Distinguir las pistas buenas de las malas y emitir un veredicto, que en mi profesión llaman diagnóstico.
La adorable anciana inglesa me ha recordado una investigación que tuve en mis primeros años de ejercicio de la profesión, tan necesitados de balizas y faros, que iluminasen mi proceloso camino, lleno de espesa bruma.

Y como pequeño y ridículo homenaje a Agatha Christie, lo contaré a modo de relato corto de intriga:

El joven y apuesto médico fue llamado para atender a una paciente, igualmente joven, que aquejada de un trastorno psiquiátrico, necesitaba de una valoración médica que la obligase a ser trasladada contra su voluntad.
En principio todo hacía pensar que se trataría de una atención rutinaria más, que no entrañaría mayor dificultad para el bisoño galeno.
Al llegar al domicilio de la paciente, fueron atendidos por la madre de ella, que les indicó que se encontraba en su cuarto y que había tenido un nuevo brote psicótico. La madre le explicó al médico que había llamado al servicio de emergencias, porque ya estaba cansada de los brotes de su hija, cada vez más frecuentes. Además, le advirtió que no se dejara seducir, pues su hija emplearía mil triquiñuelas para evitar ser trasladada a un centro hospitalario.
Tras intercambiar unas amables palabras con la señora, procedió a la habitación de la joven, para corroborar y completar toda la información.

Abrió la puerta y la volvió a cerrar tras él. Allí se encontraba una chica regordeta, de unos veinte años, con la cabeza ligeramente cabizbaja y con cara de malhumor.

- Hola - le dijo el atractivo muchacho - ¿Qué te pasa?
Se tomó un momento, tragó saliva y le preguntó: ¿Qué es lo que te ha dicho mi madre?
- Nada. Lo que me importa es lo que me cuentes tú - le respondió de una forma muy hábil, impropia de alguien con su experiencia.
- Está loca. Te has dado cuenta, ¿no? Pero es muy lista. Quiere hacerles creer que la loca soy yo. Ya lo ha hecho otras veces. Si les he llamado esta noche, es porque ya está en un estado en el que necesita que la vea el psiquiatra.

Esta joven le había acabado de confundir, con ese discurso coherente y a su juicio nada manipulador. Exactamente igual que el de su madre. Ante la ausencia de informes en aquella casa, no era capaz de dirimir quién era la que decía la verdad y quién no. Quién necesitaba un psiquiatra y quién mentía.
El inteligente joven debía tomar una determinación rápida y acertada. Y tras unos breves momentos de reflexión, tomó una decisión:
A la joven le dijo: Ya sé cómo vamos a hacer para poder llevar a tu madre al hospital. Tenemos que engañarla, porque no irá por su propia voluntad. Vamos a fingir que tú eres la enferma, como dice ella. Te vienes con nosotros en la ambulancia y ella nos acompañará también, sentada delante.
Aceptó a regañadientes y el ocurrente licenciado salió un instante a hablar con la madre.
- Señora - le dijo - he convencido a su hija para que se venga al hospital. Pero sería conveniente que usted viniese también, para que le explique al médico lo que ha estado pasando, si no, ya sabe que lo puede engatusar...
A la mujer le pareció bien y se avino a marchar con su hija.
Cuando se cruzaron por el pasillo, madre e hija no se dirigieron la palabra y rápidamente bajaron a la calle y fueron ubicadas la madre junto al conductor y la hija atrás, en la camilla.
El conductor miró con recelo al médico, probablemente pensando: ¿Y si me ha sentado una loca a mi lado y durante el camino se tira en marcha o le da un volantazo a la ambulancia?
La preocupación del médico era cómo explicar en el hospital que no sabía a quién llevaba. Una tendría que entrar en urgencias y la otra quedarse en la sala de espera. Pero ¿cuál?

A pesar de tener un ojo clínico envidiable, aquella noche ese médico tan inteligente, no fue capaz de decidir quién era la paciente y quién era la cuerda. Tal vez debía dejar de estudiar tanta Medicina y repasar los libros de Ágatha Christie, por si en la estantería, olvidado, se encontraba El misterio de la psicópata escondida.

martes, 14 de septiembre de 2010

Madre

Volvemos de vacaciones y en líneas generales, me encuentro el trabajo en el mismo estado en el que lo dejé antes de marchar. Es decir, el teléfono y la emisora de radio, expectantes con las noticias de una nueva salida, de esa emergencia que no llega y que no sabría decir si la espero con ansia o desearía que no viniese nunca.
Hoy ha sido un día como otro cualquiera, sin nada que merezca la pena ser contado. Esta mañana he ido a un parto en curso, que como de costumbre, y como estas fechas, estaban muy al principio del curso. Era una joven marroquí, que apenas hablaba español, pero en su cartilla de embarazada, junto a la fecha probable de parto, se podía leer lo que alguien escribió con frialdad en un firme trazo azul: embarazo no deseado.

Fátima y su hijo, me recordaron a otra mujer, a la que llamaré igualmente Fátima. Como la primera, marroquí también, la conocí hace unos años y su recuerdo me ha acompañado desde entonces.
Fátima vivía en Ciutat Vella, en un piso con grandes ventanas, desde el que se podían ver los tejados y las azoteas de las viejas casas de Barcelona.
Aquella mañana, fuimos alertados para atender a una mujer de unos casi cuarenta años, que había sufrido una parada cardio-respiratoria.
Tras subir la angosta escalera de aquella vivienda, con escalones irregulares, llegamos a la casa de Fátima. Aquél era un día muy soleado y la luz se hacía sitio por toda la casa. Una mujer me abrió la puerta y me condujo hasta ella. Estaba en un sofá, inconsciente y por los alrededores unos niños, a los que la primera mujer les dijo que se fuesen abajo a la calle a jugar.
Tras observarla, pudimos comprobar que por una vez, la alerta se correspondía con la realidad. Como autómatas programados, comenzamos con nuestro trabajo, siguiendo escrupulosamente las indicaciones de los protocolos establecidos para situaciones de parada cardiaca.
Al hacer maniobras de masaje torácico, me llamó la atención la presencia de una sutura en el tórax, aún por cicatrizar, evidencia de que hacía poco había sido intervenida quirúrgicamente.
Después de un buen rato, cuando no se obtiene respuesta, me toca decidir el dejar de hacer maniobras. Así lo hice y a continuación, salí de la habitación para dar la noticia a la familia.

La mujer que me abrió la puerta era amiga suya. Llevaba varios años en Barcelona y ya hablaba el castellano y el catalán perfectamente. Se sentía tan integrada, que su hijo se llamaba Jordi y por supuesto, era del F.C.Barcelona. Probablemente, animada por su amiga, Fátima había venido de su país. Esta amiga la había acogido en su casa, hasta que pudiese encontrar un piso donde poder ir a vivir con su pequeño hijo.

Mientras se hacía a la idea de la noticia que le estaba dando, me contó la historia de esa mujer que ya no estaba, la historia de Fátima y de su hijo.

Fátima estaba enferma de una severa valvulopatía cardiaca y Barcelona le iba a dar la oportunidad de poder salir de la miseria de su país dándole un trabajo y una operación que le permitiese poder disfrutar y jugar con su hijo sin cansarse con cualquier mínimo esfuerzo.
Fátima sabía que la operación era muy delicada y que tal vez no saldría del quirófano. Tenía mucho miedo, pero sobre todo a no poder volver a ver a su querido hijo. La operación salió muy bien, pero Fátima no pudo verlo mientras estuvo en el hospital. Aún con los puntos de sutura en su pecho, marchó a casa de su amiga, donde le esperaba el niño.
Por un instante, supongo que cuando se pudo encontrar con él, sintió la felicidad muy dentro, lo abrazó muy fuerte y lloró, y lloró, por todo el miedo que había sentido. Por el miedo a haberlo podido perder todo y por la gran alegría de que ya no le faltaría nada.
Su corazón no pudo con tanto y con su hijo en brazos, Fátima murió.

Fátima y tantas otras como ella, me han dado el ejemplo y me recuerdan que el cariño de una madre puede ser infinito y que a pesar de las adversidades y de los momentos difíciles, de los distanciamientos, de crecer, de ser marido, padre y de hacerte mayor, no hay nada como una madre.
Muchas felicidades, Mamá. Te quiero mucho.


domingo, 5 de septiembre de 2010

El Vendaval

Según nos cuenta el Real Diccionario de la academia, entre otras acepciones, el Vendaval es un viento que viene del sur. Sabia descripción y tremendamente ajustada a nuestra cotidiana realidad. No creo que haya definición más acertada, para describir ese torbellino que en cada época de vacaciones, procedente de Tenerife, invade nuestra casa: El Vendaval Tiri.

Como toda masa de aire que se desplaza a gran velocidad, es capaz de arrastrar consigo a todo aquél que se encuentra a su paso. En las proximidades de su abuelo Pepe no tiene ninguna dificultad para sacar a flote sus nervios, aunque éstos ya de por sí tengan un índice de flotabilidad similar al del corcho.
Y ese aire, invisible, es capaz de mimetizarse tanto con su hermano de dos años, de habla incipiente, como de la de cuatro, con ideas claras, sencillas e inocentes, teniendo discusiones o complicidades con cada uno de ellos, a pesar de ser mucho mayor.

Hay muchas teorías que se proponen sobre este fenómeno meteorológico:
"Lo que le pasa es que necesita liberar energía", principio básico de la termodinámica del niño-torbellino o "...esa niña lo que es, es una salvaje", que nos evoca a Rousseau y su teoría del hombre bueno por naturaleza que la sociedad corrompe.

Pero no quiero que quede la idea de mi hija, la mayor, que es una especie de Viernes del relato de Robinson Crusoe, ni muchísimo menos. En realidad se trata de una personita que en poco tiempo se tiene que adaptar a una nueva casa, familia, costumbres y la verdad es que siempre lo ha hecho muy bien, aunque tenga ese carácter innato de ser bastante movida. Es la nobleza en persona, reiterativa e insistente como el que escribe, cariñosa a su manera y cuando llega la noche, la más mimosa de todos, que usa sus mejores artimañas para que le acaricies el pelo mientras se duerme.

Recuerdo que mi tío Nane, al que acompañé una vez en una travesía por el mediterráneo, viaje en el que no faltaron ni psicofonías, me decía que los primeros días de navegación no puedes dormir, debido al molesto ruido de las máquinas y cuando llegas a tierra de vacaciones, en la cama de casa, no puedes conciliar el sueño, porque no escuchas los motores que arrullen tu nueva cuna.
Y un poco así sucede con este particular Vendaval, cuando le toca marcharse. Nos queda un hueco enorme en nuestra retina, en nuestros oídos, alivio en las cuerdas vocales y una inmensa tristeza en nuestros corazones.

El último día que estuvo con nosotros, nos tuvimos que levantar muy temprano, para llevarla al aeropuerto, camino de vuelta a casa. Entró sigilosamente en la habitación donde estaba su hermana Clara, se acercó con cuidado, le dio un ligero beso para no despertarla y fue deslizando su mano izquierda desde cabecita, su cuello, por su espalda, los muslos, hasta terminar en el pequeño pie. Muy suavemente, muy despacio, como para poder recordar mejor cómo era su hermana, a sabiendas de que la próxima vez que se encuentren, ya no será la misma que dejó en aquella cuna, de aquel agosto en Málaga.

La escena de nuestras despedidas siempre se repiten cada verano y cada uno de nuestros alejamientos los tengo grabados en mi mente. Ella siempre está muy callada, pensativa, con ganas de marcharse y deseos por quedarse. Es su paradoja personal, que se ha convertido en su forma de vida con cada una de sus familias.
Cuando llega el momento del embarque, se va caminando con la azafata que la acompañará hasta el avión, con ese peto colgando del cuello, por esos pasillos del aeropuerto, que siempre me resultan demasiado cortos. De tanto en tanto se gira para decirme adiós con la mano, porque nuestras voces, estando ya tan lejos, no las podemos escuchar y yo voy pensando, con un nudo en la garganta: "gírate otra vez, gírate otra vez...", hasta que por fin, cuando menos lo deseas, el viento del sur, desaparece.