viernes, 4 de mayo de 2012

El Instituto


Sabes que te estás haciendo mayor porque tu mundo va cambiando. Cada vez todo se vuelve más pequeñito y poco a poco vas alcanzando con tus manos, lo que hasta hace poco era inalcanzable.
Pero también sabes que creces, cuando tu calle, tu barrio, tu ciudad, dejan de ser los mismos. Aquel muro de bordes jalonados de cristales, que sorteabas con habilidad donde los vidrios eran más romos, te permitían acceder a aquel solar, que ya hace tiempo que no existe. Ahora hay en su lugar un inmenso edificio, que ignora su pasado de juegos de aventuras de fin de semana, de fogatas de San Juan, de escondites perfectos, de guaridas de policías y ladrones, o de historias infantiles saturadas de inocente imaginación.
Duele darte cuenta que habrá lugares que ahora sólo quedarán en tu imaginación.

Hace unos días leí una triste noticia. Después de tantos y tantos años, cerraba mi Instituto.
Supe que aquellas paredes no volverían a acoger a sus alumnos de secundaria, que no eran más que hornadas de adolescentes en plena pubertad.
Ya nadie volverá a bajar aquellos escalones y traspasar sus puertas, a conocer las Ciencias y las Letras, o a celebrar el paso a la vida universitaria.

Pienso en el Instituto y pienso en que estuve por allí incluso el día antes de nacer, horas antes de decidir que quería ver este mundo por mí mismo. Mi vida en él trasciende más allá de los cuatro años del bachillerato. Algo tiene que ver el haber tenido una madre profesora.

Del Poeta Viana guardo muchos recuerdos. Uno de ellos, que ahora al pensarlo con mi madurez, me hace reirme de mí mismo, fue mi primer gran amor platónico, absolutamente no-correspondido; tal y como ha de ser un amor platónico que se precie. Ella era La Proto. Con ella bebí del éxtasis de volver a encontrarla tras cada verano sin verla, de mirarla a todas horas en clase y del inesperado y amargo trago de la decepción, de que me fuese arrebatada por aquel enano imberbe, de escasas proporciones y permanentemente poseído por un acné imperecedero.

Pero no todo serían decepciones. En mi instituto, una tarde de otoño, en plena oscuridad, descubrí un espectáculo mágico que los tiempos actuales han vuelto irrepetibles. Pocas cosas son tan misteriosas e indescriptibles, como la primera vez que entras en un laboratorio de fotografía y observas cómo de la cubeta del revelador va apareciendo poco a poco unos borrones grises, hasta que se transforman en tu foto. Esa sensación de sorpresa y maravilla, no se olvida nunca, como la primera ocasión en que descubres con un telescopio los cráteres de la Luna.

En todos los institutos hay un Fraga, un Discoteca, una Potajito, un Torero, un Adelto, un Menotti, una Borracha, una Ramona, una Pilartorres, El Perro, o La Cuervo, seguro, pero esta particular denominación de origen, es la nuestra. Ellos nos enseñaron lo que significan los logaritmos, la tectónica de placas, el ejercicio aeróbico, el movimiento uniformemente acelerado, las declinaciones, la boda de los Reyes Católicos Isabel y Fernando, la perspectiva caballera, la diferencia entre travelling y plano secuencia, el genitivo sajón o la espingarda. Pero no sólo fue esto; estos personajillos y tantos otros, por encima de todo, nos enseñaron a pensar.

La iniciativa de unos profesores en su tiempo libre, luchando contra permisos, presupuestos y guiados por su entusiasmo, nos permitió poder disfrutar de una de las más bonitas experiencias que he tenido en mi vida: la radio.
Cada viernes de 6 a 7 de la tarde, Radio Poeta ofrecía a toda la ciudad, Radiometraje, donde mi primo José Amaro nos emborrachaba a todos con su desparrame de conocimientos cinematográficos.

De mi primo, con el que compartí en aquel centro, no sólo clase, sino su amistad, aprendí además de cine, literatura, cultura futbolística, música clásica y sobre todo, a amar a los Beatles. En cambio, no consiguió, a pesar de su persistente discurso, que me encandilara ni por el Atlético de Madrid, ni por Bruce Springsteen.
Pero además, por si esto fuera poco, en el Poeta Viana conocí a mis grandes amigos Yofri y Mario, a los que considero como hermanos y de cuya amistad disfruto desde casi el primer día que pisé aquel centro. Sólo por eso, ya merece la pena que hubiese existido un instituto de secundaria como el Poeta Viana.

Todo esto se lo perderán las nuevas generaciones que no irán nunca más a mi Instituto. No sé qué alternativa tendrán. Tal vez su educación acabe siendo mejor que la nuestra. Es posible que las nuevas opciones superen en calidad a lo que nosotros tuvimos. Quisiera pensar que los recuerdos que tengan del paso por la secundaria, les dejará una impronta más duradera que la nuestra, pero soy pesimista. Cuando un centro educativo se cierra, desaparece todo lo que allí sucedió y las vidas de los que por allí pasaron, se esfuman como el vapor en el aire. Se truncarán nuevos momentos, nuevos amigos y futuras nuevas historias que nunca sucederán.  Parafraseando a Roy, aquel replicante que quería vivir al menos lo mismo que cualquier humano, me despido tal y como lo habría hecho José Amaro, cualquier viernes, en nuestro programa Radiometraje:

Adiós para siempre al Poeta Viana. Su recuerdo, que son nuestros momentos felices, se desvanecerán en el tiempo como lágrimas en la lluvia.